Negrín, mis hijos, la democracia y el presidente de EEUU

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El jueves amaneció moribundo nuestro gato. La veterinaria nos había aconsejado hace semanas que le pusiésemos la inyección de despedida. Pero, como no estaba sufriendo, retrasamos la decisión, aunque era triste verlo cada vez más vencido y apenas alimentado de caricias.

Llevaba con nosotros 17 años. Mi hija Elisa lo encontró abandonado por su madre, lo trajo a casa y con la ayuda de sus dos hermanos nos convenció a Almudena y a mí de que debíamos quedárnoslo. Cuando estábamos argumentando todas las dificultades familiares para cuidar bien a un animal en nuestra situación, nos dijeron que habían decidido llamarle Negrín, ocurrencia que cortó en seco cualquier condena de exilio. No nos quedó otra respuesta que ponerle un plato de leche y aceptar que ya formaba parte de nuestra vida.

Quien haya tenido un animal en su existencia cotidiana sabe el vacío que deja su desaparición. No se trata de comparar con las vidas humanas, ni de perder las perspectivas de un mundo habitado por huracanes de injusticias, pero hay cosas humildes que también tienen su valor tremendo y que forman parte de los muebles, los rincones, las sábanas y el alma de nuestra casa. Son parte de nosotros y te dejan vacío cuando su enfermedad no es una molestia sino una preocupación íntima y su muerte no provoca una carroña sino un cadáver.

Mentiría si dijese que nada puede llenar el vacío que me ha dejado Negrín. Mis tres hijos viven ya fuera de casa, cada cual con su vida y sus animales. Pero estas últimas noches, cuando me acuesto sin tener que cerrar la puerta del dormitorio para que Negrín no se nos cuele en la cama, he tenido la sensación de que mis hijos estaban en casa, cada uno en su cuarto. Siento que Mauro, silencioso y meditativo, sigue ahí con su videoconsola y sus ordenadores. Siento que Irene baja a la biblioteca a buscar un libro para comprobar por décima vez un dato sobre el que duda en su historia de pintores y poetas vanguardistas. Y siento la risa limpia de Elisa que acaba de recibir un mensaje de cualquier amigo haciendo bromas sobre cualquier filósofo de la posmodernidad, uno de esos que antes estaban de moda y que ahora pertenecen al pasado, a mi pasado.

Los tres están en casa, con nosotros, llenando el hueco que ha dejado Negrín, y apago la luz y pienso en su futuro y en las cosas que pudimos hacer mejor, que pude yo hacer mejor mientras ellos crecían, buscaban su vida, se iban de casa y nos dejaban con el gato. Pensar en el futuro supone siempre una meditación sobre el pasado. Es algo que merece la pena considerar tanto en la vida privada como en la pública. Se me cuela así, en esta melancolía familiar, la preocupación por la democracia, como un ruido nocturno o como la respiración de mi mujer, en parte porque se trata del futuro de mis hijos y en parte porque estos días que llevamos con las elecciones norteamericanas parecen una feliz pesadilla.

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¿Qué está haciendo mal la democracia para que un personaje como Trump, con su maleta de odios, ridículos y mentiras, sea votado por tanta gente? Hablo de feliz pesadilla, me parece que la democracia ha conseguido derrotar a Trump, una nueva victoria del Demagogo hubiera significado el abismo. Ha vencido la democracia, eso es importante, pero no soluciona el problema, sólo nos da una nueva y feliz oportunidad para que pensemos en lo que estamos haciendo mal, muy mal, en los países democráticos. ¿Qué entendemos por libertad, igualdad, fraternidad, justicia, educación, cultura, información, trabajo, identidad, llaves de casa, peinados, mascotas, horarios nocturnos, estudios, regalos, amistades …? Aquí no hablamos de biología, no esperemos a que sea necesaria la inyección letal.

La desaparición de Trump deja un vacío muy consolable que deberemos llenar con un ejercicio de conciencia si queremos que el mundo de nuestros hijos no sea una película de terror.

El mundo de nuestros hijos, la habitación de mis hijos, la muerte de Negrín, la democracia, murmullos de una noche de otoño, miedo y esperanza en las cañerías. La experiencia es una sabiduría que nace de lo que se pierde o de lo que se está a punto de perder. Una experiencia del amor y de la muerte. Tengo ganas de que amanezca para llamar por teléfono.

El jueves amaneció moribundo nuestro gato. La veterinaria nos había aconsejado hace semanas que le pusiésemos la inyección de despedida. Pero, como no estaba sufriendo, retrasamos la decisión, aunque era triste verlo cada vez más vencido y apenas alimentado de caricias.

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