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La ley como contrapoder

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¿Qué es ser un poeta? Acostumbrado por vocación a convertir mi oficio en el primer ámbito de compromiso con la sociedad, no me conformo sólo con la exigencia evidente de honestidad en el estilo, esa relación íntima que cada escritor establece con el patrimonio común de un idioma. Necesito también vigilarme, ser precavido conmigo mismo, cuestionar el sentido y las consecuencias de mi honestidad.

Por eso vuelvo con frecuencia a Albert Camus. El mundo que vivimos, el mundo que nos hace y nos deshace, me invita a recordar con frecuencia el discurso que escribió en diciembre de 1957 para aceptar y dar las gracias por el Premio Nobel. En estos días de conflicto callejero y parlamentario han circulado por Twitter algunas de sus frases. Yo recuerdo aquí esta reflexión: "Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión–, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir".

Los momentos de quiebra se suceden, son una insistencia en el fluir de la historia. La necesidad de impedir que el mundo se deshaga cobra de nuevo actualidad en el vértigo de estos años en los que la soberanía democrática se degrada hasta límites insoportables, los medios de comunicación generan las opiniones que necesita el dinero para imponer su avaricia, las realidades virtuales sustituyen en el discurso a la experiencia histórica de carne y hueso y los derechos humanos se pudren en las fronteras, invitándonos a ser diferentes, a distinguirnos del otro.

Pero hay algo que me conmueve, más allá de las semejanzas coyunturales, en esta tarea no de cambiar el mundo, sino de impedir que se deshaga. El compromiso con lo anterior, la necesidad de resistir en épocas innobles, significa el reconocimiento de un diálogo generacional que deja fuera de lugar a los viejos cascarrabias (esos que opinan que los jóvenes son tontos) y a los jóvenes adánicos (esos que sienten que van a inventárselo todo porque no tienen nada que heredar de sus mayores, ni siquiera su experiencia del mal y del miedo). La dignidad de vivir y de morir necesita el diálogo con el pasado como restauración de una posible confianza en el futuro. Digo posible, porque más vale que sólo nos movamos en el modesto terreno de las posibilidades. Oponerse al nihilismo sin caer en el dogma fue una de las mejores lecciones de Camus, partidario de las utopías modestas.

Confieso que en mi perpetuo diálogo generacional con el viejo Albert Camus, al releer una vez más el discurso de diciembre de 1957, me he detenido con incomodidad en esta frase: "Por eso, los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual". Sentirse incómodo no es negar, sino detenerse a pensar.

Como nos recordó Bernhard Schlink en su magnífica novela El lector, un juez debe comprender, mirar a los ojos del reo antes de dictar sentencia. Eso es cierto, sobre todo cuando uno está acostumbrado a leer y a ponerse en el lugar del otro. Pero esa misma costumbre de leer me invita ahora a pensar desde una perspectiva diferente: en esta época, quizá sea mejor que la sentencia la dicte un juez más que un creador.

Hablo, claro está, de nuestra relación con la ley. La dinámica social impuesta tiende a identificar el progreso con la ruptura, la rebeldía con el desprecio de lo anterior, la libertad con el grito. Es la misma dinámica social que controla las opiniones y las reacciones sentimentales a través de sus medios de comunicación y que trabaja para borrar la memoria y gobernar el descrédito, una forma de nihilismo. Si queremos hacer de la literatura y de la vida un compromiso público con la verdad de la gente, tal vez sea necesario enfrentarse al poder en el terreno de una verdad convertida en verosimilitud, de una legitimidad convertida en legalidad. La verdad no verosímil fracasa en el argumento literario tanto como la legitimidad no legal en la sociedad democrática. La libertad depende de la creación de un orden, no de la llamarada de una ruptura. Un orden con sus jueces.

El trabajo del poeta es ampliar el horizonte de la memoria y la verosimilitud, igual que la ciudadanía necesita  transformar las leyes para situarlas en la legitimidad de su tiempo. Pero para que este proceso no conduzca a la confusión, la decepción o la furia manipulable, es preciso un orden capaz de forzar la realidad, no de negarla, y enfrentarse al poder. En esta sociedad, debe dictar sentencia el juez más que el creador.

Albert Camus no inventó el periodismo, restauró su compromiso independiente para vigilar al poder frente a los demagogos o los cortesanos. Albert Camus no inventó la figura del intelectual, restauró su decencia frente a los que sacrificaban el presente en nombre de la tierra prometida. ¿Existe una forma de creación que no sea un modo de recuerdo?

En fin, ganas de pensar, deseos de ponerse en un compromiso al ser poeta, o periodista, o intelectual, o juez, o ciudadano, o cualquier cosa.

¿Qué es ser un poeta? Acostumbrado por vocación a convertir mi oficio en el primer ámbito de compromiso con la sociedad, no me conformo sólo con la exigencia evidente de honestidad en el estilo, esa relación íntima que cada escritor establece con el patrimonio común de un idioma. Necesito también vigilarme, ser precavido conmigo mismo, cuestionar el sentido y las consecuencias de mi honestidad.

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