Las emociones nacen en un fondo de verdades y mentiras que se hacen parte de nosotros y que a través de nosotros se convierten en realidad. Lo normal es que salten donde menos se piensa y por eso merece la pena pensarlas mucho, intentar que se hermanen con nuestras razones y con nuestra razón. Las emociones separadas de la razón producen tantos monstruos como la razón distanciada de la responsabilidad ética de las emociones.
La semana pasada tuve la suerte de participar en una visita de respeto y homenaje a las tumbas de Antonio Machado y Manuel Azaña que organizó el presidente del Gobierno de España. Después de más de 40 años de Constitución democrática, era la primera vez que un presidente en ejercicio y en representación de la sociedad española viajaba a Colliure y Montauban para homenajear a dos símbolos decisivos del exilio republicano, es decir, de la legalidad española interrumpida por el golpe militar de 1936.
A lo largo de mi vida he visitado con emoción muchas tumbas de exiliados (escritores, políticos, soldados, niños…). Iba con mis sentimientos, mis colores, mis melancolías, mis sueños particulares. Pero en este viaje sentí la importancia de pasar de la primera persona del singular a la primera persona del plural. No era una melancolía personal, sino un reconocimiento oficial del presente político español lo que se acercaba a la tierra en la que descansan Azaña y Machado. Ese matiz me pareció lo mejor, lo más importante del viaje.
Por eso cobró gran valor el discurso que Pedro Sánchez pronunció en la playa de Argelès-sur-Mer, lugar convertido en campo de concentración por las autoridades francesas en 1939 para recibir a los miles de españoles que escapaban del fascismo. Al pedir perdón a los exiliados españoles y a las víctimas del golpe militar de 1936 por llegar con 40 años de retraso a Montauban, Colliure y Argelès, el presidente de Gobierno consiguió que la democracia española recuperase su puntualidad. Iba a escribir "y también su puntería", pero ni la memoria del pasado, ni la realidad del presente me permiten jugar de manera metafórica con las armas de fuego.
Las emociones, como digo, saltan de forma inesperada. Junto a las tumbas de Machado y Azaña había mucha gente. Los periodistas, los herederos del exilio, los curiosos, las autoridades locales y los visitantes formaban un pequeño tumulto. Era difícil sentir la emoción que suelen favorecer las soledades.
Ver másUna multitud que ama y pide la palabra
En medio del tumulto, tampoco me ofendieron –y la ofensa es un tipo de emoción– los gritos de algunos jóvenes independentistas catalanes que se acercaron a boicotear el acto. Resultaba curioso verlos, con una pinta de neonazis emocionados y reafirmados en su identidad, llamar fascistas a Nicolás Sánchez Albornoz, Paco Ibáñez, Ian Gibson, Rosa León y Almudena Grandes. Pero así es la historia con sus emociones y sus fundamentalismos: un joven bien alimentado por una democracia heredada puede considerarse con el derecho de llamar fascista a una persona de 93 años como Nicolás Sánchez Albornoz, detenido en los años 40 por su lucha contra la dictadura, fugitivo del campo de concentración de Cuelgamuros y exiliado durante décadas en Argentina y Estados Unidos.
En medio del tumulto, no me ofendieron los gritos desquiciados que nos llamaban fascistas en Argelès-sur-Mer. Para bien o para mal, he aprendido a elegir y meditar mis emociones, aunque a veces salten donde menos se piensa. De pronto me emocioné al ver a una anciana que, con un acento francés muy perceptible, levantaba la voz para gritar "Viva España". Aquella voz viva y desconocida me emocionó más que las tumbas admiradas. Un amigo de Toulouse me contó después que la anciana había salido al exilio en 1939 junto a su padre, un militante comunista de Almería que murió en 1940 en Argelès por culpa de una pulmonía. Uno más de los miles de españoles muertos por la dignidad de su país a causa de las heridas de guerra, las ejecuciones, el desamparo, la irracionalidad y el agotamiento. "Viva España", murmuré al pasar junto a ella, dispuesto a razonar mis emociones y a poner mis sentimientos al servicio de la igualdad y la dignidad humana, de nuevo en peligro por culpa del supremacismo y la extrema derecha populista de Europa.
Como le doy vueltas a todo, considero a veces que la facilidad con la que me emocionan los ancianos es un síntoma de que este tiempo que vivo ya no es el mío. Pero sigo dándole vueltas a las cosas y prefiero llegar a la conclusión de que cualquier tiempo es oportuno para la voluntad cívica de equilibrar las emociones y la razón democrática, o también la razón y las emociones democráticas. No podemos permitir que nada ni nadie nos hiele el corazón o nos queme la razón.
Las emociones nacen en un fondo de verdades y mentiras que se hacen parte de nosotros y que a través de nosotros se convierten en realidad. Lo normal es que salten donde menos se piensa y por eso merece la pena pensarlas mucho, intentar que se hermanen con nuestras razones y con nuestra razón. Las emociones separadas de la razón producen tantos monstruos como la razón distanciada de la responsabilidad ética de las emociones.