En cada charla, club de lectura, tertulia y demás actos literarios en los que participo en los últimos meses, de un modo u otro, sale a relucir la llamada cultura de la cancelación. Un término innovador para una vieja historia. Me critican por sacar los trapos sucios de personajes ilustres, pero también por ser tolerante con esa misma gente cuyo comportamiento es censurable. Entre lo políticamente correcto, la cultura de la cancelación y la crítica nos hemos hecho un lío considerable. Cancelar es un neologismo equiparable a boicotear a personajes que tienen o han tenido un supuesto comportamiento inadmisible.
Las modas son recurrentes. No solo me refiero al ancho de las solapas, la horma de los zapatos o el corte de pelo, sino a ideas que parecían superadas y, sin embargo, al cabo del tiempo regresan como si fueran novedosas. Pues en este caso no lo son. Desde hace mucho tiempo se ha exigido a los famosos un comportamiento intachable, quizá con la cínica esperanza de masacrarlos cuando cometen un error. Siempre han existido los defensores de lavar en casa los trapos sucios contra los defensores de airearlos. Yo me limito a contar, sin hacer juicios sumarísimos ni listas negras, que las personas capaces de realizar proezas memorables, también tienen defectos. Del mismo modo que diferencio la obra del comportamiento de su autor. Allá ellos con su reputación, pero que no me priven de las películas de Roman Polansky o de Woody Allen. Pocas teorías voy a aportar al encendido debate sobre la cancelación, asunto sobre el que ya se han escrito multitud de tratados, pero sí puedo poner algún ejemplo práctico.
La sombra de Albert Einstein me persigue desde que se me ocurrió escribir El Nobel y la corista, una novela donde cuento lo mejor y un poco de lo peor de la vida de uno de los genios más idolatrados de la historia. Por cierto, el título original era Bailando con Einstein, pero me obligaron a cambiarlo por miedo a una posible demanda de su Fundación dedicada a preservar su buena imagen, siempre alerta para actuar judicialmente contra cualquiera que intente desacreditarla. Una novela —imprescindible añadir que está escrupulosamente basada en hechos reales— que me ha procurado más de un disgusto, porque los seguidores incondicionales del Nobel que acuden a cada encuentro literario me reprochan mi intromisión en su vida privada y lo hacen con verdadera furia. Mi defensa frente a sus reprimendas consiste en explicar que no intento “cancelar” a Einstein, sería una pretensión estúpida, sino contar la verdad sobre un personaje extraordinario que aportó grandes logros a la humanidad, pero fue cruel con las personas que se cruzaron en su vida. Intento fallido el de contar la verdad, porque sus acólitos me crucifican y los que descubren que fue un canalla como esposo, padre y amante tergiversan el sentido de mis palabras. Era uno de esos hombres generosos con la humanidad, pero egoísta con las personas cercanas; alejado del afecto y el sufrimiento de los suyos, pero amable y compasivo con los desconocidos. Puedo ser crítica con su caos sentimental, considerarle ególatra e incluso desconsiderado y frívolo en sus relaciones personales, pero respetar profundamente su cerebro privilegiado de científico que simboliza el triunfo de la inteligencia.
Entre lo políticamente correcto, la cultura de la cancelación y la crítica nos hemos hecho un lío considerable. Cancelar es un neologismo equiparable a boicotear a personajes que tienen o han tenido un supuesto comportamiento inadmisible
Lo mismo me sucede con un sinfín de personajes a los me he referido o incluso he tenido la oportunidad de entrevistar, que han realizado grandes proezas científicas, literarias, pictóricas, cinematográficas y políticas, pero al curiosear en su vida dejan mucho que desear. Ya hemos bajado de su pedestal a la mayoría de las leyendas de Hollywood. Se ha acusado, a veces con pruebas, a Marlon Brando de psicópata, a Burt Lancaster de pervertido, a Elia Kazan de delator, a Roman Polansky y Woody Allen de violación y pedofilia respectivamente. No me olvido de unos cuantos músicos memorables, como Chet Baker, Ray Charles, Elvis Presley, Jimi Hendrix o Jim Morrison que tuvieron una fuerte dependencia de las drogas y llevaron una vida tan perturbada y caótica como los anteriores. A pesar de su siniestro pasado individual, nadie ha devaluado la obra de filósofos como Althusser, que asesinó a su mujer; Jean Paul Sartre pedófilo confeso; escritores como Neruda violador de una menor ceilandesa; las falsas hazañas que se inventó el impostor Malraux; las rarezas patológicas de Truman Capote; la promiscuidad enfermiza de George Simenon, los graves reproches de Mileva a su marido Albert Einstein y las acusaciones de misógino y maltratador al genial Pablo Picasso.
Las mujeres aún peor. Actrices como Marlene Dietrich, Ava Gardner, Rita Hayworth, Katherine Hepburn, Bette Davis, Joan Crawford o cantantes como Janis Joplin, Billie Holiday y tantas otras son carne de cañón. Se las tritura con mayor facilidad y se les corta el mismo patrón basado en la vieja teoría misógina de que todas ellas necesitan seducir a los hombres para obligarles a ejecutar sus deseos. Si tienen éxito con una novela se dice que ha sido escrita por su marido; si mantienen buen aspecto, a pesar de los años, el mérito es del cirujano; si ocupan un puesto político, ya se sabe, en este caso tan reciente considero que no necesito extenderme.
Los genios, con frecuencia, se vuelven muy egocéntricos, caprichosos y despiadados, Solo se preocupan por su mundo y sus hallazgos. Vaya tropa de héroes legendarios plagados de defectos y llenos de carencias, megalómanos, maniacodepresivos, pervertidos, psicópatas o narcisistas. He elegido intencionadamente a personajes de cuyas obras no puedo prescindir, a pesar de que aborrezco la parte oscura de sus vidas. Sin embargo, no se me ocurre cancelaros, destruir su reputación o provocar su muerte social, aunque, desde luego, a ninguno de estos viejos mitos quisiera tenerlo ceca de mí.
________________
Nativel Preciado es periodista, analista política y autora de más de veinte ensayos y novelas, galardonadas con algunos de los principales premios literarios
En cada charla, club de lectura, tertulia y demás actos literarios en los que participo en los últimos meses, de un modo u otro, sale a relucir la llamada cultura de la cancelación. Un término innovador para una vieja historia. Me critican por sacar los trapos sucios de personajes ilustres, pero también por ser tolerante con esa misma gente cuyo comportamiento es censurable. Entre lo políticamente correcto, la cultura de la cancelación y la crítica nos hemos hecho un lío considerable. Cancelar es un neologismo equiparable a boicotear a personajes que tienen o han tenido un supuesto comportamiento inadmisible.