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Una multitud que ama y pide la palabra

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Las multitudes son un conjunto de soledades, escribió Baudelaire. La multiplicación de habitantes en las grandes urbes favorecía el anonimato. Además de pasear por los nuevos bulevares del París decimonónico, Baudelaire tenía domicilio en esa ciudad inagotable e íntima que es la literatura, y había leído a Poe. Su cuento El hombre de la multitud ilumina la historia de un individuo que camina a lo largo del día entre cientos de personas desconocidas sin hablar con nadie y sin tener a donde ir. No se equivocaba Pasolini al decirnos que nada es más solitario que una muchedumbre en una plaza del siglo XX.

Federico García Lorca también escribió sobre esta experiencia en Poeta en Nueva York. La vida moderna sufre el desarraigo, la pérdida de identidad, el desamparo, porque vivimos entre gente sin vínculos, vecinos que desconocen su nombre y sus vidas, ascensores o escaleras sin saludos, supermercados sin alma. Cada verso de su libro reconocía la metáfora de la multitud que orina, la multitud que vomita, la multitud que ignora el dolor de la parturienta y la agonía del niño, la multitud en paro, la multitud desquiciada.

Pero en el poema Grito hacia Roma, una maldición contra la Iglesia Católica que traiciona el amor cristiano por su ambición de poder y de represión, García Lorca vivió el deseo de una multitud sin soledades, hermanada por el amor, la justicia y la libertad.

El pasado viernes, 8 de marzo, Madrid fue una multitud sin soledades, un acto de amor, una ciudad que pudo saludarse y reconocerse, un gentío que quiso cuidar sus palabras. ¿Qué palabras? Me hice esa pregunta en la calle de Alcalá, muy cerca de la Plaza de la Cibeles, en medio de miles de cuerpos que no podían dar un paso porque todo estaba lleno de rostros, espaldas, ilusiones compartidas y palabras.

No se trataba sólo de defender la palabra igualdad. Muchas de las personas que estaban allí han exigido durante años la igualdad. No se trataba sólo de la fraternidad, la libertad y la justicia social. Se trataba de afirmar algo más preciso y sin edades en la coyuntura actual: palabras como familia, maternidad, amor y trabajo también nos pertenecen, es decir, que las grandes palabras históricas son inseparables de la vida cotidiana. No podemos dejar el vocabulario de los sentimientos en manos de las ideologías que fundan su dominio en la represión y el odio.

Una tensión democrática

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La vida democrática necesita unir las razones con las emociones, la tecnología con la conciencia ética del humanismo, la institución con la calle, la Historia con la Vida. Quien renuncia a cualquiera de las opciones facilita la quiebra de la convivencia.  ¿Es usted partidaria de la familia?, le preguntaba la Cibeles a la multitud, mirando de reojo a Colón. Por supuesto que sí, contestaba la multitud, y partidaria de la maternidad, y por eso soy partidaria de que el Estado asegure la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, el reparto de los cuidados, el amor sin dominios ni humillaciones, la conciliación laboral. Por eso estoy en contra de la brecha salarial.

¿Y en contra de la mercantilización de los cuerpos? ¿Lo decía la multitud? A mí me gustaría pensar que sí, porque una discusión sobre la palabra libertad también es imprescindible para unir Historia y Vida, naturaleza y justicia, emoción y razón. La libertad no puede confundirse con la potestad del cliente de consumir y comprar lo que quiera. La libertad es la construcción de un marco social en el que todas las personas puedan realizarse en condiciones de igualdad y sin verse obligadas a poner en venta su dignidad y su cuerpo por culpa de unas realidades económicas injustas.

Vivir no es sobrevivir, tener una identidad no supone cerrar las ventanas a causa del miedo, tener hijos no es un mandato de los dioses o los tribunos, sino un acto de amor. Eso dijo la inmensa multitud que habitó con sus palabras y sus cuerpos la ciudad de Madrid el 8 de marzo para celebrar el Día de la Mujer y negarse al machismo.

Las multitudes son un conjunto de soledades, escribió Baudelaire. La multiplicación de habitantes en las grandes urbes favorecía el anonimato. Además de pasear por los nuevos bulevares del París decimonónico, Baudelaire tenía domicilio en esa ciudad inagotable e íntima que es la literatura, y había leído a Poe. Su cuento El hombre de la multitud ilumina la historia de un individuo que camina a lo largo del día entre cientos de personas desconocidas sin hablar con nadie y sin tener a donde ir. No se equivocaba Pasolini al decirnos que nada es más solitario que una muchedumbre en una plaza del siglo XX.

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