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La identidad nacional

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Los valores de la razón, por justos y abstractos que sean, necesitan un tejido sentimental para existir. Yo escribo libertad, igualdad, fraternidad, justicia social, derechos humanos… y asumo un convencimiento abstracto que necesita poner los pies en la tierra, es decir, en la memoria, o en la memoria convertida en una tierra.

Afirmo con decisión que no soy nacionalista, pero cuando me miro al espejo, cuando reconozco que hay canciones y recuerdos que me emocionan, que me acercan a mí mismo, debo admitir que soy un republicano español, y un heredero de los luchadores clandestinos contra el franquismo, un rojo español. Para qué me voy a engañar: las hermosas ideas de libertad, igualdad, fraternidad, justicia social y derechos humanos se me quedan en el vacío, dejan de ser sentimientos íntimos, si las separo de la historia de España.

Hasta los escritores menos nacionalistas tienen momentos de sinceridad y orgullo en la identidad nacional. Max Aub fue un narrador judío de origen alemán nacido en Francia, educado en España y condenado por la guerra civil a un largo exilio en México. Eligió una identidad, la de republicano español, y juntó los valores abstractos republicanos a la historia concreta de un país. En mis clases de la literatura del siglo XX, suelo leer unos párrafos de su novela Campo de los almendros (1968). Un padre habla con su hijo, acaban de perder una guerra, están en un campo de concentración en el que se acumulan hombres sucios, hambrientos, derrotados, miserables. Pero el niño debe mirarlos bien porque son los seres más dignos de la historia de Europa, los que han encontrado fuerzas en su soledad para luchar durante tres años contra el fascismo, defendiendo la libertad de su país. Yo, que no soy nada nacionalista, siento cómo se me hace un nudo en la garganta cada vez que leo esta página de Max Aub.

Francisco Ayala, contrario al sentimiento nacionalista desde que sufrió en Alemania las manipulaciones intelectuales del nazismo, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo humano (y español) al ver a los viejos soldados de su República participando en la liberación de París. Escribió un artículo titulado Los guerrilleros (1944). Los españoles habían sufrido el abandono de las democracias europeas en manos del fascismo, habían sido amontonados en campos de concentración en el sur de Francia al perder su tierra, pero protagonizaban el hecho heroico de liberar a sus propios verdugos.

Vuelvo a estos recuerdos literarios porque me extraña la simpleza y facilidad con la que se separan los derechos abstractos y los sentimientos nacionales en los debates políticos que hoy nos afectan. Va a ser muy difícil construir una Europa justa, sin que las fronteras se llenen de alambradas y los negocios de nuevos colonialismos camuflados, si no construimos una identidad sentimental o nacional europea. Y va a ser imposible buscar soluciones racionales para la democracia española si no aceptamos la legitimidad de los sentimientos nacionalistas.

La caída del deseo independentista en el País Vasco es una de las pocas noticias alegres que he leído en la última semana. Hablo por mí, feliz para mí, desde luego. El diálogo democrático es un ámbito que permite el entendimiento y suaviza los conflictos. En un ensayo reciente, La desfachatez intelectual (2016), Ignacio Sánchez-Cuenca ha estudiado la sinrazón de algunos escritores que se pusieron al servicio del Partido Popular y de UPyD en la manipulación política del terrorismo de ETA. Porque una cosa es rechazar de forma tajante la violencia y otra muy distinta negarle la legitimidad política e intelectual al nacionalismo o al independentismo.

La política manipuladora del Partido Popular llegó a acusar a los socialistas Jesús Egiguren y José Luis Rodríguez Zapatero de hacerse cómplices de los terroristas de ETA. Todavía hoy asistimos a la manipulación zafia del dolor provocado por el terrorismo. Y, sin embargo, estoy convencido de que el diálogo abierto para poner fin a ETA y la experiencia democrática posterior no sólo han permitido la desaparición de la violencia, sino también esta caída notable de los sentimientos independentistas en el País Vasco. Egiguren y Zapatero lograron mucho más que las proclamas patrióticas y la suspensión autoritaria de los derechos democráticos.

Deberían tenerlo en cuenta todos los que se niegan a hablar con los nacionalistas catalanes, todos los que convierten el sentimiento independentista en un crimen. El derecho a decidir es el modo democrático de articular valores abstractos y sentimientos nacionales o personales. Estoy convencido de que sólo el respeto democrático puede crear un nuevo horizonte en la inercia sentimental que empuja a Cataluña hacia la independencia. Hablar para entenderse, para gobernar, para conocer al otro, para rozarse, para solidarizarse, para sentimentalizarse, para que los llamados derechos históricos no se confundan con los privilegios económicos… Es mi idea, claro, la idea de un rojo español que no quiere la independencia ni la desigualdad, pero que defiende y respeta la voluntad de las urnas.

Las urnas se inventaron para desdramatizar los conflictos y dramatizar la representación. Los únicos peligros verdadero de las urnas están en la violencia y las amenazas bélicas. ¿Por qué no hablar? Los españoles podemos sentirnos orgullosos de haber acabado democráticamente con la violencia de ETA y de vivir hoy una historia muy alejada del peligro de las guerras civiles. ¿Por qué no hablar?

Los valores de la razón, por justos y abstractos que sean, necesitan un tejido sentimental para existir. Yo escribo libertad, igualdad, fraternidad, justicia social, derechos humanos… y asumo un convencimiento abstracto que necesita poner los pies en la tierra, es decir, en la memoria, o en la memoria convertida en una tierra.

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