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El mundo nos pide la identificación

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Como un policía con modos autoritarios, el mundo nos pide la identificación. Estoy en Londres, en el Teatro Cervantes, acompañado de hispanistas, y la pregunta sobre la historia y el sentido de España se desplaza ahora a la preocupación sobre el futuro del Reino Unido después del Brexit. Pese a los nacionalismos de voz supremacista, el mundo global es un racimo de cerezas. Todo está unido, aunque no dejan de ser extrañas esas dudas sobre el destino inglés, porque hasta ahora los conflictos democráticos flotaban casi siempre sobre España en los encuentros bilaterales. En todas partes quema la historia, y muchas vidas tuvieron motivos para denunciar la piratería y las maniobras oscuras de los intereses internacionales británicos. Pero es verdad que ellos no habían tenido argumentos para poner en cuestión su democracia o para pensar que se la deben a Europa.

Los españoles, sin embargo, estamos acostumbrados a preguntarle a los hispanistas ingleses o irlandeses por nuestro pasado y nuestras razones de vida. Gerald Brenan, Raymond Carr, Hugh Thomas, Paul Preston, Ian Gibson, Trevor Dadson o Catherine Davies son personas a las que debemos una posibilidad de autoconocimiento. En las palabras del otro, hemos podido saber de nosotros mismos. Cuando un territorio se encierra en la relectura quimérica de su pasado y sus fronteras, los viajes y las miradas del extranjero son la mejor ayuda para evitar la intoxicación. Hoy los ingleses, también los catalanes, se preguntan sobre ellos mismos. Estaría bien que encontraran ayuda en los demás.

Como estoy acostumbrado a mirarme desde fuera a través de la poesía, un género que siempre pregunta sobre las cosas desde el otro lado de la puerta, recuerdo en el Teatro Cervantes una pregunta que Shakespeare nos dirigió en Romeo y Julieta: "¿Qué tiene un nombre? Lo que llamamos rosa olería tan fragante como cualquier otro nombre". Shakespeare nos pone a pensar y sentir con frecuencia. Las palabras son pactos entre significantes y significados para crear un sentido. Se fundan en acuerdos humanos que no responden a una ley divina o natural. Por eso el signo lingüístico ha supuesto a lo largo de la historia la mejor metáfora del contrato social. Nacer y crecer en un lugar es nacer y formarse en un idioma. La lengua es nuestra patria, repiten los poetas. Y es cierto, hay mucho de abstracción entre la realidad, la ausencia, la idea y el símbolo en la palabra rosa. Si la hubiésemos llamado de otro modo, también nos olerían sus letras de manera fragante.

Los poetas del siglo XX, que necesitaban dudar de los contratos sociales injustos, repitieron a veces una rebeldía estética que consistió en romper la cadena de los significantes y significados para denunciar los acuerdos que consideraban intolerables. Crearon así un lenguaje que no se entendía o que consagraba la fe en la irracionalidad. Comparar la camisa de un herido con un ramo de rosas mantiene todavía el apego literario al orden racional debido a la imagen de las manchas de sangre. Pero la ruptura se convierte en algo tajante cuando alguien define la belleza como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de operaciones. Recordar el carácter abstracto de los nombres y cambiar los significados permite sublevarse contra las formas de la sociedad.

Me quedo en casa para morderme la lengua

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Sin embargo, la verdadera lección de la poesía es que una vez fundados los nombres entra en ellos la historia hasta llenarlos de intimidad. Quien dice rosa no mueve una abstracción, sino una experiencia de vida que funda la propia identidad en el recuerdo, por ejemplo, de una infancia, el jarrón de una casa materna, el jardín de un amor, la espina de una herida particular, la primavera de un barrio, los olores intensos de la propia identidad. La palabra rosa nombra con fuerza a todas las rosas, pero gracias a que cada uno de nosotros lleva dentro las suyas. Esa es la materia de la que está hecha la poesía.

Las identidades existen, son las que nos dan un sentido… un sentido de pertenencia. Fundar un convivir democrático en favor de la libertad y la igualdad no puede suponer una negación de las identidades, sino una apuesta por el entendimiento, una poética de la conversación. Más que negaciones y silencios, se trata de apostar por identidades abiertas capaces de convivir. Los silencios y las identidades cerradas se acaban poniendo de acuerdo siempre, igual que los negocios egoístas de los avaros y las identidades totalitarias.

El supremacismo y el neoliberalismo van de la mano en estos tiempos. Nada mejor que oponerles una poética de la conversación. Me atrevo a escribirlo así y enseño mi identificación al mundo porque esa poética ha sido mi apuesta de vida durante los últimos 40 años.

Como un policía con modos autoritarios, el mundo nos pide la identificación. Estoy en Londres, en el Teatro Cervantes, acompañado de hispanistas, y la pregunta sobre la historia y el sentido de España se desplaza ahora a la preocupación sobre el futuro del Reino Unido después del Brexit. Pese a los nacionalismos de voz supremacista, el mundo global es un racimo de cerezas. Todo está unido, aunque no dejan de ser extrañas esas dudas sobre el destino inglés, porque hasta ahora los conflictos democráticos flotaban casi siempre sobre España en los encuentros bilaterales. En todas partes quema la historia, y muchas vidas tuvieron motivos para denunciar la piratería y las maniobras oscuras de los intereses internacionales británicos. Pero es verdad que ellos no habían tenido argumentos para poner en cuestión su democracia o para pensar que se la deben a Europa.

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