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Desde 1978, España ha conocido únicamente dos etapas en términos jurídico-institucionales. La primera atraviesa toda la década de 1980 y coloca los cimientos de las instituciones centrales del sistema a través de las grandes leyes orgánicas. La segunda arranca en la década de 1990 y se mantiene hasta hoy. En ella, el sistema político aborda la mayoría de sus proyectos (y sus problemas) con herramientas jurídico-normativas de rango medio. Así ha sido durante décadas, con independencia de la magnitud de los problemas que los gobiernos de España hayan tenido que afrontar o hayan querido impulsar. Lo que hemos visto a lo largo de este año y medio de pandemia ha llevado al paroxismo este modus operandi.
Son de la década de 1980 la mayoría de los marcos jurídicos que alumbraron las estructuras orgánicas de las grandes instituciones del Estado (ley del Poder Judicial en sus aspectos más estructurales relativos al CGPJ o al Tribunal Supremo, ley del Tribunal de Cuentas) y buena parte de los principios que constituyen los marcos jurídicos esenciales del Estado (ley del régimen electoral general, ley del reglamento del Congreso de los Diputados). En aquellos años, el sistema llevaba casi una década funcionando a partir de dinámicas negociadoras entre partidos políticos, agentes sociales y fuerzas vivas de todo tipo. Como explicaba Vázquez Montalbán, los últimos años de la década de 1970 alumbraron una democracia construida sobre una correlación de debilidades más que sobre una correlación de fuerzas.
Con esa mirada, la Constitución de 1978 estableció mayorías cualificadas de tres quintos o de dos tercios para forzar a las Cortes a alcanzar acuerdos similares a los de la Transición en decisiones tan delicadas y cruciales como la elección de las y los integrantes de las grandes instituciones jurídico-políticas del Estado o para acometer la reforma de la Constitución cuando fuese necesaria. El planteamiento era similar al de la mayoría de las constituciones de las democracias parlamentarias de los países de nuestro entorno y coherente con la situación del momento: exigir acuerdos amplios del poder legislativo –que impliquen a más partidos que al partido de gobierno– para tomar decisiones relativas al Poder Judicial, a la justicia constitucional o a la modificación de la Carta Magna. Hasta aquí, todo normal.
Sin embargo, la cualidad del sistema de partidos del país cambió en 1982. El modelo, concebido para operar en un sistema de partidos pluralista y fragmentado como el existente en 1977 y 1979, se topó de bruces en 1982 con un sistema de partido predominante, en el que un solo partido estaba llamado a obtener una mayoría absolutísima durante tres o más legislaturas, dejando al segundo partido a una distancia de más de 10 puntos, es decir, en el arroyo, tal y como explicaba el descreído G. Sartori. Así, el PSOE de Felipe González y Alfonso Guerra se vio con las manos libres para sacar adelante las grandes leyes orgánicas del país sin necesidad de acordar con Alianza Popular (AP) o con cualquier otro partido ni todo ni parte de sus contenidos. En ese contexto político se puso en pie en 1985 la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, de cuyas injusticias electorales todavía no hemos logrado deshacernos, o la primera y decisiva versión de la Ley Orgánica del Poder Judicial que, retorciéndole el brazo al artículo 122.3 de la Constitución y con la explícita bendición del Tribunal Constitucional, dejó en manos del Congreso (202 diputados del PSOE en aquel momento) y el Senado (134 senadores de 208) la elección de la totalidad de los miembros del Consejo General del Poder Judicial. Todo lo que vino después sólo han sido matices, de mayor o menor hondura, pero matices que no han alterado en el fondo lo establecido en 1985: la elección de las y los 20 integrantes del CGPJ por el Congreso y el Senado, frente a los 8 que le atribuía la Constitución en una lectura literal o naif, depende de cómo queramos calificarla.
Casi 40 años después, la práctica totalidad de los cuerpos institucionales que requieren mayorías absolutas para su renovación han vencido su mandato. El caso más grave y escandaloso es el CGPJ, cuyo mandato terminó hace ya casi tres años y cuya falta de contención en su interinidad ha revelado hasta qué punto su presidente, Carlos Lesmes, ha seguido operando como alto cargo del PP, pero por otros medios. Se suman la no renovación por falta de acuerdo de cuatro de las y los 12 magistrados del Tribunal Constitucional, de la Defensoría del Pueblo y, desde hace apenas unos días, los 12 consejeros del Tribunal de Cuentas, cuyo papel de mamporreros frente al indulto a los presos del procés todavía hace sentir sus efectos sobre la crisis territorial española.
En paralelo, no hay atisbo de reforma constitucional alguna para hacer frente a los gravísimos problemas que la arquitectura constitucional española ha ido padeciendo a lo largo de estas cuatro décadas. Ya lo dijo Mendoza: sin noticias de Gurb. A lo largo de los años, la descentralización de la gestión de las grandes políticas sociales ha terminado edificando un país profundamente desigual en lo que se refiere a la calidad de la sanidad, la educación, la vivienda o las prestaciones sociales, y la Constitución no ha ofrecido ni un solo asidero desde el que poder construir igualdad social. Con lo fácil que habría resultado hacerlo echando un vistazo al constitucionalismo de otros países amigos.
Lo mismo cabe decir de la corrupción. España ha alcanzado cotas de corrupción en todos los niveles de gobierno que en otros países darían por si mismas para abrir un proceso constituyente. Sin embargo, aquí lo único que hemos tenido como respuesta política han sido iniciativas legislativas de rango medio e intervenciones vergonzantes de los sucesivos gobiernos para controlar el nombramiento de los jueces de la sala de lo penal del Tribunal Supremo, la Fiscalía General del Estado o las interinidades de los instructores de la Audiencia Nacional.
El estallido catalán de la crisis territorial española habría dado lugar en cualquier otro país a una reflexión profunda sobre nuestra estructura territorial y la necesidad de revisar las enormes grietas que generó la arquitectura constitucional del 78. No es un ajuste de cuentas, es puro sentido común. Y sin embargo, el 1 de octubre sólo ha servido para judicializar la política hasta extremos vergonzantes, dinamitar puentes y animar a independentistas y constitucionalistas a ceñirse cinco centímetros más en cada sisa los odiosos trajes que cada bloque se ha confeccionado con sus respectivas banderas. Ni una palabra sobre la reforma constitucional. Sin noticias de Gurb.
La gestión de esta pandemia ha venido a convertirse en el último ejemplo de esta desoladora relación. Ni siquiera una emergencia sanitaria del calibre que tenemos sobre la mesa parece estar abriendo paso a propuestas que aboguen por una reforma del Senado, una redefinición de la naturaleza y el estatuto de los Consejos Interterritoriales o de la ingeniosa y al mismo tiempo inane Conferencia de Presidentes. Nada. Ni de un lado ni de otro se escucha una sola propuesta que extraiga conclusiones estructurales de nuestras experiencias. Todo nace, crece y muere en la coyuntura. Nada de política: sólo comunicación.
Habrá quien diga que no hay agua en la piscina para reformar la Constitución. Es falso. El agua la pone la gente y desde hace años sabemos que en España hay una mayoría superior al 65% que está a favor del reformar la Constitución. Alguien podría objetar a este dato que se trata de una posición genérica y que en realidad no existe un acuerdo sobre qué materias se deben reformar. Falso también. Los datos cosechados por el CIS en 2018 repiten lo que conocíamos a través de otros estudios: las grandes mayorías quieren una reforma constitucional que garantice la igualdad social, nos proteja contra la corrupción, resuelva nuestros problemas territoriales y haga que el voto de todas las personas cuente con el mismo peso.
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Atendiendo a su causa directa, el bloqueo en la renovación del CGPJ, el TC, el Tribunal de Cuentas o la Defensoría del Pueblo, pero también la crisis territorial, la inutilidad del Senado, la desigualdad de los derechos sociales de la gente dependiendo de la comunidad autónoma en la que se vive o la desproporción del sistema electoral son, en realidad, el mismo problema: la consecuencia institucional o política de haber cimentado los pilares del Estado con leyes orgánicas aprobadas en un contexto de partido predominante. Durante los diez primeros años de vida del sistema consolidado, las Cortes no generaron fricción legislativa alguna a la acción del gobierno. Fue entonces, entre 1982 y 1993, cuando se normalizó una forma de hacer política en la que cada cual sólo hace aquello que puede hacer en solitario. Y así se naturalizó que si para hacer algo –reformar la Constitución, modificar la LOREG, etc.– era necesario contar con otros, la primera opción y la mejor era siempre la misma: no hacer nada. Muchos años después, M.Rajoy convirtió esta forma de hacer política en política a secas. Y así es como en España ni se reforma la Constitución ni se renueva el CGPJ. No porque no sea imprescindible ni porque no haya un acuerdo social para hacerlo, sino porque nadie parece dispuesto a asumir la responsabilidad de solucionar los problemas y no sus efectos. Esto ya no va del software: va de hardware.
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Carolina Bescansa es profesora de Sociología y Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid.
Desde 1978, España ha conocido únicamente dos etapas en términos jurídico-institucionales. La primera atraviesa toda la década de 1980 y coloca los cimientos de las instituciones centrales del sistema a través de las grandes leyes orgánicas. La segunda arranca en la década de 1990 y se mantiene hasta hoy. En ella, el sistema político aborda la mayoría de sus proyectos (y sus problemas) con herramientas jurídico-normativas de rango medio. Así ha sido durante décadas, con independencia de la magnitud de los problemas que los gobiernos de España hayan tenido que afrontar o hayan querido impulsar. Lo que hemos visto a lo largo de este año y medio de pandemia ha llevado al paroxismo este modus operandi.
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