Juego estos días a preguntarme qué significa para mí la palabra Constitución. Después de decirme y desdecirme, de escribir y tachar para volver a escribir encima de la tachadura, me decido a quedarme con esta definición para andar por casa, por la casa de mis preocupaciones: la Constitución es el relato mantenido de un diálogo generacional que se toma el tiempo necesario para inventar una verdad compartida.
Está claro que abro una negociación con mis preocupaciones. Vivo en un mundo en el que la mentira juega con la aceleración tecnológica para vestirse de posverdad, mientras la palabra libertad encara el futuro como un regreso a la ley del más fuerte y a las desregulaciones del siglo XIX. Libertad y verdad son dos palabras indigentes, igual que política, igualdad y derecho, las raíces fraternales de la democracia.
Si me pongo a buscar una definición honesta de la palabra Constitución, que me sirva para andar por casa, es porque todo el discurso antisistema del pensamiento contemporáneo no ha consolidado una alternativa capaz de convertirse en ilusión. En la puerta de nuestro horizonte cuelga el letrero de cerrado por defunción. Nadie cree en el futuro de un planeta condenado a los humos, la barbarie y los líderes mediáticos capaces de ganarse la admiración de sus víctimas. Las élites económicas han aprendido a torear el rencor de sus manadas para cancelar así cualquier alternativa. Las víctimas desprecian las promesas de justicia, prefieren el odio. ¡Han fallado tantas veces los buenos deseos que el desprecio de las instituciones casa mejor con sus rencores que las bellas palabras del derecho!
Existe tanta desigualdad en el mundo que el respeto a los derechos humanos se está convirtiendo en un privilegio de las clases medias acomodadas. El deterioro económico provoca que el extranjero sea recibido como una amenaza. La identidad es el refugio de los pobres destinados a convertirse en miserables. Así está el mundo de hoy.
Por eso mi idea de la Constitución es modesta y sólo pretende andar por mi casa. Yo soy uno más y vivo lleno de precauciones. No pretendo dar lecciones, pero me busco mi equipaje. Si me atrevo a abrir un relato constitucional es porque necesito combatir la mentira con una modesta reivindicación de la verdad. No es la Verdad sagrada de valores esenciales al margen de la historia. Líbreme la conciencia de volver a creer en un sentido común nacido para legitimar a las clases dominantes y al machismo en nombre de Dios o del Mercado.
Prefiero una verdad pactada, inventada en común como respuesta histórica a una situación política precisa. Una verdad en movimiento igual que un relato. Condenados al instante de la actualidad, convertidas las horas en una mercancía de usar y tirar, la aceleración es el tiempo del instante, de un instante sin pasado y sin compromiso de futuro. La idea neoliberal del tiempo rompe el diálogo generacional, corta la narrativa humana y llena el mundo de viejos cascarrabias y de jóvenes hedonistas. Unos piensan que la nueva generación es tonta y otros piensan que no tienen nada que aprender de sus mayores.
Frente a la idea neoliberal del tiempo como mercancía de usar y tirar, me gusta el relato de un optimismo melancólico, los argumentos de las generaciones humanas capaces de sentirse herederas. Yo me siento heredero de algunas organizaciones que se jugaron la vida durante muchos años de clandestinidad para lograr la democracia. Es mentira que hubiese una mayoría antifranquista en España. Al preparar mis clases de literatura he aprendido en novelas, poemas y obras de teatro, que el progreso de los años sesenta hizo que una parte muy importante de la población se acomodase a la falta de libertad, celebrando el disfrute de los electrodomésticos y los coches del nuevo desarrollo industrial.
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Fueron muy pocos los que decidieron unir la conciencia de clase con la conciencia democrática e institucional en la España refitolera de Fraga Iribarne. Y esos pocos sufrieron cárcel, torturas, ejecuciones y soledades. Por eso me siento hoy heredero de sus emociones cuando pudieron leer en 1978 este primer artículo de la Constitución: "España se constituye en un Estado social y democrático de derecho que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político".
Como se trata de un libro abierto y un diálogo generacional, nadie puede pretender inmovilizar la historia. Ser heredero no significa vivir un tiempo paralítico, sino recibir una herencia para adecuarla a cada paso de la historia. La transformación forma parte de la lealtad. La sociedad de 2018 no es la de 1978. La mejor manera de responder a las avaricias del más fuerte y a los poderes salvajes que viven fuera de la ley, es defender un derecho que responda a la vida, el diálogo capaz de encarnarse en instituciones inventadas y compartidas por un entendimiento político y una experiencia común.
No me gustan los bajos instintos que despierta de forma calculada la telebasura. No me gustan los intelectuales que desprecian a la gente. El único punto en el que me salvo del elitismo y de la barbarie es una regulación institucional y democrática de la vida en común. Si alguien me parece idiota, las instituciones que amparan sus derechos me siguen mereciendo respeto. Por eso me dedico estos días a inventarme, frente a las nuevas amenazas de totalitarismo y racismo, un significado personal de la palabra Constitución: el relato mantenido de un diálogo generacional que se toma el tiempo necesario para inventarse una verdad compartida.
Juego estos días a preguntarme qué significa para mí la palabra Constitución. Después de decirme y desdecirme, de escribir y tachar para volver a escribir encima de la tachadura, me decido a quedarme con esta definición para andar por casa, por la casa de mis preocupaciones: la Constitución es el relato mantenido de un diálogo generacional que se toma el tiempo necesario para inventar una verdad compartida.