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Elegía e himno en favor de la política

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Me he repetido muchas veces, como mucha gente se ha repetido, que el conflicto catalán estaba sirviendo para ocultar los otros conflictos que afectan a la sociedad española. Hay dos muy sonoros: la corrupción y la desigualdad. Por dura que sea la desigualdad social generada por el neoliberalismo galopante, por muy escandalosa que haya sido la corrupción representada por el PP y Convergència, la política española ha estado marcada por un debate de banderas.

Para pensar las cosas en serio no basta con comprender la superficie de esta ocultación. Hay que hacer un esfuerzo por buscar otros lazos entre corrupción, desigualdad y banderas. Que al nacionalismo catalán y a la derecha española le haya sido tan fácil ocultar la desigualdad social generada por sus propias políticas económicas con la excusa del enemigo externo se debe desde luego a una pérdida radical de prestigio de la política. La sospecha sobre la política, tan acrecentada por la corrupción o por su incapacidad de solucionar los problemas de la gente, no sólo ha generado desprecio para los políticos, sino que ha servido también para hacer desaparecer a la política de los ámbitos de actuación social.

Más que debates ideológicos, la gente se moviliza por Causas. El pensamiento democrático ha demostrado a lo largo de los años, con estudios jurídicos y sociológicos de calado, que el endurecimiento de las penas no provoca una reducción de los delitos y que la cadena perpetua o la pena de muerte sólo sirven para confundir la justicia con la venganza. El asesinato de una pobre muchacha y la infamia de un canalla particular, rumiados por los medios de comunicación de forma impudorosa, permiten que el padre de la víctima acumule firmas en favor de la prisión permanente renovable, o sea, una nueva forma de cadena perpetua. Quien quiera salirse de la lógica de la indignación primaria corre el peligro de quedarse fuera de la dinámica social.

Eso es lo que ha ocurrido también en el debate catalán. Parecía obligado elegir un bando para gritar. El nacionalismo catalán representado por Pujol y sus herederos ha mantenido una doble estrategia durante años: jugó a hacer política de Estado, pero al mismo tiempo invertía dinero y muchos esfuerzos en convertir su ideología en un movimiento social no dirigido por políticos. Cuando Puigdemont comprendió el pasado mes de octubre que la única salida sensata para el proceso era la política (una convocatoria de elecciones desde la propia Generalitat), no tuvo fuerzas para tomar la decisión, atemorizado por una dinámica que lo sobrepasaba.

Divertidos o indignados con su fuga a Bélgica y sus mensajes telefónicos, pocas personas parecen dispuestas a pensar en el paulatino empobrecimiento de la cultura catalana, la más viva de España durante décadas, conducida por el nacionalismo hacia una realidad provinciana cada vez más triste. Al calor de los enfrentamientos, nadie se para a pensar que el catalán, una lengua minoritaria en una realidad globalizada, sólo puede resistir y demostrar en el mundo su altísima tradición y su muy importante literatura, con la ayuda de una lengua hermana como la española, que se acerca a los 500 millones de hablantes y que se extiende de manera veloz sobre el futuro junto al chino y el inglés. ¿De verdad que nadie puede vivir como propio el empobrecimiento de algo que tiene al lado?

En la otra parte del conflicto, la más responsable porque ocupa una posición de fuerza, parece que nadie es consciente de la degradación que supone para la democracia española haber renunciado a la política en favor de las consignas patrióticas, la policía y los jueces. Y el problema se ha acrecentado también cuando los jueces olvidaron su oficio, como los políticos el suyo, y se dedicaron a participar en las Causas y las indignaciones patrióticas o populares más que en la aplicación de la ley. Entre la corrupción y sus órdenes en el conflicto catalán, el PP ha colocado a España en un lugar vergonzoso en el panorama internacional.

Palabras en el cubo de basura

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Cuando hablo de empobrecimiento, me interesa más la cultura que la movilidad empresarial, porque los dueños del dinero tienen siempre un mismo objetivo, ya estén en Madrid, Valencia, Sevilla o Barcelona. También el proceso nacionalista ha empobrecido mucho la cultura española. Algunas de las mejores cabezas de nuestro pensamiento han acabado en fabricadoras de libros o artículos baratos de autoayuda para votantes de Ciudadanos.

El caso es que estamos sin política, en manos de una lógica patriotera que nos acerca a lo peor de los movimientos nacionales que infectan la vida europea de vientos reaccionarios. El intento de crear un nuevo patriotismo basado en la reclamación popular de dignidad democrática y servicios públicos decentes ha sido borrado por el viejo patriotismo de las banderas manchadas de soberbia y autoritarismo. Que la experiencia de la gente sencilla, afectada por la explotación, se identifique con estas banderas y busque sus salvadores en sus verdugos, es el máximo problema que tiene hoy una izquierda en fuera de juego.

Para abordar este problema, para imaginar sus cambios constitucionales, sus acuerdos y su necesaria recuperación de la política, me parece conveniente cuidar un equipaje ético con dos ideas fundamentales. Una: la gente no es tonta y gusta de las cosas normales. Dos: al margen del Estado de derecho, sólo tiene futuro la ley del más fuerte.

Me he repetido muchas veces, como mucha gente se ha repetido, que el conflicto catalán estaba sirviendo para ocultar los otros conflictos que afectan a la sociedad española. Hay dos muy sonoros: la corrupción y la desigualdad. Por dura que sea la desigualdad social generada por el neoliberalismo galopante, por muy escandalosa que haya sido la corrupción representada por el PP y Convergència, la política española ha estado marcada por un debate de banderas.

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