Patria de cada día

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Cuando se fue de casa para vivir con su novia, mi hijo mayor nos dejó una bicicleta estática. Ha estado olvidada durante mucho tiempo como una cabra silenciosa y doméstica en el cuarto de otra hija que también se nos ha ido de casa. Colocada ahora frente a la ventana, la bicicleta me sirve para hacer un poco de ejercicio en estos meses de confinamiento. Me gustaría guardarle lealtad cuando regrese la vida normal con sus reuniones de trabajo, sus aeropuertos y sus costumbres callejeras.

El cuentakilómetros va marcando la distancia conquistada, las calorías consumidas, la velocidad de los pedales y el tiempo dedicado al viaje. Escalando y descendiendo, ya tengo crédito para sentirme en Granada, Oviedo o San Sebastián. Dentro de poco podré imaginar que llego a Cádiz, La Coruña o Barcelona. Con el sudor de mi frente y de mi camiseta, voy detrás de los recuerdos y de las próximas citas.

El pedaleo no se me hace aburrido porque pongo música de compañía (Verdi, Puccini, Malher, Albinoni…) y me entretengo con lo que veo por la ventana que da al parque de la calle Barceló. En los últimos días está la cosa mucho más animada. Hasta ahora sólo aparecía de vez en cuando un autobús, que dormitaba durante muchos minutos en la parada, y gente con sus mascarillas camino de las colas disciplinadas del mercado, y algunos trabajadores de los servicios esenciales del barrio.

Como estoy acostumbrado a pensar y sentir a través de la literatura, las imágenes me traen poemas a los labios. La semana pasada recordé Patria de cada día de Leopoldo de LuisPatria de cada día. Durante años de dictadura en los que se ocultaba el robo, la mentira y la represión con unos vivas a España huecos y dañinos, Leopoldo de Luis identificó su patria con el rumor de los talleres, la madera del carpintero, el yeso del albañil, la tinta del impresor, el sudor del campesino, el relente del pescador, las astillas del leñador, las honduras sombrías del minero y las verdades indómitas de los artistas.

No me costó, desde mi ventana, añadir al recuento de don Leopoldo otras manos y otros quehaceres: las cajeras de los supermercados, los repartidores, los profesionales de la sanidad, los conductores y los transportistas. Especial ilusión me hizo poder añadir a las Fuerzas de Seguridad del Estado. Si en la época del libro de poemas que recuerdo, Teatro real (1957), un uniforme era una amenaza, hoy han cambiado las cosas. El pasado 27 de abril se cumplieron 43 años de la legalización de los sindicatos en España. Y como estoy acostumbrado a pensar lo que siento, desde la bicicleta de la pandemia vuelvo a comprender que la decencia democrática depende de la dignidad de los trabajos y de una fraternidad que consolide a la vez el Estado, los espacios públicos y las libertades civiles. Fuerzas de seguridad democráticas, libertades cívicas comprometidas con la comunidad.

Piden libertad porque ya no consiguen que el pueblo grite ¡vivan las cadenas!

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En los últimos días han cambiado, como digo, las cosas. Desde mi ventana veo a mujeres y hombres jóvenes con niños, cochecitos y bicicletas. No estoy en edad de sustituir mi cabra doméstica por una bicicleta de verdad, pero hay momentos, sobre todo si la música se pone sentimental, en los que me cambiaría por el padre joven que baja con sus hijos a la plaza para enseñarle a montar en bicicleta. Cogería a esa niña en brazos y la besaría después de la caída. Yo no estoy muy dotado para escribir himnos, pero la palabra patria, mi patria de cada día, me suena en los labios como las llaves de mi casa en el bolsillo de la chaqueta. Y me siento unido al futuro de mis hijos, y de mis padres, y a toda la gente que se levanta por las mañanas para trabajar y ganarse la vida.

¿Qué significa hoy la palabra pueblo? La literatura es una forma de ficción que te lleva a habitar lugares de carne y hueso, un relato que educa en la imaginación moral necesaria para entender el dolor ajeno. Quizá por eso utilizo ahora la palabra pueblo para distinguir entre las realidades virtuales creadas con las mentiras de la manipulación y la gente de carne y hueso que trabaja para ganarse la vida, sufre, se enamora, se alimenta de ilusiones, de miedos, tiene hijos y baja con ellos a la plaza para enseñarles a montar en bicicleta.

Mi ventana tiene más que ver con un poema social que con los bulos y las crispaciones calculadas de las redes sociales y de algunos medios de información que han perdido el decoro y se dedican a infoxicar. Digo pueblo y siento la vida real de la gente y deseo que venza la verdad sobre la mentira, la libertad y la igualdad sobre el autoritarismo y los monopolios. Digo patria de cada día y, de pronto, estalla una ovación junto a mi bicicleta. No es porque estos pensamientos míos sea muy brillantes, sino porque en el teléfono móvil termina El Canto del triunfo de Johannes Brahams y el público, a la altura de Jerez, aplaude entusiasmado al director, al barítono solista, al coro y a la orquesta. Se pueden conseguir muchas cosas cuando nos unimos.

Cuando se fue de casa para vivir con su novia, mi hijo mayor nos dejó una bicicleta estática. Ha estado olvidada durante mucho tiempo como una cabra silenciosa y doméstica en el cuarto de otra hija que también se nos ha ido de casa. Colocada ahora frente a la ventana, la bicicleta me sirve para hacer un poco de ejercicio en estos meses de confinamiento. Me gustaría guardarle lealtad cuando regrese la vida normal con sus reuniones de trabajo, sus aeropuertos y sus costumbres callejeras.

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