Vivimos en un tiempo en el que la mentira no debe sólo obligarnos a pensar en sus peligros, que son muchos, sino que debería invitarnos también a pensar en la verdad. Y esa, en buena parte, es la tarea de la cultura. Más que crear paraísos o renuncias absolutas, enseña a convivir con el conflicto, favorece la duda, nos lleva hasta el espejo para mirarnos a los ojos y ver todo lo que cabe en una primera imagen del yo y del nosotros. Como cada persona convive con sus propias inquietudes y dialoga con el mundo a través de ellas, estas semanas estoy viendo películas o leyendo libros que me cuentan historias sobre la intimidad desdoblada, una experiencia necesaria a la hora de responder a los fanatismos, la irracionalidad que provoca identidades cerradas y encerradas. Prefiero las razones imaginadas.
José María Merino acaba de publicar Yo y yo en breve (Alfaguara). Con su dominio del relato corto y su capacidad para contar, reúne las experiencias de un personaje que se fragmenta con facilidad y que mezcla los días con las sucesivas sorpresas de ser otro, ocupar el lugar de los otros o decidir los destinos de los otros, mientras los otros se cuelan en su interior. Las modestas historias de despertarse, ir a trabajar, tomar un autobús, quedar con un viejo amigo, hablar con tu mujer o tus hijas, se llenan de imaginaciones. La narrativa de José María Merino no se aparta de la realidad a través de la imaginación, sino que nos recuerda cómo la imaginación forma parte de la realidad. Somos también la mujer que duerme a nuestro lado, o la persona que nos lee, o la gente que se cruza por la calle con nosotros. Bueno es comprenderlo.
Poco a poco hemos logrado concebir los valores humanos y democráticos de una verdad no escrita con mayúscula, una verdad que se escribe con minúscula, pero no es pequeña.
Poco a poco hemos logrado concebir los valores humanos y democráticos de una verdad no escrita con mayúscula, una verdad que se escribe con minúscula, pero no es pequeña
Rafa Cortés dirige una comedia con retranca titulada Amanece en Samaná. Dos parejas que se conocen de toda la vida quieren celebrar su amistad con unas buenas vacaciones. La interpretación magnífica de María Luisa Mayol, Bárbara Santa Cruz, Luis Zahera y Luis Tosar logra que se haga realidad la difícil apuesta de Rafa Cortés. La risa no se pierde a la hora de comer, bailar, cenar y bucear sin límites en la condición humana. Lo que hay escondido en nosotros, en la gente que conocemos, lo que puede sospecharse y lo que nos pasa desapercibido, define un argumento que destapa tres realidades distintas en una sola historia. Todo aparece, se dobla y se desdobla en unas vidas normales. En las palabras amor, sexo, amistad, familia y trabajo caben muchas cosas, y Rafa Cortés nos lo enseña con mucha capacidad de comunicación. Los acontecimientos, conviene no olvidarlo, tienen padres pesados, pero también descendientes con una vida por delante.
Jorge Volpi vuelve a demostrar su capacidad narrativa y su fuerza intelectual con La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción (Alfaguara), un ensayo ambicioso y cumplido en el que repasa la historia humana a través de la cultura y de la capacidad de ficción que siempre hemos tenido para inventarnos religiones, patrias, colonias, desafíos y modos de vida. Las ficciones que se conforman en la historia y se encarnan en nosotros, desde la hoguera de la tribu hasta la Ilustración, desde la resurrección de Cristo hasta las realidades virtuales y las redes sociales, constituyen las modas y las raíces. Las Verdades escritas con mayúscula pierden legitimidad para sus dogmatismos al comprender con el paso del tiempo o con los ejercicios de conciencia que se trata de ficciones.
¿Caemos entonces en el cinismo de decir que nada tiene importancia porque no existe la Verdad? Jorge Volpi se niega también a esa ficción de la posverdad que legitima una renuncia ética. Existe la historia, y en la historia no todo vale. Poco a poco hemos logrado concebir los valores humanos y democráticos de una verdad no escrita con mayúscula, una verdad que se escribe con minúscula, pero no es pequeña, una verdad nuestra que no responde a mandatos esenciales de dioses, reyes o tribunos. Esa verdad, que invita a convivir y a indagar en la posibilidad de nuestra propia conciencia, deja de ser ficción. O es una ficción apegada a la vida. Es la capacidad humana de imaginar aquello que hace falta para que sea digna la existencia de una comunidad. Unas razones imaginadas.
Frente a los fanatismos y las identidades cerradas, la cultura tiene mucho que decir.
Vivimos en un tiempo en el que la mentira no debe sólo obligarnos a pensar en sus peligros, que son muchos, sino que debería invitarnos también a pensar en la verdad. Y esa, en buena parte, es la tarea de la cultura. Más que crear paraísos o renuncias absolutas, enseña a convivir con el conflicto, favorece la duda, nos lleva hasta el espejo para mirarnos a los ojos y ver todo lo que cabe en una primera imagen del yo y del nosotros. Como cada persona convive con sus propias inquietudes y dialoga con el mundo a través de ellas, estas semanas estoy viendo películas o leyendo libros que me cuentan historias sobre la intimidad desdoblada, una experiencia necesaria a la hora de responder a los fanatismos, la irracionalidad que provoca identidades cerradas y encerradas. Prefiero las razones imaginadas.