El ser humano no es un negocio

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Llama la atención el poco respeto y el mucho interés que siente la derecha política por la cultura. El grito “muera la inteligencia” de Millán Astray o la frase atribuida a Goebbels “cuando oigo la palabra cultura echo mano a mi pistola” llevan al extremo una animadversión que también se deja notar en las organizaciones democráticas conservadoras. Una prueba de ello ha sido el anuncio de Feijóo de que en un posible Gobierno del PP eliminaría los Ministerios de Igualdad y de Cultura. También es sintomático que el debate crítico sobre la reducción ministerial haya dedicado mucho más espacio a la igualdad que a la cultura. Tan llamativa debería ser una carencia como otra.

Integrar la cultura en otro ministerio supone, desde luego, restarle valor. Es una forma de interesarse por la cultura, advertir en ella un peligro, convenir la rebaja de sus competencias. Si los presupuestos dedicados a la cultura en España son bastante limitados en comparación con democracias como la francesa o la alemana (ya sea en ayuntamientos, comunidades o el gobierno nacional), integrar cultura con turismo, educación y deportes agrava la falta de inversión en su campo particular. Y no se trata de evitar que los intereses se relacionen, porque la cultura está vinculada a los otros ámbitos, sino de evitar que se diluya su protagonismo institucional y social con una pérdida significativa de atención.

La cultura es un valor decisivo para asumir que el ser humano no es un negocio. Y no se trata de desatender o despreciar la economía, porque el papel de las industrias culturales y de los universos de la lengua es cada vez más notable en la producción económica. Pero importa pensar en una economía al servicio de los seres humanos y no en unos seres humanos convertidos en negocio al servicio de una economía. La economía nunca se deshumaniza. En el peor de los casos, convierte al ser humano en tornillo, mercancía o estiércol para abonar la producción. La apuesta por la cultura supone abrir un debate sobre la realidad, abrir conciencias, hacer comunidad con los sentimientos individuales, compromisos de vida a través de la emoción y el conocimiento.

Se aceptan con normalidad las inversiones y las ayudas fiscales en apoyo a las grandes constructoras, las fábricas de coches, las empresas energéticas, los programas turísticos o las cadenas alimentarias. Pero cada vez que aparece la cultura, muchas voces escandalizadas echan mano a la palabra pesebre para denunciar las humildes inversiones en la inteligencia colectiva. Y el director de teatro o el músico que necesitan financiación para poner en marcha un proyecto resultan más peligrosos que el gran empresario que firma con el Estado un contrato millonario por el cual acomete una obra dejando claro que los posibles beneficios serán para él y las posibles pérdidas serán responsabilidad única del Estado.

El director de teatro o el músico que necesitan financiación para poner en marcha un proyecto resultan más peligrosos que el gran empresario que firma con el Estado un contrato millonario

La cultura es una utilidad democrática de primer grado y su deterioro acompaña siempre el deterioro de la democracia. La realidad actual necesita encontrar respuestas a las dinámicas que se mueven en torno a la identidad, la libertad y la conciencia. Nuestras sociedades democráticas han sido empujadas por el neoliberalismo a la fragmentación de los compromisos colectivos, entendiendo la libertad como la ley del más fuerte, la conciencia como un sentir manipulable por las argucias del entretenimiento consumista y la identidad como una afirmación sectaria y egoísta en el espacio público. Las búsquedas colectivas de la verdad vuelven a entenderse como afirmaciones de dogmas esenciales.

Encuentro pocas respuestas al esencialismo dogmático y al individualismo egoísta si no es en la cultura y, como diría Juan Ramón Jiménez, en la lectura culta de lo popular. La cultura hace comunidad. Cuando un actor sale al escenario, cuando una escenógrafa compone un espacio, cuando un pintor materializa su mirada, cuando una poeta habla de su amor, cuando un cantante pone música a un estado de ánimo, cuando una narradora encarna en una vida personal una historia de todos, pasan de su yo biográfico a un yo artístico, a una emoción que ya no habla sólo de una experiencia personal, sino de los valores del ser humano.

La cultura no es un pesebre, es una fiesta. Nos convoca en la plaza, en el espacio común, para enseñarnos las diferencias entre las tradiciones y el tradicionalismo, la pureza y el puritanismo, los amontonamientos y la comunidad. 

Llama la atención el poco respeto y el mucho interés que siente la derecha política por la cultura. El grito “muera la inteligencia” de Millán Astray o la frase atribuida a Goebbels “cuando oigo la palabra cultura echo mano a mi pistola” llevan al extremo una animadversión que también se deja notar en las organizaciones democráticas conservadoras. Una prueba de ello ha sido el anuncio de Feijóo de que en un posible Gobierno del PP eliminaría los Ministerios de Igualdad y de Cultura. También es sintomático que el debate crítico sobre la reducción ministerial haya dedicado mucho más espacio a la igualdad que a la cultura. Tan llamativa debería ser una carencia como otra.

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