Envejecer con ella

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Tal vez se trata de la misma ilusión, pero su voz seductora siempre ha elegido el vocabulario y el tono según las necesidades de la edad. Llevamos muchos años hablando de todo. Vivir con ella supone provocar en cualquier momento conversaciones sobre el amor, el odio, el miedo, la alegría, las ilusiones y el lugar melancólico de los sueños perdidos. Los sueños perdidos son un lugar, igual que el presente, eso dice ella, y conviene hacer los lugares habitables para encontrar en el fuego lo mejor de nosotros, no un caldo sucio de rencores y facturas.

De niño me regaló la imaginación envuelta en los versos de Espronceda, Zorrilla, el Duque de Rivas y Campoamor. Una pirata me habló de la libertad, un Cristo de las promesas que deben cumplirse, un castellano viejo de la dignidad más valiosa que cualquier palacio y un enamorado de las cartas de amor que escribe la muerte. La imaginación me ayudó a mirar por las cerraduras de las puertas en busca de los otros. Y comprendí el dolor ajeno hasta el punto de hacerlo propio. Mirar por el ojo de una cerradura es también una forma de buscarse a uno mismo.

En la adolescencia comprendí el sentido de la soledad y la tristeza gracias a Gustavo Adolfo y Rosalía. Hay mucho de máscara y de falso en los gritos, sobre todo si intentamos hablar de las cosas importantes, y conviene pensar las palabras, sugerir, enfadarse a media voz, amarse en un susurro. Saber de soledades es muy importante cuando uno está decidido a embarcarse en una ilusión colectiva.

La juventud con ella fue una apuesta erótica y cívica por la plenitud, un compromiso de rebeldía como norma. Rebeldía con Leopardi contra los que quieren hacer incompatible el vitalismo y la lucidez. Rebeldía con Baudelaire por la velocidad de las ciudades modernas que nos hacen y nos deshacen. Rebeldía con Cernuda contra la superstición de las victorias. Rebeldía con Blas de Otero contra la superstición de las derrotas en esta vida que, como murmuró García Lorca, no es noble, ni buena, ni sagrada. María Zambrano me ayudó a darle vueltas a una razón poética.

De juventud y madurez fueron las palabras en el tiempo de Antonio Machado, su escepticismo con creencias, una fatalidad vital que le da a los versos más claros y descriptivos la música de la meditación, la profundidad coloquial de un pensamiento en el que se puede compartir la intimidad o el rumor de las plazas. En esas plazas y en esa intimidad me cité con Ángela Figueras Aymerich, Gloria Fuertes, Pasolini, Jaime Gil de Biedma, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Francisco Brines, Joan Margarit y Patrizia Cavalli.

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Desde la niñez a la madurez la poesía se empeñó en explicarme su paradoja: tener imaginación es la forma más honesta de sentirse responsable. La hostilidad del mundo exterior no vale de excusa si de lo que se trata es de mirarse a los ojos y preguntarse: ¿qué puedo hacer yo?, ¿qué debo hacer yo? La verdad es una amante muy desprestigiada, hemos descubierto mil razones para dudar de su compañía, nos ha presentado a novios insufribles, pero tampoco es aconsejable vivir sin ella, echarla fuera de la pandilla, quedarse sin su luna en una barra de bar llena de cínicos, mentirosos y bocas sin escrúpulos y sin crepúsculos.

Esta lección imaginativa de la responsabilidad es lo que más le agradezco a la poesía mientras envejezco con ella. Porque el mundo cambia, la tecnología le da la vuelta a la piel del mundo, el horizonte es un sumidero roto por el que se escapa el agua… y ya me queda lejos incluso el presente. Pero la poesía me ha enseñado la responsabilidad como única forma de buscar las palabras sin engañarme. Verdad, destino, historia y vida.

No son las redes, son nuestros dedos sobre las redes. No es el pasado, es nuestro olvido. No es la política, es el vértigo de los que opinan que mentir es la única manera de estar en posesión de la verdad. Cuando quieren convertirnos en fieras a través la confusión entre lo privado y lo público, no es mala respuesta encontrar la poesía que llevamos dentro.

Tal vez se trata de la misma ilusión, pero su voz seductora siempre ha elegido el vocabulario y el tono según las necesidades de la edad. Llevamos muchos años hablando de todo. Vivir con ella supone provocar en cualquier momento conversaciones sobre el amor, el odio, el miedo, la alegría, las ilusiones y el lugar melancólico de los sueños perdidos. Los sueños perdidos son un lugar, igual que el presente, eso dice ella, y conviene hacer los lugares habitables para encontrar en el fuego lo mejor de nosotros, no un caldo sucio de rencores y facturas.

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