El mundo rico no es inmune a la pobreza, a su visión cotidiana. En nuestros países y ciudades crece el hambre, la desigualdad y la exclusión social: millones de personas que perdieron el tren de la suerte. Ellos tampoco aparecen en la mayoría de los medios de comunicación, más inclinados a lo impactante que a lo transcendental.
Las imágenes de las hambrunas, guerras y enfermedades africanas sirven, de alguna manera, para reforzar nuestra seguridad, la sensación de que la fortaleza egoísta en medio un mundo hostil, funciona. Existe una frontera invisible que jerarquiza la importancia de las cosas: ¿nos afecta o no nos afecta?
El hambre extrema no nos afecta; tampoco la escasez de agua. La compramos embotellada pese a que de nuestros grifos brota salubre; ya escribí en otra ocasión que el agua de nuestros retretes sería un manjar para una parte importante del planeta. No nos afecta la desnutrición infantil, la tuberculosis y la malaria. No hay vacunas contra lo que no nos ataca.
Si un terremoto destruye Puerto Príncipe y otras zonas de Haití, y mata a más de 300.000 personas y deja sin hogar a casi dos millones, el mundo rico lanza una vasta operación humanitaria que en su exceso, en su teatralidad y descontrol, no logra paliar las necesidades de las víctimas. Es mejor eso que nada. La segunda tragedia llega cuando se marchan las televisiones, los periodistas y el dinero deja de fluir hacia las ONG que trabajan en la reconstrucción. Sin visibilidad no hay necesidad, ni urgencia; tampoco conciencia.
Sierra Leona y Liberia, azotadas por dos guerras civiles similares son la zona cero de la pandemia del ébola. Aunque parezca increíble la zona cero no está en las puertas del hospital Carlos III de Madrid, donde se suceden los directos, ni en los desastres protagonizados por Ana Mato y el inefable consejero de la Comunidad de Madrid. La zona cero no es blanca, primer mundista; es africana y carece de la misma atención.
La comunidad internacional lanzó a través de la ONU dos ambiciosas misiones de paz en Sierra Leona y Liberia: miles de cascos azules, millones de dólares. Según un informe del Banco Mundial que soy incapaz de encontrar en Google (quizá lo escondieron por certero), todo ese esfuerzo humanitario no ha servido para modificar las causas que condujeron a la guerra: pobreza, corrupción, materias primas y el comercio de armas. Si no estalla una nueva guerra en estos países es por el cansancio de muerte, no porque fuésemos capaces de llevarles la paz. Tampoco modificamos la esencia del mal en los Balcanes: el nacionalismo, la tribu.
Cuando estalló el actual brote de ébola nadie lo tomó en serio. No era el primero, hubo antes en la República Democrática de Congo (Zaire bajo Mubutu Sese Seko) y en Uganda, sobre todo. Nadie fue capaz de adivinar el peligro en una zona en la que confluyen tres países muy pobres, sin infraestructura sanitaria ni educación, sin medios masivos de comunicación capaces de transmitir tranquilidad e instrucciones masivas para no contagiarse. ¿De qué sirven los medios en un mundo de analfabetismo y sin luz eléctrica, más allá del runrún de los generadores?
Ni reaccionaron los Gobiernos de Guinea Conakry, Sierra Leona y Liberia; no reaccionó la Organización Mundial de la Salud (OMS). Se perdió un tiempo precioso. Los llamamientos de Médicos Sin Fronteras fueron desoídos. Ahora, tras el caso de Teresa Romero, todos sabemos que el tiempo es esencial para evitar contagios y para salvar vidas.
Cuando la OMS lanzó una alerta mundial y la ONU pidió mil millones de dólares para luchar contra el ébola en África, la respuesta fue tibia. Solo EEUU mandó tropas, lo mismo que el Reino Unido, antigua potencia colonial en Sierra Leona. España se comprometió a poner 660.000 euros, cifra que en su mayor parte sigue pendiente. España es el líder mundial en recortes en cooperación y desarrollo.
Personal de Médicos Sin Fronteras y de Cruz Roja trabajan sobre el terreno en condiciones muy difíciles, igual que los misioneros. Los grandes héroes son los médicos, enfermeras, auxiliares y enterradores de estos países.
Mientras Europa seguía atenta a la evolución de Teresa y en EEUU a los dos casos del equipo médico de Texas, el número de muertos crecía de manera dramática en África Occidental. La OMS ya reconoce 4.447 muertos. El pasado viernes se superó la barrera de los 4.000 muertos; esta semana, la OMS ya reconoce 4.447. La Organización Mundial de la Salud advierte de que en diciembre podemos estar ante un escenario terrible: entre 5.000 y 10.000 nuevos casos por semana.
La ONU lista las necesidades urgentes.
Los recortes de las donaciones de los Gobiernos a la OMS afectan también a la capacidad de lucha.
Antes de que el ébola saltase a Europa, una parte de los medios de comunicación especulaban con el peligro potencial de los inmigrantes que cruzan el Estrecho en pateras. Es un asunto que ha adoptado la extrema derecha, que pide controles y expulsiones de los sospechosos. El británico Nigel Farange ha aprovechado para mezclar asuntos y pide que no se deje entrar en el Reino Unido a los enfermos de sida.
Pero fue el Gobierno español el que decidió traer el ébola en el cuerpo de dos misioneros sin disponer de los medios adecuados, el entrenamiento y el conocimiento necesario. Fue un acto de soberbia primermundista. Tras cinco días de pésima gestión han comenzado a mejorar los protocolos, llevándolos desde un frío papel escrito en Ginebra, o en Madrid, a la realidad de la enfermedad.
En el caso de EEUU también se han producido fallos, pero la respuesta ha sido rápida, eficaz y con una excelente comunicación. Los contagios autóctonos de ébola nos han enseñado cómo debemos actuar. Ahora que lo sabemos, que ya somos expertos, podríamos empezar a ayudar a las víctimas del ébola en África que combinan pobreza y escasez de medios sanitarios. No es solo la obligación moral, un intento de evitar nuevos Estados fallidos, sino por egoísmo: la fortaleza está llena de pasadizos. No somos inmunes: el ébola no conoce fronteras.
El mundo rico no es inmune a la pobreza, a su visión cotidiana. En nuestros países y ciudades crece el hambre, la desigualdad y la exclusión social: millones de personas que perdieron el tren de la suerte. Ellos tampoco aparecen en la mayoría de los medios de comunicación, más inclinados a lo impactante que a lo transcendental.