Hace 30 veranos, mientras Europa occidental disfrutaba de vacaciones y en España la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona nos llenaban de orgullo y satisfacción, la antigua Yugoslavia se desintegraba en guerras de políticas de limpieza étnica y exterminio.
Quienes lo intentaron explicar desde las democracias europeas nos tranquilizaron diciendo que los Balcanes occidentales eran un lugar diferente y excepcional, con una larga historia muy propensa a la “cultura de la violencia”. El político británico David Owen, representante de la Unión Europea en la zona y copresidente de la Conferencia Internacional para la antigua Yugoslavia entre 1992 y 1995, escribió, en un libro publicado poco después: “La historia apunta a una tradición en los Balcanes de disposición a solucionar las disputas cogiendo las armas…. a una cultura de la violencia en una encrucijada de civilizaciones”.
Según esa visión, la “identidad” (nacional o religiosa) y el “sino histórico” son factores explicativos claves para el inicio y naturaleza de aquellos combates armados. En el momento en que estaban sucediendo fue una visión ampliamente difundida en los medios de comunicación e influyó en las políticas adoptadas por las democracias occidentales. Estimuló además una generalizada aceptación de la “equivalencia moral”, de que todas las partes eran igual de culpables y que como los “odios étnicos” ya se remontaban a una larga historia, muy compleja y difícil de entender, los demás países poco podían hacer para resolverla y, menos todavía, intervenir. Hubo con esos argumentos una campaña deliberada de comentaristas y estadistas occidentales para justificar la política de inacción. Vayamos a los hechos.
A partir de 1945, con la derrota de los fascismos, surgió la Yugoslavia de Josip Broz Tito como jefe del nuevo Estado de seis repúblicas (Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro y Macedonia) y dos provincias autónomas dentro de Serbia: Voivodina y Kosovo. Durante el período comunista todas las manifestaciones de identidad nacional fueron firmemente controladas por el régimen, que mostró poco respeto por las religiones y culturas tradicionales. Tras la muerte de Tito en 1980, bastante antes de su desintegración, el poder político en Yugoslavia se desplazó desde las instituciones federales centrales a las repúblicas y provincias.
La década siguiente a la muerte de Tito se llenó de problemas e inestabilidad para Yugoslavia. Una deuda internacional creciente y el aumento del paro dieron la impresión de que había una grave crisis social, política y económica que el sistema comunista no podía resolver. Las consecuencias de larga duración fueron la desintegración social, la radicalización de movimientos etno-nacionalistas y, finalmente, conflictos armados.
Sin Tito, La Liga de los Comunistas de Yugoslavia careció de un líder reconocido. Aunque el surgimiento y “despertar” del nacionalismo serbio se ha atribuido a menudo a Slobodan Milosevic, quien llegó al poder dentro de la Liga de los Comunistas en 1987 después de varias intervenciones en la televisión de Belgrado sobre los serbios en Kosovo, en realidad esas ideas habían aparecido antes y fueron estimuladas por los medios de comunicación, la Iglesia ortodoxa y miembros de la Academia Serbia.
Lo que hizo Milosevic fue hacer las creencias de los más radicales ampliamente aceptables, aprovechando la profunda pérdida de confianza en las estructuras del Estado comunista. Parece evidente que las memorias de los conflictos históricos, y especialmente del terror desatado durante la Segunda Guerra Mundial, desempeñaron un papel importante en los diferentes discursos políticos nacionalistas y que la autoridad oportunista de individuos como Milosevic fue crucial.
En medio del proceso de desintegración de la anterior, el 27 de abril de 1992 Serbia y Montenegro –en realidad, Serbia, bajo el control de Slobodan Milosevic– establecieron la República Federal de Yugoslavia.
En otras partes de Yugoslavia, el nacionalismo racial de Milosevic y sus intentos de recentralizar la federación se enfrentaron a una clara oposición en Eslovenia y Croacia. Eslovenia, la república más occidental y nacionalmente homogénea, expresó su intención de separarse en 1989. Cuando la Liga de los Comunistas se desplomó en enero de 1990, fue elegida una coalición de partidos demócratas nuevos (DEMOS) cuyo Gobierno organizó un plebiscito sobre la independencia, respaldado por una amplia mayoría, y dirigió los pasos hacia la independencia a comienzos del verano de 1991. El Ejército Popular Yugoslavo quiso abortar ese movimiento, aunque no encontró apoyos políticos para combatir y las fuerzas de seguridad eslovenas resistieron. Tras diez días de combates y varias decenas de muertos, un acuerdo firmado en las Islas Brioni finalizó las hostilidades y unos meses después el pequeño Estado alpino fue reconocido internacionalmente.
En Croacia las elecciones de 1990 llevaron también al poder a un partido no comunista, la Unión Demócrata Croata, dirigida por el excomunista Franjo Tudjman, quien galvanizó también los sentimientos nacionalistas de forma radical, reclamando una gran Croacia como bastión de la “Civilización Occidental” y haciendo claras asociaciones con el pasado y el legado de la fascista Ustacha. Tudjman y sus seguidores comenzaron a utilizar los mismos símbolos y emblemas nacionales tradicionales que durante la Segunda Guerra Mundial habían abanderado el programa racista que había llevado a los campos de exterminio a miles de serbios, judíos, comunistas croatas y gitanos. El Ejército Popular Yugoslavo comenzó a armar a milicias en las partes de Croacia donde los serbios eran mayoría. En julio de 1991 atacaron algunas ciudades de la costa Dálmata y a partir de ese momento la guerra se extendió por todo el territorio.
Al contrario que en Eslovenia y Croacia, en Bosnia-Herzegovina no había un grupo étnico mayoritario. En 1991 los musulmanes bosnios constituían el 43 por ciento de la población, los serbios el 31 por ciento y los croatas el 17 por ciento. En general, habían convivido, especialmente en las ciudades, con notables dosis de tolerancia, pero, al calor de lo que había pasado en las otras repúblicas, los nuevos partidos surgidos de la quiebra del monopolio comunista del poder se radicalizaron, presionados por los programas de Milosevic y Tudjman, que no iban a aceptar ese escenario multiétnico.
Como en Croacia, el Ejército Popular Yugoslavo distribuyó armas a “unidades de defensa” serbias, lo que llevó a musulmanes y croatas dentro de ese territorio a buscar armas también, con grupos paramilitares compitiendo por el control. El Gobierno bosnio de Alija Izetbegovic, acosado por los serbios nacionalistas de Radivan Karadzic, que habían establecido una entidad autónoma, la República Srpskak, convocó un referéndum sobre la independencia para el 29 de febrero y 1 de marzo de 1992, boicoteado por los serbios, en el que una mayoría del electorado decidió aprobarla. Los paramilitares serbios y unidades del Ejército, bajo el mando de Ratko Mládic, tomaron desde abril de ese año el setenta por ciento del país e iniciaron un largo y violento asedio de Sarajevo.
Fue la guerra más larga y violenta de todas y tuvo episodios de genocidio, como el asesinato de casi toda la población masculina musulmana de Srebrenica, ocho mil personas, cuando las tropas de Mládic la ocuparon en julio de 1995. Los acuerdos de Dayton (Ohio) en diciembre de ese año, donde se sentaron Milosevic, Izetbegovic y Tudjman, pararon la guerra en Bosnia-Herzegovina, aunque no sirvieron para evitar que Serbia lanzara unos años después una última campaña de limpieza étnica contra los musulmanes y separatistas albaneses en Kosovo, una guerra que contó también con las acciones terroristas del Ejército de Liberación de Kosovo y que continuó en el siglo XXI hasta la declaración de independencia en febrero de 2008.
El número total de muertos y heridos de esas guerras de secesión de Yugoslavia sigue siendo objeto de disputa. Una estimación bastante aceptada se resume en 200.000 muertos, alrededor de la mitad musulmanes, un tercio de serbios y del quince al veinte por ciento de croatas. La Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas encontró evidencia de 12.000 violaciones de mujeres, aunque nuevas investigaciones elevan la cifra en Bosnia-Herzegovina a más de veinte mil. Hubo más de un millón y medio de personas refugiadas y desplazadas a otros países, principalmente de Bosnia. Solo en Sarajevo, al menos 10.500 personas murieron y 50.000 resultaron heridas. Más del setenta por ciento de los edificios históricos, iglesias, cementerios, bibliotecas y archivos habían sido destruidos. El bombardeo de la Biblioteca Nacional y Universitaria por las fuerzas bosnio-serbias el 25 de agosto de 1992 destruyó más de 600.000 libros, casi el cuarenta por ciento de sus fondos.
Cientos de miles de personas sufrieron daños psicológicos. Un gran número de serbios de Bosnia participó en atrocidades o fue testigo pasivo de ellas. La violencia doméstica contra las mujeres por parte de maridos y novios se disparó. En Mostar muchas madres fueron golpeadas o recibieron palizas por parte de sus hijos, un fenómeno desconocido antes de la guerra.
Pero si por algo destacó la violencia en aquellas guerras de sucesión de Yugoslavia fue por las violaciones de mujeres musulmanas en Bosnia-Herzegovina, un plan de terror organizado y orquestado por el mando militar serbio-bosnio. La información de esas violaciones masivas –y también sobre las que ocurrieron por los mismos años en Ruanda– y el subsiguiente reconocimiento internacional como crímenes de guerra dio “legitimidad intelectual y urgencia ética” a estudiar la violencia sexual en todas las guerras anteriores.
Los diferentes grupos intentaron “fijar” identidades, para determinar después quiénes merecían los derechos y privilegios otorgados por pertenecer a la nación
Nada de lo que ocurrió en ese proceso de crisis estaba predeterminado o era inevitable, como tampoco lo había sido en Armenia, en Rusia, en España o en la Alemania nazi. A comienzos de los años noventa, cuando los empeños por mantener la integridad de Yugoslavia habían fracasado, los mandos del Ejército Popular Yugoslavo y los líderes de la Liga de los Comunistas comenzaron a mirar a Serbia y al nacionalismo serbio como forma de mantener el sistema. Pero en un país y territorio de tanta diversidad, donde cada grupo podía ser una minoría dependiendo de las experiencias históricas o de la zona en que vivía, imponer un proyecto nacionalista único y exclusivo no resultaba sencillo.
Como había ocurrido en otros casos en el siglo XX europeo, los diferentes grupos intentaron “fijar” identidades, para determinar después quiénes merecían los derechos y privilegios otorgados por pertenecer a la nación.
Cuando las armas sustituyeron a las políticas, junto a los ejércitos regulares, entre los grupos paramilitares, como había ocurrido en Armenia y en otros lugares tras la Primera Guerra Mundial, destacaron elementos criminales como la Guardia Voluntaria Serbia, los Tigres de “Arkan”, de Zeljko Raznatovic. Miles de ciudadanos, además, participaron en las atrocidades, en los saqueos de propiedades y fueron cómplices de las acciones criminales. La deshumanización del contrario, de las víctimas –balijas, “perros”, “paquetes”, era como llamaban a los bosnios musulmanes– cumplió también la función, como en otros ejemplos históricos de “atrocidad moral”, de extender el terror y de eliminar la capacidad de resistencia.
Los tópicos y representaciones sobre esa región están tan afianzados que no se suele atender a los análisis históricos que los han desmontado. Los pasados fracturados se recuerdan desde presentes divididos. Las memorias se cruzan y la historia europea compartida es matizada y bloqueada por las diferentes memorias nacionales. Y por el ascenso de viejos y nuevos tipos de populismos. De 1992 a 2022.
Hace 30 veranos, mientras Europa occidental disfrutaba de vacaciones y en España la Exposición Universal de Sevilla y las Olimpiadas de Barcelona nos llenaban de orgullo y satisfacción, la antigua Yugoslavia se desintegraba en guerras de políticas de limpieza étnica y exterminio.