La vida del ser humano y los hábitos de una sociedad son una negociación con el presente. Para comprender sus transformaciones conviene tener en cuenta la prisa implacable de la economía, las contradicciones ideológicas y el significado de los acontecimientos políticos. Pero como rompeolas de todas estas fuerzas que van a dar a un corazón particular, hay un sentimiento decisivo en las transformaciones: el sentido de la vergüenza.
Yo lo aprendí en la literatura. Seguro que otras experiencias servirán también de manual de pudores y que un médico en su hospital, un carpintero en su taller, un periodista en su redacción o un camarero en su barra habrán aprendido a vivir y sobrevivir gracias al sentido de la vergüenza. Porque sentir vergüenza propia y ajena tiene mucho sentido.
Benito Pérez Galdós supo poner a los poetas decimonónicos en situaciones vergonzosas ante los ojos de sus lectores. En una fiesta, en medio de un salón de alta sociedad, entre gentes movidas por los intereses más utilitarios de la época, el poeta era invitado a recitar por simple costumbrismo retórico. Ni su verbo florido, ni los movimientos de sus manos, ni los asuntos del poema tenían entonces nada que ver con el tiempo marcado por el reloj de las casas o con el aire respirado en las calles.
El sentido de la vergüenza es un mecanismo de vigilancia. En el caso de la poesía se extrema este pudor confesional y escribir significa valorar palabra a palabra no sólo aquello que se escribe, sino también qué lugar ocupamos al escribir, para quién escribimos o qué deudas se cobran y se pagan en los haberes de la tradición. Por sentido de la vergüenza Gustavo Adolfo Bécquer se alejó de la altisonancia de un romanticismo envejecido y condensó sus sentimientos en la brevedad natural y seca de sus Rimas.
Claro que detrás de las palabras hay una mentalidad, un pulso ideológico. Los críticos literarios pueden estudiar la síntesis de las pequeñas canciones líricas como una respuesta estética a la velocidad del mundo moderno. Quien se sube en un tren a mitad del siglo XIX no encuentra la forma de contar sus impresiones en la elocuencia de una narración minuciosa. Necesita la brevedad del instante, el chispazo depurado de un sentimiento. Pero todo eso lo comprendió Gustavo Adolfo Bécquer gracias a su sentido de la vergüenza cuando se vio fuera de lugar en medio de un salón de palabras huecas. Los poetas buscan formas distintas porque se niegan a dejar la poesía, pero –respetuosos con su verdad incierta– no quieren hacer el ridículo.
Ocurre igual en otras tareas, por ejemplo, en la política. Quien se ve en el compromiso de presentarse a una campaña electoral tiene un buen aliado en su pudor. Las urgencias electorales extreman las dinámicas de los comportamientos políticos. El estar sin estar, la foto ocasional, el codazo al adversario, el insulto, el autobombo, la mejor sonrisa, el ponerse de perfil, la promesa hueca, la seguridad falsa y el conocimiento superficial de los problemas se convierten en el pan nuestro de cada día.
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Hacerse fotos es necesario. Uno va a los lugares para oír y apoyar, para enterarse de lo que le ocurre a un enfermo sin tratamiento, o a un sindicalista juzgado por su actuación en una jornada de huelga, o a unos jóvenes que se quedan sin becas y no pueden estudiar, o a unos compañeros que necesitan sentir el calor y el orgullo de militar en una ilusión política y no en un sótano de guerras internas. Uno se hace la foto, claro. Pero resulta necesario no perder el pudor que te hace dar un paso atrás, el paso que procura no ser el centro de la foto para no sentir la vergüenza de utilizar la enfermedad ajena, la precariedad ajena, la sentencia ajena, la militancia generosa de los otros como una operación de lanzamiento personal. La política que mira a los ojos de la gente pretende ser y estar con los demás, pero siente vergüenza ante la posibilidad de utilizar a los demás para beneficio propio.
La misma sensación de impostura se soporta al participar en debates que derivan en autoafirmaciones o desprecios tajantes. Uno sabe que dentro de todo “no” hay un “sí” y dentro de todo “sí” hay un “no”, y uno sabe también que las convicciones más íntimas rozan en alguna parte con la fragilidad, y uno además no soporta la violencia de despreciar o ser despreciado en el teatro de los malos modos. La vergüenza enseña que uno sólo puede comprometerse a no mentir. Eso de poseer la verdad absoluta es ya un privilegio que disfrutan únicamente los que no tienen sentido del ridículo.
Los poetas trabajan contra la retórica hueca para no perder la vergüenza. Cuando la política pierde el sentido de la vergüenza, la vida oficial se separa de la vida real y el espacio público se convierte en un asunto de palabrería. La necesidad de otra forma de hacer política nace así del sentimiento de vergüenza propia o ajena. Quizá sea eso la virtud republicana.
La vida del ser humano y los hábitos de una sociedad son una negociación con el presente. Para comprender sus transformaciones conviene tener en cuenta la prisa implacable de la economía, las contradicciones ideológicas y el significado de los acontecimientos políticos. Pero como rompeolas de todas estas fuerzas que van a dar a un corazón particular, hay un sentimiento decisivo en las transformaciones: el sentido de la vergüenza.