Las ciudades que podrían ser

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En las ciudades como esta, la Semana Santa es una Navidad de amigos y conocidos. Tan rito es comer almendras garrapiñadas como acabar esperando una procesión con alguien que no veías desde los 17 años. A esa edad comienzan las fugas. En ciudades como esta, que tampoco son pueblos remotos impracticables, se asume que irse, haberse ido o estar fuera es la condición más probable. El jueves me volvieron a preguntar: “Pero tú no estás aquí, ¿no?” Voy a cumplir cuatro años de vuelta y todavía no tengo una respuesta ingeniosa para salir del paso. Entonces, atropelladamente, comienzo a aportar pruebas: sí, mira, venimos de la piscina con todos los bártulos –señalo–, y el niño está ya en el colegio –lo muestro–, y ¿quieres que te enseñe el recibo de la luz? –eso no lo digo–.

En ciudades como esta, que tienen casi la mitad de sus nacidos fuera, la Semana Santa es el reencuentro callejero que los rigores del invierno estepario impiden en Navidad. Seguramente vuelven más personas en Navidad que en Semana Santa, pero se ven menos. Si emigraste fuera de Europa, lo más común es que vengas en Navidad y/o verano. Una semana, aunque se apellide Santa, es muy poco tiempo para un viaje tan largo. Pero en Navidad la calle es inhóspita, los días oscuros y en cada familia hay una o dos personas con alguna enfermedad respiratoria –los últimos años covid, este gripe A–. No se queda tanto y se hace desacompasadamente, las actividades comunitarias en el exterior son puntuales y terminan rápido.

No hace falta creer en nada para emocionarse viendo a gente contenta de estar contenta, apretujada, en la calle, con salud para volver a hacer lo de siempre un año más

La Semana Santa es otra cosa. Todavía hay luz natural a las ocho de la tarde, y eso, especialmente en ciudades como esta que saben de nieblas que no levantan, lo cambia todo. Se juntan de vuelta en las calles, sueltos como alegres gritos, los que residen y los que visitan. Y una ciudad como esta, que apenas tiene ya 60.000 censados, se convierte en un quién es quién andante en el que una de cada tres caras te dice algo. “Da gusto ver la ciudad así”, se empieza a oír en la calle. “Ojalá fuera así todo el año”, siempre al filo de la nostalgia. “Pero es sólo una semana”, realismo brutal.

Es difícil encontrar en ciudades como esta personas que hablen en contra de la Semana Santa. A quién no le gusta comprobar que su ciudad tiene pulso. No hace falta creer en nada para emocionarse viendo a gente contenta de estar contenta, apretujada, en la calle, con salud para volver a hacer lo de siempre un año más. En las ciudades como esta la expresión se mide, pero estos días hay abrazos y lágrimas y hasta aplausos discretos. A estas alturas del mundo, en ciudades como esta, me parece que la Semana Santa tiene ya tanto que ver con la fe en lo que podrían ser si siempre estuvieran así, que con la otra.

En las ciudades como esta, la Semana Santa es una Navidad de amigos y conocidos. Tan rito es comer almendras garrapiñadas como acabar esperando una procesión con alguien que no veías desde los 17 años. A esa edad comienzan las fugas. En ciudades como esta, que tampoco son pueblos remotos impracticables, se asume que irse, haberse ido o estar fuera es la condición más probable. El jueves me volvieron a preguntar: “Pero tú no estás aquí, ¿no?” Voy a cumplir cuatro años de vuelta y todavía no tengo una respuesta ingeniosa para salir del paso. Entonces, atropelladamente, comienzo a aportar pruebas: sí, mira, venimos de la piscina con todos los bártulos –señalo–, y el niño está ya en el colegio –lo muestro–, y ¿quieres que te enseñe el recibo de la luz? –eso no lo digo–.

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