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Europeizar la OTAN para conseguir una autonomía estratégica

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La idea de conseguir una autonomía estratégica para Europa está sobre la mesa desde hace años y los sesudos analistas de los Estados miembros de la UE y de las Instituciones Europeas no ven más que una ventana de oportunidad apenas entreabierta: la actual OTAN sería la cadena de seguridad que la impide abrirse totalmente para que la UE pueda asomarse a la calle como un vecino influyente en este mundo crecientemente multipolar.

El politólogo franco-británico Jolyon Howorth, profesor en Harvard, convencido de que alcanzar la tan necesaria autonomía estratégica (concepto aún sin denominación oficial) es inevitable, aunque no está a la vuelta de la esquina. Tanto el funcionamiento de la actual OTAN como el impasse a que está sometida la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) europea habrán de pasar por la refundación de una nueva alianza basada en el reforzamiento de su pilar europeo. Cuando los intereses de dos bloques o más no comparten el mismo espacio territorial tenderán de forma natural hacia la autonomía estratégica. La geografía manda.

El interés de los EE. UU. en Europa es reciente en términos históricos, pues fue solo a partir de 1941 cuando comenzaron a implicarse en serio en nuestro continente, poco tiempo si consideramos sus 250 años de historia. Con anterioridad sus intereses estratégicos en el exterior estaban basados más en Asia y en América Latina y recientemente se ha iniciado una merma de ese interés durante la presidencia de Trump. “Sin la amenaza soviética, los intereses norteamericanos en Europa habrían comenzado a retraerse en menos de una década, ya que la Alianza Atlántica fue concebida en su origen como una muleta temporal mientras Europa se recuperaba de la sangría de la II Guerra Mundial”, aseguró Howorth durante su intervención en las terceras jornadas de defensa europea celebradas en Bruselas el 4 de noviembre de 2020, en formato virtual (más de 1.300 inscritos) con el patrocinio de la Comisión Europea, la Universidad de la Sorbona, la agencia especializada en defensa europea Bruxelles2 y otros organismos y think tanks (ver aquí).

La crisis sanitaria, económica y social causada por el covid-19 impacta directamente sobre la gobernanza global y el multilateralismo y, como no, sobre el proyecto de la defensa europea. En el mundo inestable que nos está dejando la pandemia, tanto China como Rusia se ven menos afectadas, por lo que disponen de ventajas en el tablero internacional. Tanto una como otra se pueden permitir el lujo de pensar sus estrategias a largo plazo gracias a sus respectivos regímenes políticos. Así lo daba a entender Josep Borrell en septiembre pasado cuando se dirigía al Parlamento Europeo: “Old empires are back”. Se refería también a Turquía por los problemas que está causando en el Mediterráneo, como ya señalé en este medio (ver aquí), pero evidentemente no tiene el peso de las otras dos potencias. Este desplazamiento hacia el Este del peso geopolítico constituye un entorno al que la UE va a tener que adaptarse salvo que el presidente Biden practique un giro de 180 grados en su política internacional respecto a la de su predecesor en la Casa Blanca.

El sin duda importante soft power que ejerce la Unión Europea poco podrá hacer para conseguir a medio plazo la deseada autonomía estratégica. De las dieciocho misiones UE en curso en el exterior, sólo seis tienen oficialmente carácter militar, tres de las cuales son de entrenamiento de fuerzas. Aunque la UE mantiene una misión militar significativa de lucha contra la piratería en el Indico occidental (Operación Atalanta, liderada por España desde Rota) y está tratando de implantar una presencia marítima coordinada en el Golfo de Guinea por el aumento significativo de actos criminales, secuestros y piratería en la zona, el resto de misiones son de carácter marcadamente civil.

Sería necesaria cierta dosis de hard power para ganar peso en la escena internacional tomando por los cuernos al toro de la seguridad colectiva, aunque eso suponga salir de la zona de confort en la que la UE se lleva moviendo al amparo de la OTAN desde que creó sus estructuras de defensa en 1998. ¿Y cómo se consigue ese poder si no nos rascamos los bolsillos para dotar al Fondo Europeo de Defensa (FED) de suficientes recursos? ¿Tenemos que seguir dependiendo de terceros países para colmar necesidades de transporte aéreo (helicópteros rusos, Chad, 2008) o de inteligencia (drones US en el Sahel)? ¿Cuántos hospitales de campaña (Role 2) somos capaces de desplegar con urgencia sin contar con la ayuda de otros países?

Sin ese mínimo poder real de coerción, la UE no podrá jugar sus bazas como potencia en el concierto de las naciones en proporción equivalente a su importancia económica, social y cultural. En las actuales circunstancias, por ejemplo, ¿sería Europa capaz de establecer, a petición de la ONU, una fuerza de interposición de miles de efectivos entre Armenia y Azerbaiyán (Nagorno-Karabaj) si se reiniciaran las hostilidades?

¡Y qué decir de la disuasión nuclear! Una vez ejecutado el Brexit, la defensa de Europa/OTAN cuenta ahora con dos potencias nucleares y Europa/UE solo con una. Pero a este respecto parece que hay discrepancias entre los ejecutivos de un lado y otro del Rin sobre qué sello debe tener a partir de ahora la disuasión nuclear, si norteamericano o europeo. El presidente Macron ha ofrecido extender su paraguas nuclear a la UE mientras la ministra alemana de defensa, Annegret Kramp-Karrenbauer, ha mostrado su preferencia por los EE. UU., tal vez como forma de restablecer las buenas relaciones transatlánticas dañadas durante el mandato de Trump.

Que el mundo y la relación de fuerzas están cambiando rápidamente es innegable y el surgimiento de China como candidata a potencia hegemónica –de momento en los planos económico, tecnológico y comercial– está forzando a EE. UU. a mirar más al Este (o a su Oeste directamente) por lo que, en buena lógica, nuestro viejo continente irá desapareciendo de las mentes de los estrategas del departamento de Estado y del Pentágono.

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Pues bien, ante ese futuro, ya presente en muchos aspectos, y siguiendo al citado profesor Howorth, a los europeos se nos presentan dos posibilidades: Una, que sigamos dependiendo especialmente de la OTAN para la defensa integral del territorio, manteniendo una fe ciega en las bondades del artículo 5 (bye bye a la soñada autonomía estratégica), y otra, que despertemos a la PCSD de su letargo (esa “bella durmiente del bosque”... aquí) mediante un esfuerzo presupuestario que nutra al FED (malos tiempos para la lírica con el covid) para que los proyectos de la Cooperación Estructurada Permanente (PESCO) dejen de ser eso, proyectos, y se transformen en realidades para poder asumir el liderazgo de la defensa europea con un coste razonable para los contribuyentes. Esto no significa necesariamente gastar más en capacidades de defensa, sino gastar mejor. Tener 27 fuerzas armadas es enormemente caro.

Por otra parte, visto el menor interés norteamericano en Europa mostrado en los últimos años y su disposición a lidiar preferentemente con su gran rival asiático (Europa es apenas ya mencionada por los analistas estadounidenses); visto que nosotros, los europeos, estamos tomando conciencia de que por este camino nunca lograremos alcanzar la mayoría de edad internacional mientras sigamos en esta OTAN cara y obsoleta; vistas las diversas reticencias de algunos Estados miembros, unos demasiado proamericanos y otros muy reacios a poner el gasto en defensa por delante del gasto social (es lo que tiene la gobernanza de un club con muchos miembros, demasiados tal vez), una posible opción sería la refundación de la OTAN y la PCSD en una nueva Alianza más equilibrada y más acorde a los intereses del conjunto de los Estados partes.

Ello supondría una suerte de europeización de la OTAN que permitiría a la UE tomar las riendas de su propia defensa de forma progresiva, contando con el apoyo de unos EE. UU. que sin duda se sentirían más cómodos y libres para afrontar los retos que se les presentan en el panorama internacional. Fin del protectorado y fin de la dependencia. Una Europa fuerte reforzaría el multilateralismo y daría estabilidad a la gobernanza global en un siglo XXI que se anuncia multipolar.

La idea de conseguir una autonomía estratégica para Europa está sobre la mesa desde hace años y los sesudos analistas de los Estados miembros de la UE y de las Instituciones Europeas no ven más que una ventana de oportunidad apenas entreabierta: la actual OTAN sería la cadena de seguridad que la impide abrirse totalmente para que la UE pueda asomarse a la calle como un vecino influyente en este mundo crecientemente multipolar.

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