El catolicismo cultural, ¡ay, madre!

8

No está bautizado ni va a religión ni ha estado expuesto a más de unas misas sociales en el pueblo contadas con dos manos, pero el otro día, ante un ‘no’, me espetó: “Esto es por tu culpa, por tu culpa y por tu gran culpa”. Muy bien dramatizado, ni idea de dónde lo sacó. A mí me cuesta mucho pasar un día entero sin decir “¡ay, madre!”, “madre mía”, “madre santa” —In Spain our feelings are so strong —. Él me corta: ¡Eso no se dice! Y yo no sé por dónde empezar a explicarle las contradicciones y el desorden del catolicismo cultural que también respira.

Yo estoy hasta confirmada (por hacer felices a mis abuelas) y no paso delante de una iglesia sin entrar cuando voy de viaje, pero después de estos días vaticanistas necesito con urgencia dejar de ver señores en sotana 24 horas en la televisión. La muerte del papa y la elección del próximo es una noticia de primer orden, eso es indiscutible, pero entre eso y quedar sintonizados en Radio María me parece a mí que hay margen de actuación. También con el paso de los días se hace más difícil, como decía Martín Caparrós cuando el que falleció fue Vargas Llosa, “hacerse los tontos”.

Cuánto rato podemos estar hablando de la ceremonia y los intríngulis de una institución que ha tolerado abusos a niños, que ha oprimido a mujeres y a homosexuales, por decir dos colectivos enormes de seres humanos a los que todavía no respeta, que sigue dominada por ideas absolutamente retrógradas y contrarias a los derechos humanos. Cuánto rato podemos mantener la deferencia ante el finado de no recordar que, hace un suspiro, habló de la “mariconería” en los seminarios como algo a combatir o que dijo esto, tan trumpiano y mileiniano, sobre la igualdad: “pedí estudios sobre esta fea ideología de nuestro tiempo, que borra las diferencias y hace que todo sea igual; borrar la diferencia es borrar la humanidad. El hombre y la mujer, en cambio, se mantienen en fecunda tensión”. 

Cuánto rato podemos estar hablando de la ceremonia y los intríngulis de una institución que ha tolerado abusos a niños, que ha oprimido a mujeres y a homosexuales

El papa Francisco nos parecía bien “para ser un papa”, porque de un papa no se puede pedir más y lo sabemos. Pero estamos celebrando como un hito que el líder de los católicos defienda a los migrantes y a los pobres y que haya querido parecer sencillo: la verdad es que poco esperamos entonces de una religión que proclama “amarás al prójimo como a ti mismo”. Pero nos fascinan los fastos, como nos hipnotiza otra institución que no está justificada pero aceptamos barco: la monarquía, los protocolos, las intrigas palaciegas, todos esos mundos que nos parecen de película.

A mí, como católica cultural, me resulta muy orgánico esto de no mirar el cuadro completo. Si yo pensara en todo lo horrible de la institución de la Iglesia católica, no volvería a acercarme a una. Pero también me hago la tonta algún rato, para sentir el recogimiento o el abrazo de una memoria infantil: las tardes con mi abuela haciendo cuentas de las imágenes, porque los sermones escuchados con atención siempre me produjeron ciertas ganas de huir. En este mundo tan hostil, de líderes malistas, es comprensible elevar a Francisco incluso como icono progresista porque todos necesitamos asideros y referentes y hay sequía. Cuidado con lo que perdonamos por el camino.

No está bautizado ni va a religión ni ha estado expuesto a más de unas misas sociales en el pueblo contadas con dos manos, pero el otro día, ante un ‘no’, me espetó: “Esto es por tu culpa, por tu culpa y por tu gran culpa”. Muy bien dramatizado, ni idea de dónde lo sacó. A mí me cuesta mucho pasar un día entero sin decir “¡ay, madre!”, “madre mía”, “madre santa” —In Spain our feelings are so strong —. Él me corta: ¡Eso no se dice! Y yo no sé por dónde empezar a explicarle las contradicciones y el desorden del catolicismo cultural que también respira.

Más sobre este tema