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"El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar contra la multitud tantas veces como sea posible". Así definió André Breton su poética en 1929. Tampoco se mordió la lengua Rafael Alberti al escribir en 1930: "Vuelvo a cagarme por última vez en todos vuestros muertos en este mismo instante en que las armaduras se desploman en la casa del rey".
El arte moderno nació cuando la cultura aprendió a diferenciar la ficción y la realidad histórica. En cualquier caso, puesto a hablar de ficción, yo no creo que la poesía tenga nada que ver con un disparo en la calle. Sí me cago muchas veces en los muertos de algunos personajes que veo en la televisión o escucho en la radio, pero no lo escribo, ni lo publico, me lo guardo en mi casa. Soy consciente del mundo en el que vivo y en el que escribo. Demasiada pólvora en la atmósfera. Por eso creo grave y triste la sentencia a cárcel del rapero Pablo Hasél, aunque él no dudaría en pensar que soy un vendido con simpatías hacia un Gobierno cobarde (que, sin hacer milagros, intenta salir de esta crisis sin desamparar a nadie), o un mal poeta que siente pocas simpatías por las barbaridades expresivas, o un ciudadano tibio que se ha indignado ante el uso de la violencia de las fuerzas de seguridad del Estado, sin creerse con derecho a defender otro tipo de violencia. Los disparos contra los náufragos que intentaban llegar a la orilla en la playa de Ceuta me ponen todavía la carne de gallina. Y ahora recuerdo la escena muy a menudo, porque el ministro responsable sale con frecuencia en los informativos cuando se habla de un juicio de corrupción policial.
Hay tristezas humanas como las muertes por el covid-19. Hay tristezas sociales como la desigualdad, el desempleo y la pobreza aumentada por la pandemia. Hay tristezas políticas como la demagogia barata en las declaraciones y los espectáculos de corrupción. La sentencia de Pablo Hasél es una tristeza democrática. Y no se trata de un problema de artistas, porque en mi humilde opinión su escritura tiene poco que ver con el arte. La falta de libertad de expresión es un problema democrático grave para cualquier persona. Por eso me opongo a la sentencia dictada contra Pablo Hasél.
Se trata de un problema del Estado democrático. Las leyes, por mucho que quieran sostenerse en una definición objetiva, son interpretables. Como en todas las profesiones, hay jueces conservadores, jueces progresistas y hasta jueces tontos como hemos tenido oportunidad de comprobar estos días. Los jueces conservadores tienden a interpretar las leyes en un horizonte que aspira casi siempre al endurecimiento de las penas. Los jueces progresistas interpretan su obligación de otra manera. Avanzan poco a poco, como quien tira de un carro, hacia posiciones que tienen que ver, por ejemplo, con la reinserción, el análisis de la realidad social, las causas, las consecuencias, los derechos humanos…
Tenemos deberes que hacer. Como las leyes son interpretables, el Estado debe reformar cualquier punto del Código Penal que ponga en peligro la libertad de opinión. Hay derechos democráticos que deben quedar a salvo de la interpretación de los jueces.
"Desapruebo lo que dice, pero defenderé hasta la muerte su derecho a decirlo", dicen que dijo Voltaire, aunque yo no he conseguido leer la frase en ninguno de sus libros. Si le quitamos la exageración de hasta la muerte, porque estos tiempos que vivimos me han hecho tomar manía a las exageraciones, creo que en esa declaración descansa la democracia. Merece la pena cuidar mucho la libertad de expresión.
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He afirmado antes que la libertad de expresión no es sólo un problema de artistas, pero comprendo bien que los artistas se sientan afectados e interpelados. Miguel de Cervantes dedicó al Conde de Lemos la segunda parte del Quijote. Era un gran mecenas que lo ayudó a él, a Lope, a Quevedo y a otros creadores. Cuando se fundó en Nápoles la Academia de los Ociosos, el Conde y Virrey dejó claro que quedaba prohibida cualquier expresión que cuestionase su autoridad. Todavía hoy los mecenas dan dinero de acuerdo con sus intereses. Un Estado democrático, gobierne el partido que gobierne, es el único mecenas que a través de la inversión pública puede asegurar la libertad creativa. Si las tentaciones de generar clientelismo son un problema, cualquier ley que coarte la libertad de expresión supone un lastre más pesado, que no debe asumir ninguna democracia.
Eso sí, la libertad exige responsabilidad. Los periodistas deben ser los más interesados en separar el periodismo de la mentira, los artistas los más obligados a defender la dignidad de la imaginación y el arte, y los jueces los responsables de defender sin bloqueos constitucionales la independencia de la justicia.
Pablo Hasél critica con tonos antidemocráticos al PSOE, a Podemos, al PCE, a los reyes, a toda la Policía, a todos los corruptos, a todo el Estado… Pido la libertad de Pablo Hasél y la reforma del Código Penal, aunque la vida me ha enseñado que no hay mejor aliado de la derecha que un tonto de izquierdas. Además: no hay cárceles para meternos a todos los tontos que este país soporta.
"El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar contra la multitud tantas veces como sea posible". Así definió André Breton su poética en 1929. Tampoco se mordió la lengua Rafael Alberti al escribir en 1930: "Vuelvo a cagarme por última vez en todos vuestros muertos en este mismo instante en que las armaduras se desploman en la casa del rey".
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