Si hablamos sólo de política y dejamos a un lado la seria amenaza que suponen para la lucha contra la epidemia, las concentraciones en el barrio de Salamanca son una curiosidad tranquilizadora. Hasta tienen su gracia. Que se reúnan personas adineradas y pijos de baba para pedir libertad, animados por políticos herederos de la dictadura franquista, es un homenaje a los esperpentos de Valle-Inclán y un acto de soberbia impotente. La criada con cofia entra en la sala y anuncia: señores, son las nueve, es la hora de la protesta. La tragedia se convierte en farsa. Parece que todas las campañas para extender el odio entre las mayorías populares están fracasando. Por eso son llamados a filas los familiares más impresionables de las élites para que le den a la cacerola y defiendan sus derechos democráticos y su libertad de manifestación.
Las conspiraciones políticas más peligrosas en España invirtieron siempre el dinero en sacar a los pobres a la calle para que gritaran "vivan las cadenas". La cosa se pone seria cuando ese grito sale de bocas hambrientas. Algo raro le está pasando a los conspiradores de siempre cuando son sus familiares los que tienen que pasearse por el barrio de Salamanca exigiendo una libertad que nadie les ha quitado.
Más que falta de libertad, supongo que sienten la falta de un país, España, entendido como propiedad privada y definido por las doctrinas que conforman su manera particular de pensar y sus negocios en blanco y negro. Resulta que España no es la propiedad particular de nadie, sino una comunidad de destinos hacia el bien común que debe armonizar intereses económicos y territoriales diversos. Y eso pone muy nerviosos a los que se consideran propietarios únicos.
En esta dinámica, igual que el tradicionalismo católico entiende ciertas debilidades sexuales, hay que ser compresivos con las dinámicas de corrupción que han caracterizados algunos comportamientos políticos. No es que se trate de malas personas, es que tomaban para llevárselo a su casa o a su hotel aquello que consideraban de papá y mamá. Cuando las cosas se ponen difíciles, en nombre de su España, nada más lógico que tocar la cacerola.
¿Y qué puede hacer la otra parte de España, la que no está acostumbrada a utilizar la bandera como negocio particular o como arma arrojadiza contra la cabeza de un compatriota? Mi amor a España tiene que ver con Galdós, García Lorca, María Zambrano o Max Aub. Cada vez que citaba en esta columna "al viejo Max", me escribía su hija Elena para darme un abrazo. Hoy no podrá escribirme, se nos murió el jueves a los 90 años, después de una vida de exilios, regresos, cultura y luchas por España y la democracia.
En estos tiempos tristes, para consolarme de la crispación manipulada y atender a la verdad humana de las pérdidas, he establecido una larga conversación con Galdós. En un Episodio Nacional de la segunda serie, Memorias de un cortesano, cuenta la atmósfera de corrupción generalizada que se desató en Madrid en 1814 cuando los absolutistas dieron su primer grito de muera la libertad y la inteligenciaMemorias de un cortesano y acabaron con la Constitución de 1812. El reparto de cargos, negocios, estafas y ruinas se extendió con impunidad, hundiendo para mucho tiempo el futuro del país. La sagrada bandera importaba menos que quedarse con unas tierras o condenar al exilio a alguien para que un familiar pudiese ocupar su cargo y su hacienda.
Ver másLa necesaria dignidad de la política
En medio de este panorama aparece Gabriel Araceli, protagonista de la primera serie de los Episodios, y hace un breve análisis de futuro. Los liberales y constitucionalistas que habían llegado al poder con voluntad tolerante y democrática, después de sufrir la indigna bajeza de los absolutistas, se cargaron de odio, empezando a actuar de manera desquiciada en 1820. Se pregunta y responde Gabriel: "¿Qué les impulsaba en 1812? La ley. ¿Y en 1820? La venganza".
No voy a entrar aquí en las complejas meditaciones galdosianas sobre la clase media, el liberalismo, la nación, las mentalidades reaccionarias y las mezquindades políticas. Tampoco me voy a detener en figuras como la del viejo don Elías de La fontana de oro, que se dedicaba a repartir entre la plebe mentiras y dinero para provocar disturbios que favoreciesen la vuelta del absolutismo. Simplemente quiero recordarme las viejas historias de Galdós para calmar los arrebatos de indignación cada vez que veo a los facciosos manipular una epidemia y olvidar de manera tan insolidaria los riesgo nacionales, disfrazándose de perseguidos políticos para pedir libertad y declarar su vocación constitucionalista.
Mejor defender la ley que caer en los instintos de venganza. Y dejemos que se entretengan y pidan libertad ya que ahora no consiguen que el pueblo salga a la calle para gritar su vivan las cadenas.
Si hablamos sólo de política y dejamos a un lado la seria amenaza que suponen para la lucha contra la epidemia, las concentraciones en el barrio de Salamanca son una curiosidad tranquilizadora. Hasta tienen su gracia. Que se reúnan personas adineradas y pijos de baba para pedir libertad, animados por políticos herederos de la dictadura franquista, es un homenaje a los esperpentos de Valle-Inclán y un acto de soberbia impotente. La criada con cofia entra en la sala y anuncia: señores, son las nueve, es la hora de la protesta. La tragedia se convierte en farsa. Parece que todas las campañas para extender el odio entre las mayorías populares están fracasando. Por eso son llamados a filas los familiares más impresionables de las élites para que le den a la cacerola y defiendan sus derechos democráticos y su libertad de manifestación.