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Pensar la identidad

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La palabra identidad nos acerca al hecho de ser y, por lo tanto, a las características que nos definen, nos identifican o nos distinguen de los demás. También alude a la conciencia que cada persona o colectividad elabora de sí misma. No es lo mismo el ser que la conciencia del ser.

Esas reflexiones no me las despierta la actualidad española o mundial tan preocupada por los debates de sesgo nacionalista, sino mis muchos años dedicado al estudio de la literatura del exilio. Son inseparables de esta cuestión humana las palabras de Rafael Alberti, María Teresa León, Francisco Ayala, María Zambrano, Luis Cernuda, Concha Méndez, Max Aub o Adolfo Sánchez Vázquez. La experiencia del exilio es inseparable de una meditación sobre la identidad.

En tiempos de crisis, toda palabra en la que merece la pena detenerse supone, más que un consuelo, una invitación al conflicto. En un memorable artículo de 1949, ¿Para quién escribimos nosotros?, Francisco Ayala acababa identificando al exiliado con la realidad global de los seres humanos en el siglo XX. Después de analizar la dolorosa realidad política del exilio, la separación de una tierra propia y las dificultades al abrirse camino en el país de acogida, concluía que un exiliado es la expresión última de una forma de vida moderna que ha diluido las raíces y las tradiciones sociales en una unificación tecnológica del mundo.

El sentido de pertenencia a una sociedad es imprescindible para un deseo de convivir de manera solidaria. La libertad real, más allá de la ley del más fuerte defendida por los neoliberales, es inseparable de la voluntad de igualdad, y esa voluntad sólo se legitima en la fraternidad que nace del sentido de pertenencia a una sociedad. Los procesos de abstracción absoluta provocan el ser indiferente. Podemos hablar del vecino del quinto que no sabe el nombre de la anciana que muere de hambre en la soledad del segundo izquierda o del paseante acostumbrado a cruzar ante el cadáver viviente de un mendigo sin techo. Esos cuerpos están tapados en las noches de invierno por algo más que una manta.

Pero podemos hablar también de la dinámica de una economía que ha sustituido la lógica del trabajo y la producción por la especulación, de la dinámica de subcontratas y deslocalizaciones o de la distancia que la dirección de las grandes empresas impone ante sus empleados para no sentir la diferencia de derechos y sueldos. Tampoco los vínculos y las amistades virtuales pueden confundirse con la experiencia de carne y hueso. El poder tocarse es un requisito del amor.

La uniformidad no genera igualdad ni fraternidad. Como reacción a la vida afantasmada de la especulación y la raspadura consumista y tecnológica del mundo, brotan identidades cerradas dispuestas a inventar versiones del pasado que justifiquen el rechazo de la diversidad. El sentido de pertenencia deriva así hacia el supremacismo y la criminalización del otro. De manera que la palabra identidad corre el peligro de caer en la abstracción absoluta o de convertirse en una cerradura que haga imposible la convivencia más allá del círculo de los elegidos. Son también enseñanzas precavidas de los testimonios literarios y del pensamiento del exilio.

Sin esperanza, con convencimiento

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Aceptar el conflicto es imprescindible para no separarse de la realidad y para buscar una identidad de voluntad abierta, un sentido de pertenencia que defienda como valores éticos la igualdad, libertad y fraternidad. Valores éticos, y no privilegios de un mundo cerrado de elegidos.

Adolfo Sánchez Vázquez escribió su experiencia ética en un artículo memorable: Fin del exilio y exilio sin fin (1997). La derrota, la expulsión, la nostalgia y el regreso imposible al mundo perdido sirven para encarnar la amplia responsabilidad humana sobre su ética. Al final, escribe el filósofo, "lo decisivo es ser fiel –acá o allá– a aquello por lo que un día se fue arrojado al exilio. Lo decisivo no es estar –acá o allá–, sino cómo se está".

Y en eso estamos en el mundo propio o ajeno, 80 años después de que se produjera el exilio republicano español.

La palabra identidad nos acerca al hecho de ser y, por lo tanto, a las características que nos definen, nos identifican o nos distinguen de los demás. También alude a la conciencia que cada persona o colectividad elabora de sí misma. No es lo mismo el ser que la conciencia del ser.

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