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Alexandra Gil

La primera vez que puse ojos, voz y brazos al racismo fue en 2011. Unas amigas de Madrid habían venido a visitarme a Lille, donde yo vivía entonces, y habíamos viajado juntas al carnaval de Dunkerque. Entramos en un bar de bocadillos y al oírnos hablar, un tipo me preguntó si hablaba francés. Le respondí que sí y pronto entendí que sólo se interesaba porque quería tener la posibilidad de decirme en su idioma que me fuera a mi país. “¿Habéis venido de visita o vivís en Francia?’’ Cuando supo que yo llevaba en el norte unos meses y pensaba instalarme en el Hexágono, le cambió la cara. Con una educación escalofriante, como quien da la hora, me dijo que él preferiría que yo no viviera en Francia nunca.

Mantuve un debate acalorado propio de mis 24 de entonces y con una amiga agarrándome del brazo porque, por mi gesto de aragonesa empecinada en terminar la conversación, supo que algo no iba bien. Entonces no lo sabía, pero el odio empezaba allí a desempolvarse las vestiduras: unos meses después de aquella noche, más de 6,4 millones de franceses votarían a Marine Le Pen en primera vuelta de las elecciones presidenciales. De la conversación recuerdo que me espetó que me quería fuera porque le quitaría el trabajo. “¿A qué te dedicas?” le pregunté. “Ingeniero aeronáutico”. Creo que me eché a reír recordando lo inútil que he sido siempre en matemáticas, pero por dentro sentía un nudo en la garganta, calor en las mejillas y unas irrefrenables ganas de llorar, como si el país del que llevaba enamorada desde niña, del que yo siempre hablaba maravillas, me hubiera dado calabazas delante de los míos.

Cuando me fui, mi amiga Almudena me dijo que estaba orgullosa de mí. A mí me temblaban las piernas como nunca.

Ese día, entendí que Francia estaba enferma.

El racismo y el clasismo suelen bailar pegados, y son en ocasiones una lluvia fina que cala con la sutileza y la complicidad de quien permite que un trabajo digno no vaya acompañado de los derechos que convertirían a la 'chica' en una ciudadana más

Con los años, supe que las españolas jóvenes teníamos para muchos franceses el mote ‘Conchita’, como herencia de la inmigración de los años 60 a Francia; miles de mujeres emigraron solas para ser la chacha de quien hiciera falta con tal de llevarse un mendrugo de pan a la boca y ayudar a los suyos a salir de la pobreza en la que España estaba sumida hace ahora sesenta años. Las Conchitas de aquel París son hoy en España las chicas. Y son las chicas porque arrebatarles su nombre ha sido el último gesto de deshumanización y cobardía de muchos de los que, en coherencia con sus ideas, las querrían fuera, (como fuera de Francia me quería a mí aquel orangután) pero prefieren que antes de irse hagan la colada, recojan a sus hijos, preparen la comida y cierren la puerta sin hacer mucho ruido.

La chica existe, pero la chica es discreta. Resulta vergonzante oír a sus empleadores argumentarte por qué le pagan en negro. “Es que no quiso cuando se lo dijimos”. “Así ella se organiza mejor”. “Le pago el autobús”. “Cuando ella me dice que se va a ver a la familia una semana yo no le pongo problemas”.

Qué detallazo.

La chica sabe todo de ti. Tus alergias, tus manías, cómo te gusta encontrar tu ropa doblada, a qué hora llegas, cómo se llama tu padre, cuándo es mejor no molestarte. A ti te suena de lejos que la chica tiene un hijo en su país, que su madre estaba enferma de algo, y no le has preguntado si tiene pareja porque, ahorrémonos el teatrillo: te da igual. Solo sabes que es una chica seria, que es el equivalente a zurcir los calcetines y dejarte la casa como los chorros del oro sin que tú te des cuenta de que está presente. Y que no cotiza por su trabajo en tu casa. Eso también lo sabes.

El racismo y el clasismo suelen bailar pegados, y son en ocasiones una lluvia fina que cala con la sutileza y la complicidad de quien permite que un trabajo digno no vaya acompañado de los derechos que convertirían a la chica en una ciudadana más.

Cuando me cruzo por Madrid con ellas (porque siempre son mujeres), paseando a chihuahuas y disfrazadas contra su voluntad de sirvientas del siglo pasado, me gusta pensar que todas ellas ignorarán esa lluvia fina cuando les caiga, sacarán el paraguas y harán lo que yo hice la noche en que Francia me dio calabazas: levantar la cabeza, y seguir.

Porque al final me fui a mi país, sí. Ocho años después de aquella noche, y porque a mí me dio la gana

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Alexandra Gil es periodista, especializada en radicalización violenta y extremismos, autora de 'En el vientre de la yihad' (Debate).

La primera vez que puse ojos, voz y brazos al racismo fue en 2011. Unas amigas de Madrid habían venido a visitarme a Lille, donde yo vivía entonces, y habíamos viajado juntas al carnaval de Dunkerque. Entramos en un bar de bocadillos y al oírnos hablar, un tipo me preguntó si hablaba francés. Le respondí que sí y pronto entendí que sólo se interesaba porque quería tener la posibilidad de decirme en su idioma que me fuera a mi país. “¿Habéis venido de visita o vivís en Francia?’’ Cuando supo que yo llevaba en el norte unos meses y pensaba instalarme en el Hexágono, le cambió la cara. Con una educación escalofriante, como quien da la hora, me dijo que él preferiría que yo no viviera en Francia nunca.

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