Hace ya muchos años, mientras mataba el tiempo en la estación de Córdoba, me fijé en un hombre mayor que miraba el paso de los trenes con un niño de la mano. A la semana siguiente volví a verlo. En aquella época siempre había algún motivo que me llevaba a Córdoba. El hombre se acercó, saludó, hola, me llamo Salvador, este es mi nieto, y lo he reconocido a usted porque ayer estuve en el acto que hizo con Enrique Morente. Se acostase tarde o temprano, el abuelo recogía a su nieto pequeño todas las mañanas y lo llevaba a ver los trenes.
Empezamos a hablar. Salvador se emocionó cuando le conté que Enrique había tenido que alquilar un coche en el sur de Francia y conducir hasta Córdoba por culpa de una suspensión del tráfico aéreo. Todo el mundo hubiese entendido la disculpa, pero el deseo de Enrique de no fallar, de no fallarme, le había obligado a cometer una locura de más de mil kilómetros. Y Salvador lo agradeció, porque era y es muy aficionado al flamenco. Si quieres venir, te vienes / a Cordobita la llana / a ver el cambio de trenes, me recitó, antes de contarme que había nacido en Fernán Núñez en abril de 1936, que pertenecía a una peña flamenca, que le gustaba la literatura y que compartía mis ideas.
Desde entonces volví a ver muchas veces a Salvador. Una lectura de poemas, una conferencia, un acto político, cualquier cita que se anunciase en la prensa fue motivo para que apareciera, ya sin su nieto, y disfrutásemos de una cerveza con un rato de conversación. Mi amigo es buen conocedor de historias, tabernas y camareros. También es muy generoso, porque empezó a regalarme cosas que había ido guardando a lo largo de su vida.
Si nosotros tenemos a veces la necesidad de matar el tiempo, hay veces en las que es el tiempo quien nos mata a alguno de nosotros
Recortes de periódico, números de Triunfo y de Cuadernos para el diálogo, algún libro… En uno de los viajes, acompañado de Almudena, nos regaló el número de Cuadernos, año 1970, en el que Juan Benet intentaba descalificar la figura de Benito Pérez Galdós como un novelista ramplón. Si nosotros tenemos a veces la necesidad de matar el tiempo, hay veces en las que es el tiempo quien nos mata a alguno de nosotros. En fin… Salvador también nos regaló el especial dedicado a Valle-Inclán y un número extraordinario sobre Antonio Machado, con la portada que Rafael Alberti envió desde el exilio. Pero el regalo mayor fue esa amistad que de forma natural había salido de los trenes y perduraba sin más razones que la simpatía personal de un señor culto, amable y discreto.
La semana pasada volví a Córdoba para participar en Cosmopoética. Salvador se acercó a la mesa en la que estaba firmando libros, me dio un abrazo y me pasó un poema que había copiado a mano en un folio. No te rindas, dice el poema, un deseo que es una llamada a la resistencia, una apuesta por la vida. Como en ese momento no podía estar con él, le pedí que quedásemos a la mañana siguiente en la estación para tomar un café antes de irme. Apareció con una carpeta azul llena de recortes de prensa y revistas literarias de los años 70. Al abrazarme y al recordar a Almudena, murmuró una de sus letras flamencas: No digo ni sí ni no, / digo que si Dios existe / no tiene perdón de Dios.
Me emocioné. Pero me emocioné más cuando, al vernos allí, en el cambio de trenes de Cordobita la llana, le pregunté por su nieto y me contó que al día siguiente se iba a examinar para ser conductor del AVE. Bueno, Salvador, le dije yo con un nudo en la garganta, Dios no sé, pero la vida sí tiene perdón. Sí, la vida tiene perdón, y memoria, y recortes de prensa, y buena gente. Mientras vivimos, no todo lo mata el tiempo.
Hace ya muchos años, mientras mataba el tiempo en la estación de Córdoba, me fijé en un hombre mayor que miraba el paso de los trenes con un niño de la mano. A la semana siguiente volví a verlo. En aquella época siempre había algún motivo que me llevaba a Córdoba. El hombre se acercó, saludó, hola, me llamo Salvador, este es mi nieto, y lo he reconocido a usted porque ayer estuve en el acto que hizo con Enrique Morente. Se acostase tarde o temprano, el abuelo recogía a su nieto pequeño todas las mañanas y lo llevaba a ver los trenes.