Salones de 'estares'

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Es inevitable sentir un aguacero de extrañeza cuando se oye la voz propia a través de la radio o la televisión. Uno llega a sí mismo desde fuera, y la lejanía no sólo tiembla en el sentido de las palabras, sino también en el sonido. Parece otro el que habla en tu nombre o eres tú el que te descubres como otro. El aire de la voz deja de ser íntimo.

En esta campaña electoral me he oído muchas veces a mí mismo cuando saltaba la radio-despertador. Amanecía en la cama con un extraño. A veces llegábamos a ponernos de acuerdo, a veces entablábamos una discusión. Las complicidades y los errores dan mucho de sí, sobre todo cuando se está en la cama.

Una mañana me oí hablar de los “salones de estares”. En un mitin había defendido los cuidados, la necesidad de cuidar y de ser cuidado a lo largo de la vida, como la raíz de una comunidad. Quería reivindicar una economía del amor frente a la lógica de la avaricia y el abuso del neoliberalismo. Recordé la solidaridad que se crea en una casa cuando hay dificultades, la importancia que habían tenido los hombros familiares para remediar situaciones de urgencia en la crisis. La mejor economía alternativa, defendí, está en sacar estos vínculos a las plazas públicas para devolverle el corazón a las instituciones. Y entonces puse el ejemplo de lo que ocurre en los “salones de estares”.

El error apoyó su cabeza en la almohada unos minutos, se levantó conmigo, se duchó en mi cuarto de baño y luego me ayudó a preparar el desayuno. Nos pusimos a hablar con una taza de café en la mesa. Lo correcto, dije yo, es salones de estar, no salones de estares. Uno se pone a hablar, sin darse cuenta pasa de familiares a estares y surge el disparate. Es verdad, me contestó el error, te has equivocado. Pero una vez admitido el desliz lingüístico, te pregunto una cosa: ¿de verdad que no te gusta eso de salones de estares? En un mismo sitio se puede estar de maneras muy distintas.

Antes de contestar, pensé en los salones de estar de mi vida, en las huellas diferentes que ha dejado mi cuerpo en un mismo sofá. Se puede estar solo o acompañado, y la soledad a veces es dulce, y la compañía a veces es un pesar, y hay días de otoño que brillan como un domingo de primavera, y hay tardes de mayo que se parecen a una noche de diciembre, y se establece una lógica entre lo uno y lo diverso donde se conjugan las manos y las presencias o las ausencias, las palabras y las bocas, los silencios y los oídos. Sí, es verdad, ahí está, hay muchas maneras de estar, de estar en tu sitio o fuera de lugar. Es bueno reconocerlo.

Bueno, puede ser, respondí al final: si la voluntad de cantar produce cantares, la voluntad de estar produce estares, lo admito. No se trata sólo de estar donde uno quiere, sino de saber estar. La vida es una negociación entre el lugar y la forma, entre el sofá en el que te sientas y la huella que deja tu cuerpo.

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Al día siguiente quedé con mi hija Irene para dar un paseo por la ciudad. A la altura de Cuatro Caminos, comentó que me había oído en la radio hablar de la economía del amor y de los “salones de estares”. ¿Lo dijiste de forma intencionada?, me preguntó. Tuve por un momento la tentación de decirle que sí, pero enseguida confesé que se había tratado de un error. No mentir tiene la virtud de dejar huecos para la verdadera complicidad de diálogo, por ejemplo, entre un padre y una hija. Irene entonces empezó a hablar, me dijo que le había parecido una expresión interesante porque hay muchas maneras de estar en un salón y que ella no siempre era la misma al estar. Hay estares porque hay tristeza, alegría, amor, odio, música, ruido, frío, calor, memoria, olvido, días laborales, fiestas, y las combinaciones son interminables. Esta hija mía, pensé, se come la cabeza con las mismas cosas que yo. Sentí una íntima emoción al recordar los muchos estares compartidos con ella a los largo de 27 años.

Para no abandonarme a la melancolía de sus primeras fotos, cuando abría los ojos cada mañana igual que se abre un regalo de cumpleaños, le hablé de política, de nuestra política, y le dije que el arte de vivir depende no sólo del querer estar, sino del saber estar, porque hay mucha gente que tal vez está en su sitio, pero no en su lugar, y viceversa. Los errores enseñan, dije…, lo que hace falta es aclararse para que empiece a clarear.

Irene me dio un beso. Elegimos un camino para seguir con nuestro paseo y nuestros estares.

Es inevitable sentir un aguacero de extrañeza cuando se oye la voz propia a través de la radio o la televisión. Uno llega a sí mismo desde fuera, y la lejanía no sólo tiembla en el sentido de las palabras, sino también en el sonido. Parece otro el que habla en tu nombre o eres tú el que te descubres como otro. El aire de la voz deja de ser íntimo.

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