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Imaginar el futuro

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El tiempo humano parece un idioma, mantiene su unidad en la diversidad. Los años y la geografía matizan la forma de hablar, el tono y el vocabulario, pero las variedades no rompen una lengua, aunque suene de forma distinta en Salamanca o en Cádiz, en Barcelona o en México. El tiempo que llevamos en el corazón se comporta de la misma manera, porque el presente no llega nunca a separarse del pasado. También resultan una falsificación las utopías que se instalan en el futuro sin mantener los pies en el presente. Resultan muy peligrosos los dogmas que nos quieren regir desde el futuro, sustituyendo la voluntad presente de imaginar un futuro discutido en común.

La literatura cultiva la unidad de pasado, presente y futuro como el mejor huerto para definir la condición humana, ese legado de las palabras y los años en el que la historia se hace vida y las ideologías pasan del nosotros al yo para volver después del yo al nosotros. Al dar testimonio de la existencia, al sostener una huella en la arena del tiempo, la literatura nos invita a comprender y sentir el modo en el que un pasado fue constituyendo nuestro presente. De la misma manera, cuando imaginamos el futuro no hacemos otra cosa que meditar sobre las posibilidades y los peligros de la realidad más actual. Es lo que, como se sabe, hizo Orwell en su novela 1984.

Si hoy nos ponemos a imaginar el futuro, podemos intuir un mundo en el que la política democrática es sustituida por el imperio de los millonarios. Tan común se ha hecho el descrédito de la política, todos son iguales, todos mienten, que se corre el peligro de que la gente se ponga en manos de las personas que no atienden al bien común de los valores y confunden la vida con un supermercado y con la rentabilidad de sus negocios. Una distopía puede imaginar un argumento en el que un gran empresario, representante de las enormes fortunas, se convierta en líder político. Pensar en personajes como Donald Trump o Silvio Berlusconi ayuda a comprender hasta qué punto la imaginación del futuro es un modo de reconocer el presente que habitamos.

Pero podemos aprovechar las situaciones para distinguir otros matices de interés. Por ejemplo, ya sabemos que, en el neoliberalismo desatado, los políticos de derechas no se dedican por lo general a defender el bien común, sino que favorecen los privilegios de las grandes fortunas a las que representan. Podría pensarse que esa pantomima sirve de poco y que sería mejor que los poderosos diesen un paso al frente y se dejasen de marionetas, que enseñaran ellos mismos la cara al defender una fiscalidad injusta, una bajada de impuestos a los ricos, una privatización de los servicios públicos o un poder judicial dominado por sus corrupciones y sus intereses. Creo que nos equivocaríamos al pensar así y basta de nuevo con fijarnos en Trump y Berlusconi. Las marionetas guardan las formas y conservan un motivo democrático de esperanza.

Una marioneta, también nos lo ha enseñado la literatura, puede de pronto tener alma, hacerse persona y cansarse de que unas manos ajenas muevan los hilos

Una marioneta, también nos lo ha enseñado la literatura, puede de pronto tener alma, hacerse persona y cansarse de que unas manos ajenas muevan los hilos. Tener alma supone sentir los latidos del corazón y procurar que las razones se abracen con los sentimientos para ver un mundo en el que los salarios sufren, la sanidad se desploma, muchos medios de comunicación se dedican a mentir, la educación es sustituida por un nuevo analfabetismo y algunos jueces resultan más peligrosos para la democracia que los delincuentes. Al leer una novela escrita allá por 2022, la marioneta puede sentir que ese futuro distópico se parece demasiado a la realidad y reaccionar en busca de alma propia, negándose a ser manipulada de una forma tan impía. La marioneta con vida propia puede ponerse a hablar con las palabras de la sociedad que representa, sin responder a las consignas de una jerga hostil.      

También en el ridículo hay grados. Decir incongruencias, equivocarse en citas, desmentir hoy lo que se dijo ayer o dar muestras de no saber muy bien de lo que se habla, no es tan grave como perder del todo la vergüenza y dejar que jueguen con tu sí y tu no como si fueras un pobre muñeco. Juntos podríamos imaginar otro futuro.

El tiempo humano parece un idioma, mantiene su unidad en la diversidad. Los años y la geografía matizan la forma de hablar, el tono y el vocabulario, pero las variedades no rompen una lengua, aunque suene de forma distinta en Salamanca o en Cádiz, en Barcelona o en México. El tiempo que llevamos en el corazón se comporta de la misma manera, porque el presente no llega nunca a separarse del pasado. También resultan una falsificación las utopías que se instalan en el futuro sin mantener los pies en el presente. Resultan muy peligrosos los dogmas que nos quieren regir desde el futuro, sustituyendo la voluntad presente de imaginar un futuro discutido en común.

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