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Recuerdos del colegio

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El Padre Antonio Díaz, una tarde de otoño de 1969, bajó a su clase de literatura un tocadiscos. Quería ponernos a los alumnos unos poemas de Antonio Machado que acababa de musicar un cantante catalán llamado Serrat. En los Escolapios de Granada sonó la voz del joven cantautor y nos dijo que se hacía camino al andar y que la infancia acaba siendo un recuerdo. Se trataba de un huerto donde madura el limonero, pero bien podría ser un jardín junto al río Genil en el que crecían naranjas no comestibles. Aquella decisión del padre Antonio, que unos años después dejó de ser padre, pero siguió siendo mi amigo hasta su muerte, alimentó aún más mi amor por la poesía. Me recuerdo a los 11 años comprando en la tienda de música de mi abuelo el disco de Serrat con el dinero que mi abuela me había regalado por mi cumpleaños. Esta escena la he invocado muchas veces al entrar a clase, sin mucho ánimo, para preguntarme ¿qué puedo hacer por mis alumnos?, una pregunta que tiene que ver con la vocación y va más allá de los programas, los claustros y las obligaciones rutinarias.

También la recuerdo cuando pienso con esperanza en las demandas de la vida de carne, hueso y alma frente a las realidades virtuales. Ahora que hay tantos medios y redes dispuestos a inventar la actualidad en los cimientos envenenados de la mentira, surgen de pronto acontecimientos que tienen que ver con la verdad. Aunque parecían tenerlo todo amarrado con sus bulos, Trump, Bolsonaro y Feijóo se quedaron en sus últimas elecciones lejos de la mayoría aplastante que esperaban. Espero yo que a Milei le ocurra lo mismo. La vida de las mujeres, de los hombres, de la comunidad real, brota bajo la cubierta gris del sometimiento.

Ahora que hay tantos medios y redes dispuestos a inventar la actualidad en los cimientos envenenados de la mentira, surgen de pronto acontecimientos que tienen que ver con la verdad

Cuando yo entré en 1963 en los padres Escolapios de Granada, el clericalismo formaba parte de la cultura franquista con sus catecismos, confesionarios, sermones, condenas, capillas y miedos. Pero cada vez que vuelvo los ojos a los Escolapios de Granada no me fijo demasiado en aquellas formas religiosas de la dictadura, sino en el ejemplo de algunos sacerdotes que intentaron compaginar su fe con la España real de los años 60 y 70, necesitados de vivir junto a la gente y en dirección hacia un futuro democrático. La vida se imponía poco a poco a las mentiras oficiales.

Es lo que sentí también cuando el padre Iniesta, andalucista comprometido, llegó a unos ejercicios espirituales con un poema de Bertolt Brecht, en el que unos obreros repartían su pan y compartían sus escasos bienes para socorrer a una familia golpeada por la desgracia. Esa herencia evangélica del amor y la solidaridad, nos la ofreció de forma decidida el padre Francisco Mulet mientras nos explicaba en clase que sería más difícil la entrada de un rico en el reino de los cielos que el paso de un camello por el ojo de una aguja.

Como la religión oficial era otra cosa y algunos padres exigían que la fe católica se acomodase al orden establecido por la dictadura, en el que era fácil que un camello entrase por donde quisiera la autoridad, el padre Mulet fue apartado de nuestra clase. Como estábamos en época de exámenes, unos cuantos alumnos hicimos una huelga de brazos caídos y dejamos los folios en blanco para protestar por el castigo del padre Mulet. Unos pupitres contestatarios. Fue la primera huelga de  mi vida. También fue la primera vez que me llamaron a la prefectura.

Y recuerdo las palabras del padre Millán, rector entonces del colegio, al explicar la lectura del evangelio en la misa de un miércoles por la mañana. Sentía la contradicción de estar obligado a aplicarles la disciplina a algunos alumnos, cuando en realidad, en conciencia, estaba de acuerdo con lo que habían hecho. No sólo se me quitó el miedo, sino que aprendí que en la vida era mejor sufrir un castigo que renunciar a la propia honestidad.

Son mis recuerdos de un colegio de posguerra en el que, gracias a algunos sacerdotes, se filtraban ya los soplos de vida que acabarían unos años después con los catecismos de la dictadura. Por detrás de las mentiras me gusta mirar la realidad, como me gusta mirar dentro de las palabras para saber la vida que tienen, la vida que fueron acumulando a lo largo del tiempo. Se hace camino al andar y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. Eso me lo enseñaron el padre Antonio Díaz, Serrat y Machado. Lo que también me enseñaron, ya muy lejos de las sendas del colegio, es a seguir el camino sin miedo, eligiendo la honestidad frente a la renuncia y el silencio.

El Padre Antonio Díaz, una tarde de otoño de 1969, bajó a su clase de literatura un tocadiscos. Quería ponernos a los alumnos unos poemas de Antonio Machado que acababa de musicar un cantante catalán llamado Serrat. En los Escolapios de Granada sonó la voz del joven cantautor y nos dijo que se hacía camino al andar y que la infancia acaba siendo un recuerdo. Se trataba de un huerto donde madura el limonero, pero bien podría ser un jardín junto al río Genil en el que crecían naranjas no comestibles. Aquella decisión del padre Antonio, que unos años después dejó de ser padre, pero siguió siendo mi amigo hasta su muerte, alimentó aún más mi amor por la poesía. Me recuerdo a los 11 años comprando en la tienda de música de mi abuelo el disco de Serrat con el dinero que mi abuela me había regalado por mi cumpleaños. Esta escena la he invocado muchas veces al entrar a clase, sin mucho ánimo, para preguntarme ¿qué puedo hacer por mis alumnos?, una pregunta que tiene que ver con la vocación y va más allá de los programas, los claustros y las obligaciones rutinarias.

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