En Estados Unidos, por lo que se ve, las autoridades defienden celosamente el libre mercado pensando, no sin razón, que la concentración de poder en las grandes compañías, que procuran destruir a sus competidores mediante prácticas monopolísticas, atenta contra el sistema democrático y perjudica a los consumidores, al conjunto de los ciudadanos, a todos nosotros, en fin.
En octubre de 2020, el Departamento de Justicia del gobierno estadounidense dirigido entonces por Donald Trump ya había demandado a la multinacional Google por prácticas contrarias a la libre competencia destinadas a controlar el mercado de los buscadores de internet hasta acaparar el 90% del negocio, habiendo logrado imponer a Google como buscador predeterminado en millones de ordenadores y teléfonos móviles.
Ahora, en 2023, el mismo Departamento, dirigido por un fiscal general nombrado por el presidente Joseph Biden, ha presentado una nueva demanda contra Google, esta vez por intentar eliminar a sus competidores en el mercado de la publicidad por internet. Google compró sus empresas a los operadores más importantes, y al parecer está haciendo lo posible por echar del mercado a los competidores supervivientes de ese proceso de concentración que no han querido vender.
El negocio consiste en que Google cede a las páginas web espacio disponible para que éstas lo ofrezcan a los anunciantes, y le cobra a la web un 30% de lo que ésta obtiene de aquellos anunciantes. De esa forma, las webs ganan menos, los anunciantes pagan más, y eso repercute en el precio del acceso a las webs y en el de los productos anunciados, que pagamos los consumidores.
El propósito de la demanda, además de las sanciones que pueden imponerse a Google, es que el tribunal le obligue a vender y desprenderse de sus filiales dedicadas a soportar tecnológicamente y comercializar la publicidad por internet, que en 2021 le reportaron un 12,3% de las ganancias totales del grupo, que en un 81% proceden de la publicidad.
Los fiscales generales de ocho Estados federados, incluyendo Nueva York, Nueva Jersey, Colorado y California —donde Google está domiciliada— se han unido a la demanda. El fiscal general ha pedido que el juicio se celebre en una corte federal en el estado de Virginia ante un jurado compuesto por ciudadanos.
La demanda se dirige contra una de las empresas del grupo matriz de Google, pero puede ser el precedente para combatir prácticas similares a las que, según parece, se dedican también Amazon, Facebook y Apple, que unidas controlan la mayor parte del negocio. La demandada se defiende señalando que la acción judicial ralentizará la innovación tecnológica, hará subir las tarifas e impedirá crecer a los negocios pequeños. Eso último, sin embargo, es precisamente lo que parece estar haciendo el gigante demandado.
Estas demandas pueden ejercitarse gracias a la Ley Sherman, que data de 1890, establece medidas para controlar los monopolios, y en el pasado ha servido para sustentar iniciativas similares contra AT&T, Bell o Microsoft. Resulta admirable que los órganos de la justicia norteamericana sirvan a los intereses generales y protejan a los ciudadanos sin importar quién esté en el gobierno. Igualmente, es envidiable que la defensa de los derechos que nos afectan a todos pueda ser ejercitada ante un tribunal de jurado compuesto por ciudadanos.
Sin embargo, no cabe ser muy optimistas en cuanto a los potenciales resultados de esa iniciativa, tomando en cuenta que la demanda de 2020, que sigue en tramitación y no irá a juicio hasta finales de este año 2023, no ha impedido hasta ahora que Google siga monopolizando el mercado de los buscadores. Es más que dudoso que la sentencia, aun siendo favorable a los demandantes, tenga consecuencias efectivas para limitar los abusos de las compañías que dominan el mercado, como no parecen haberlo tenido la multa de 400 millones de dólares que se le ha impuesto a Google por geolocalizar a los usuarios sin su permiso, así como las tres multas que le ha impuesto la Unión Europea por 1.490 millones de euros, que no han evitado que la compañía siga aprovechándose comercialmente de los datos personales de los usuarios, y censurando según su particular criterio los contenidos que considera no publicables.
El proceso de concentración bancaria en España, por citar solo un ejemplo, ha reducido el número de entidades financieras de nuestro país a una décima parte de las que había hace apenas cincuenta años y se ha llevado por delante la banca pública
La impotencia de los poderes públicos para poner coto a los abusos de las corporaciones parece aún mayor en España. En materia de tecnología e internet, somos apenas una colonia, y nos limitamos a contemplar como espectadores impotentes esas batallas lejanas que tanto nos afectan pero que se libran en los tribunales de la metrópoli.
En los ámbitos donde nuestra soberanía significa todavía algo, no estamos mucho mejor. Desde la transición hemos asistido aquí a procesos de privatización y de concentración empresarial en el sector privado español similares a los de las tecnológicas estadounidenses: en la energía, empresas eléctricas y de hidrocarburos, en las farmacéuticas, en el transporte, en el sector de la construcción, las obras públicas y la industria, en las telecomunicaciones y en los medios de comunicación, en el sector inmobiliario y los seguros.
El proceso de concentración bancaria en España, por citar solo un ejemplo, ha reducido el número de entidades financieras de nuestro país a una décima parte de las que había hace apenas cincuenta años y se ha llevado por delante la banca pública y las cajas de ahorros. Ha venido acompañado, además, de graves crisis que hemos pagado entre todos con rescates multimillonarios y la secuela del agujero interminable de la Sociedad de Gestión de Activos Procedentes de la Reestructuración Bancaria (Sareb), y de conductas presuntamente delictivas, tales como las cesiones de crédito y los seguros de prima única, las cuentas en paraísos fiscales y el espionaje entre compañías, que han quedado en su mayor parte impunes.
Hace muchos años que las grandes corporaciones dejaron de tener dueños identificables y pasaron a estar dirigidas por administradores poco escrupulosos que obedecen únicamente a la lógica de los beneficios. Por eso, no nos sorprende enterarnos de que las petroleras conocieran y ocultaran durante décadas las consecuencias del cambio climático y siguieran vendiéndonos su petróleo como si nada; que las tabaqueras ocultaran los efectos cancerígenos de los cigarrillos que nos vendían; o que la industria farmacéutica sea la primera productora y vendedora de productos opiáceos letales, en competencia directa con los cárteles de la droga.
Algún día sabremos cuánto ha importado en la guerra de Ucrania la dependencia energética europea, hipotecada al suministro del gas ruso, que ahora se ha reducido al coste de una dependencia igualmente problemática respecto del gas estadounidense. Deberíamos, sin embargo, reflexionar más acerca de si la brecha creciente de la desigualdad, el deterioro de nuestra calidad de vida y nuestra salud y el déficit imparable de la representatividad, credibilidad y eficiencia del sistema democrático, que agita el populismo y alimenta la polarización en nuestra sociedad, más que a conductas concretas de empresas determinadas, obedece en realidad a la configuración misma del sistema de libre mercado, al que hemos permitido crecer desordenadamente, sin acertar a imponerle controles efectivos de salvaguarda de los intereses generales y los derechos de todos.
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Carlos Castresana Fernández es fiscal del Tribunal de Cuentas, y antes lo fue del Tribunal Supremo y de la Fiscalía Anticorrupción. Ha sido también Comisionado de la ONU contra la Impunidad en Guatemala.
En Estados Unidos, por lo que se ve, las autoridades defienden celosamente el libre mercado pensando, no sin razón, que la concentración de poder en las grandes compañías, que procuran destruir a sus competidores mediante prácticas monopolísticas, atenta contra el sistema democrático y perjudica a los consumidores, al conjunto de los ciudadanos, a todos nosotros, en fin.