Quizá estemos ya un poco hartos de que una de cada pocas palabras que escuchamos o leemos sea el palabro “sostenibilidad” y su condición de apellido a cualquier nombre que defina alguna actividad relevante: movilidad sostenible, finanzas sostenibles, turismo sostenible, agricultura y ganadería sostenibles, y así uno a uno hasta agotar todos los CNAE (la Clasificación Nacional de Actividades Económicas).
Pues armémonos de paciencia, creatividad, credulidad y optimismo porque la cosa va para largo y muy en serio.
Hace ya 36 años alguien dijo en la tribuna de la Asamblea General de Naciones Unidas que la sostenibilidad es “el reto intergeneracional de satisfacer nuestras necesidades sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer las suyas propias”. Es una definición sencilla y precisa. Atemporal y oportuna. Positiva y motivadora.
Ese alguien fue Gro Harlem Brundtland, Comisionada de Naciones Unidas para el Medio ambiente y el Desarrollo mientras ejercía el segundo de sus tres mandatos como primera ministra de Noruega, para después ser directora general de la Organización Mundial de la Salud y enviada especial para el Cambio Climático. Brundtland estaba, por cierto, en la isla de UtØya cuando tuvo lugar el atentado terrorista en 2011 que dejó 69 personas asesinadas.
Nuestro futuro en común fue el Informe que dirigió y publicó en 1987 y que estructuró en tres pilares: preocupaciones, retos y tareas comunes. Salvo la ausencia de mención a la hoy omnipresente digitalización por razones obvias, todo lo demás sigue vigente: las preocupaciones, los retos y las tareas ya entonces definidas y todavía pendientes.
Preocupaciones, retos y tareas que se han mantenido silenciosamente latentes durante aproximadamente tres décadas, sin apenas recibir atención hasta que en 2015 la sostenibilidad por fin escaló posiciones hasta conseguir protagonizar las agendas, las lecturas, las conversaciones, los cursos de formación, los eslóganes y las notas de prensa. También la legislación y la información corporativa; los productos y servicios que consumimos; las noticias y los programas electorales, ya sea en estos últimos para defenderla o para denostarla.
¿Qué pasó en 2015 que consiguió resucitar ese palabro y todo lo que significa y conlleva? Nada más y nada menos que otro discurso, esta vez del entonces Gobernador del Banco de Inglaterra y presidente del Foro de Estabilidad Financiera del G20, Mark Carney. Ante una selecta audiencia de representantes del sector asegurador en la sede londinense de Lloyd’s, en el que (consciente o no, aunque a mí me gusta pensar que sí) haciendo un paralelismo con el reto intergeneracional de Brundtland, expuso lo que para él representaba el cambio climático: “La Tragedia del Horizonte”.
Los que hoy están en posiciones de toma de decisión, de definir reglas, de orientar inversiones, de diseñar incentivos, evidencian con sus acciones y omisiones la magnitud del reto intergeneracional del que ya nos alertó Brundtland el siglo pasado
A pesar de que sus efectos son ya muy perceptibles, el cambio climático es un riesgo a largo plazo, aún difícil de cuantificar y de valorar por parte de unos mercados y agentes financieros más habituados a horizontes temporales de corto y medio plazo, y por agentes políticos cuyo horizonte temporal se limita, en el mejor de los casos, a ciclos de cuatro años. Los que hoy están en posiciones de toma de decisión, de definir reglas, de orientar inversiones, de diseñar incentivos, evidencian con sus acciones y omisiones la magnitud del reto intergeneracional del que ya nos alertó Brundtland el siglo pasado.
Que un puñado de valientes adolescentes portugueses hayan conseguido sentar en el banquillo del Tribunal Europeo de Derechos Humanos a 32 países por inacción climática en plena emergencia climática (oficialmente declarada como tal), es una (¿primera?) llamada de atención de una generación —la primera de muchas que van a sufrir las consecuencias más intensas de la crisis climática— a otra que sigue negando, minimizando, contemporizando e incluso caricaturizando, una evidencia aplastante.
Que superar el reto acuñado por Brundtland no iba a ser fácil no es novedad ni excusa. Que hemos dejado pasar un tiempo precioso y hoy ya escaso para idear cómo gestionarlo y superarlo, tampoco. El tiempo, el clima y los más jóvenes apremian.
Quizá estemos ya un poco hartos de que una de cada pocas palabras que escuchamos o leemos sea el palabro “sostenibilidad” y su condición de apellido a cualquier nombre que defina alguna actividad relevante: movilidad sostenible, finanzas sostenibles, turismo sostenible, agricultura y ganadería sostenibles, y así uno a uno hasta agotar todos los CNAE (la Clasificación Nacional de Actividades Económicas).