Las catástrofes han cruzado estos días el mundo. Un incendio devora los bosques de una isla, un huracán muerde el cuerpo de varios países, un temblor hunde casas en México. La fragilidad de la existencia está ahí, a la vuelta de la esquina, en manos del fuego, el agua, la tierra y el viento. No sólo afecta a las vidas individuales, sino también a las casas, al lugar en el que fijamos la posibilidad de habitar, ese refugio en el que queremos cuidar el diálogo entre el espacio y el tiempo.
Cuando el 19 de septiembre de 1985 un temblor se abalanzó como un tigre sobre México, el poeta José Emilio Pacheco escribió del desamparo y la fragilidad: “La casa que era defensa contra la noche y el frío, la violencia de la intemperie, el desamor, el hambre y la sed, se reduce a cadalso y tumba”. Aquel lugar que edificamos para combatir la fragilidad y para sentirnos a salvo de la intemperie se viene abajo. Al convertirse en escombros, al caer sobre nuestros cuerpos, nos recuerda que somos parte de la naturaleza, que convivimos con el hambre y con la sed, que caminamos al borde de una tumba.
Como es lógico en estos casos, uno siente también la intemperie y pregunta por la suerte de los amigos. Dan noticia mientras ellos mismos reciben noticias. A través de la ciudad se recupera la comunicación, las hijas están bien, la madre por fortuna había salido de casa en ese momento, en la oficina hubo un susto grande, se han caído los cuadros y las estanterías, volví a casa y me esperaban todos los libros por el suelo.
Los cuadros en los que el arte quiso fundar su naturaleza autónoma, figurativa o abstracta, están por los suelos. Los libros en los que fue sedimentado el relato humano, con su equipaje de ideas, polémicas y estudios minuciosos sobre la realidad convertida en cultura, están por el suelo. Todas las catástrofes naturales son sociales, y todas las catástrofes sociales tienden a convertirse en una naturaleza. Para ser pisados en el suelo, ahí, revueltos, están Aristóteles y Descartes, Platón y Mercè Rodoreda, Marx y Baudelaire, Sor Juana de la Cruz y María Zambrano, Ana María Matute y José Emilio Pacheco. Ningún rapto literario se hubiese aventurado a imaginar que un mismo 19 de septiembre, 32 años después, la catástrofe iba a celebrar su memoria y su fidelidad.
Los libros son un tumulto, un testimonio, una acumulación. Igual que la gente que baja a la calle y se pone a quitar piedras en busca de supervivientes. Somos naturaleza y nos parecemos al huracán cuando agredimos. Somos naturaleza y nos parecemos a la luz del alba o de la linterna cuando ayudamos. Los amigos se consuelan de la desgracia hablando de solidaridad. Mientras los políticos hacen declaraciones que nadie se toma en serio –después de las mentiras, la corrupción y la violencia–, la gente conmueve y se conmueve, forma parte del drama, parte de la naturaleza. Y corre a ofrecer ayuda, a quitar escombros, a buscar supervivientes.
Bajo los escombros de este planeta está el cuerpo de la política. Y es necesario salvarla, aunque la risa del cínico desprecie con la palabra buenismo a los que intentan buscar un latido debajo de las piedras. En medio de los temblores, los huracanes y los incendios, hemos oído en la ONU un discurso de Trump que anuncia la destrucción de un pueblo, y hemos visto a Kim Jong-un, el dictador de las muchas risas y la poca gracia, jugar con amenazas nucleares sobre el mundo. Nuestra tecnología estalla sobre la naturaleza, sobre nosotros. Se acusan de lunáticos entre sí, pero la luna forma parte de la naturaleza, de sus ciclos de desamparo y de supervivencia, mientras que Trump y Kim Jong-un representan una historia sin control, desquiciada, incapaz de dominarse a sí mismo. Nos llevan a todos a un eclipse sin retorno.
También siento la risa de los cínicos cuando repito una y otra vez que hace falta un diálogo serio y político para resolver la crisis de Cataluña. ¿Político? ¡Pero si son los políticos los que lo han complicado todo! Pues, sí, pero la política que lo complica todo, es la única que puede solucionar las cosas en la conciencia de los temblores, de la fragilidad natural, de la intemperie que se da hasta en el interior de las casas. No queda otra: si queremos ser y estar, si queremos fundar una habitación para el espacio y el tiempo, debemos buscar el cuerpo de la política bajo los escombros.
Debajo de la ingenuidad y el descrédito, de la demagogia y la verdad, de las razones y las mentiras, con la paciencia del mundo natural, acompañada sólo por un fatigado instinto de supervivencia, con un latido cada vez más frágil, espera la política.
Las catástrofes han cruzado estos días el mundo. Un incendio devora los bosques de una isla, un huracán muerde el cuerpo de varios países, un temblor hunde casas en México. La fragilidad de la existencia está ahí, a la vuelta de la esquina, en manos del fuego, el agua, la tierra y el viento. No sólo afecta a las vidas individuales, sino también a las casas, al lugar en el que fijamos la posibilidad de habitar, ese refugio en el que queremos cuidar el diálogo entre el espacio y el tiempo.