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El 2 de octubre de 2001 escribí un artículo expresando mi desolación, como la de tantos demócratas alrededor del mundo, ante la reacción de Estados Unidos tras los atentados del 11S invadiendo Afganistán, con las consecuentes acciones bélicas de sobra conocidas. En dicha ocasión anotaba la falta de reacción de países como Francia y expresaba además mi estupor ante la propia reacción de España, un país en el que sufríamos entonces el terrorismo desde hacía más de treinta años, pero en vez de una guerra sin cuartel contra un enemigo escurridizo clamábamos por la legalidad y el estado de derecho para hacerle frente. Añadía también que no podía entender esta actitud nuestra de ponernos el casco militar y decidir ayudar "sin límite a un hipotético bombardero de la nada, a una masacre de la miseria…"
En 2001, el terrorismo, especialmente el integrista islamista y fundamentalista, era una amenaza letal mundial pero difusa. Dramáticamente se iría concretando en acciones selectivas pero indiscriminadas tiempo después. Así aconteció en diferentes países y, en España, en Madrid (2004) y Barcelona (2017). Ahora,dos décadas más tarde, esa amenaza se dibuja de una forma diferente. Son menos los atentados en occidente (por el momento) pero su contorno se define con mayor precisión en los lugares de origen. En cuanto a los actores que lo alimentan, se trata de países a los que solo les interesa marcar su preponderancia geopolítica. Sobre todo, hoy como ayer, quiero dejar claro que al desarrollo y auge del yihadismo hemos contribuido todos los países occidentales, algunos con nuestra propia intransigencia, agudizada por el rechazo a aquello que es diferente a nuestra cultura o a nuestra religión, "la única, la verdadera"; otros, simplemente con la indiferencia frente a la destrucción, el sufrimiento y la muerte. Al final, solo ha existido violencia de respuesta ante la irracionalidad de una violencia desenfrenada, atávica y brutal, bien con el nombre de Al Qaeda, Estado islámico u otras franquicias terroristas.
Afganistán es un ejemplo perverso de como la injerencia extranjera ha provocado una situación imposible. El país se libró definitivamente del imperialismo británico a principios del siglo XX. Luego fue una monarquía hasta 1973 convirtiéndose en república hasta 1978, año en que la Revolución de Saur, de tintes comunistas, estableció la República Democrática de Afganistán. En la rebelión intervino la Unión Soviética que, en su apoyo al nuevo gobierno de similar pensamiento, provocó la guerra de Afganistán contra la guerrilla islámica, a su vez auxiliada por Estados Unidos, Arabia Saudí, Pakistán y más naciones occidentales y musulmanas. La retirada de la URSS se produjo en 1989, en el ocaso de la Guerra Fría.
Los talibanes
Los talibanes surgieron a principios de la década de los 90 en el norte de Pakistán. Este movimiento de origen pastún se inició en seminarios religiosos financiados por Arabia Saudí donde se predicaba la línea dura del islam sunita. Desde el suroeste de Afganistán, los talibanes ampliaron rápidamente su influencia. En ese tiempo no estuvo lejos el apoyo de los servicios de inteligencia de los Estados Unidos. En septiembre de 1995 ocuparon la provincia de Herat, fronteriza con Irán, y, exactamente un año después, la capital afgana, Kabul. Ello provocó el fin del régimen de Burhanuddin Rabbani, uno de los padres fundadores de los muyahidines afganos que resistieron la ocupación soviética. La guerra civil prosiguió hasta 1996, cuando los talibanes establecieron el Emirato Islámico implantando su modo de entender la Sharia (ley islámica).
En 1998, los talibanes controlaban casi el 90% de Afganistán. Fueron tiempos oscuros y siniestros de ejecuciones públicas, de implantación del burka y represión al límite para las mujeres a las que se negó educación, libertad y los derechos más elementales en nombre de la interpretación más extrema de la ley islámica. Recuerdo la indignación con que recibimos en todo el mundo estos hechos, así como la destrucción de las estatuas de Buda de Bamiyán en el centro del país. Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU) fueron los únicos países que reconocieron a los talibanes.
Invasión y retirada
Los cuatro atentados terroristas del 11S de 2001 en Estados Unidos, atribuidos a los yihadistas de Bin Laden y Al Qaeda, pusieron en el foco a los talibanes acusados de servir de refugio a los presuntos autores. Ello motivó que una coalición internacional de la OTAN, con Estados Unidos liderando, llevara a cabo a principios de octubre la invasión del país, derrocándolos. Se instauró un gobierno proclive a Occidente que formó la República Islámica de Afganistán y, en ese punto, se inició la enésima guerra que aún persiste. Diez años más tarde, en 2011, Estados Unidos acabó con Bin Laden y también con otros líderes del grupo terrorista, que quedó así debilitado.
Ya saben lo que ocurrió después. En 2014, la OTAN y EEUU declararon su retirada del conflicto, si bien manteniendo fuerzas militares para apoyar al gobierno. Seis años más tarde, en febrero, los norteamericanos y los talibanes firmaron a dos bandas un acuerdo por el cual se replegarían las tropas con una condición: impedir que Al Qaeda u otros grupos terroristas realizaran sus actividades en el territorio. Y en septiembre de 2020 comenzaron negociaciones entre el gobierno y los talibanes en busca de un acuerdo de Gobierno común. Sin embargo, a día de hoy, Al-Qaeda continúa operando en Afganistán y los militantes del Estado Islámico están llevando a cabo ataques en el país como informaba estos días la BBC.
Tal y como sucede en la novela de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, nada más conocerse la noticia de la salida efectiva de los soldados norteamericanos este mes de agosto de 2021, se incrementó la ofensiva talibán contra el gobierno afgano que está tomando las ciudades más importantes del país, con una velocidad de vértigo, al contar con un contingente de 85.000 combatientes a tiempo completo, según cifras oficiales de la OTAN.
Pánico y huida
¿Qué estamos haciendo mientras que esto ocurre? El presidente Joe Biden ha declarado que no se arrepiente de su decisión considerando que es el gobierno afgano quien debe luchar por su nación, si bien la debilidad del ejército de Kabul, formado y financiado por los propios estadounidenses le ha desilusionado, admite. A lo más que llega es a anunciar que los marines protegerán la salida de sus funcionarios de la embajada en Kabul (¡cuántas veces la misma historia repetida en otros lugares!). La ofensiva talibán está produciendo el pánico entre la población que intenta huir del país de manera masiva, mientras crece el temor de la Unión Europea (UE) de que tenga lugar una nueva oleada de refugiados que, como pasó con Siria, desestabilice la compleja situación del continente en materia de asilo. El temor se extiende en particular entre las mujeres ante las durísimas condiciones que encarnan los talibanes. Más de 350.000 personas han dejado sus domicilios desde principios de año, según datos de la Organización Internacional de las Migraciones.
No puedo evitar traer aquí las palabras de José Saramago en su video de presentación de Caín, de la que sería su última novela titulada Alabardas (Alfaguara) que aparecería cinco años después, como un alegato definitivo contra la violencia y el comercio de las armas: "Los gobiernos más democráticos compran y venden armas con el pretexto de que deben defender su territorio. Muchas veces no tienen que defenderse de nadie, porque nadie les ataca. Pero es necesario fomentar los ejércitos, muchos generales, muchos coroneles... Al igual que Dios, los ejércitos tampoco son de fiar".
Afganistán se ha convertido, o lo han convertido, una vez más, por 20 años, en escenario de guerra, violencia, negocios de armamento de compañías de seguridad, suministro de personas para la prisión norteamericana de Guantánamo, sostenimiento de la producción de heroína, pervivencia y fortaleza del régimen talibán. Ahora, probablemente, comenzarán, de nuevo, los bombardeos. Mientras tanto el fenómeno terrorista sigue subsistiendo y produciendo letales consecuencias.
El tablero de juego
En línea sabia de lo planteado por el premio Nobel, de cuyo nacimiento se cumplirán 100 años en 2022, habrá que permanecer atentos a la actuación de otras dos grandes potencias, China y Rusia. El diario El Español citaba el pasado martes medios oficiales para informar sobre las maniobras conjuntas de tipo antiterrorista que ambos países realizaron durante toda la semana al hilo de la retirada de EEUU en la región china de Ningxia, con fuerte despliegue de material bélico aéreo. El objetivo es, según un comunicado del Ministerio de Defensa chino citado por este periódico, "ampliar los esfuerzos antiterroristas de los dos países" y "demostrar la firme determinación y capacidad de ambas partes para salvaguardar conjuntamente la paz y la seguridad internacional y regional". La frontera de China con Afganistán coincide en la región de Xinjiang, de etnia uigur, auténtico quebradero de cabeza para el Ejecutivo que preside Xi Jinping.
El tablero de juego está pues comenzando a definirse. De una parte, el conflicto interno entre gobierno prooccidental e islamistas de concepción extremista, con los yihadistas tomando posiciones. De otro, la OTAN y el problema que debe abordar la UE para frenar una tragedia migratoria. En los aledaños, determinados países árabes que alientan a los talibanes y, por último, Rusia y China listos para pescar en río revuelto e imponer su impronta.
¿Qué saldrá de aquí? El temor al terrorismo es la excusa perfecta para que cada cual busque su posicionamiento. Pero quienes trabajamos por los Derechos Humanos sabemos que la paz no se va a construir nunca sobre la opresión o el peso del fuerte sobre el débil. Lo que ocurre en realidad es que se pierde otra oportunidad de mediar para que las voces de guerra se transformen en compromisos que permitan equidad y justicia para la maltratada sociedad afgana que solo aspira a vivir en paz después de tantos años de miedo y muerte. Alberto Piris, militar, escribía en 2009 un artículo titulado Afganistán como problema del que reseño: "…que nadie se confunda… nada impediría que, incluso con un futuro y soñado Afganistán pacífico y democrático, la hidra creciera de nuevo en cualquier otro país, sea africano o asiático, donde se repitieran las circunstancias que vivió Afganistán en los últimos años del pasado siglo, y el mismo ciclo se reprodujera fatalmente". Por lo que vemos, esta profecía se está cumpliendo, aunque en el propio Afganistán, donde hemos retrocedido al kilómetro cero de la defensa de los derechos de los más vulnerables. Pero esto, para EEUU y el gobierno de Biden, es solo decepcionante después de 20 años de ocupación.
Lo digo responsablemente: lo mismo que la invasión en 2001 no era la respuesta al fenómeno terrorista, la huida ahora del país no es el camino. Ni lo uno ni lo otro se hizo pensando en el bienestar del pueblo afgano. Debemos ser muy claros. De la comunión entre rechazo y pasividad nace la radicalización. En la política hay gestos continuos que inclinan el fiel de la balanza en un sentido o en otro, hacia la esperanza o hacia la impunidad. Son gestos que si se omiten llevan a males mayores.
La necesidad de una verdadera unión de esfuerzos a través de Naciones Unidas, marginada como en casi todos los conflictos más duros, basada en la solidaridad, daría sentido a este organismo que parece inane cuando más se le necesita y llevaría a evitar la desgracia para millones de seres humanos.
Ver másLa ultraderecha y los talibanes
El sentimiento de injusticia enraizado en la desigualdad y mezclado con desesperanza genera reacciones extremas. No nos espantemos más tarde si surge el descontento y las manifestaciones violentas de los que ya no tienen nada que perder o, peor aún, el terrorismo que acaba golpeando como una bestia ciega y que nace de la frustración y el odio, ambos hijos de la indiferencia.
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Baltasar Garzón Real es jurista y presidente de FIBGAR.
El 2 de octubre de 2001 escribí un artículo expresando mi desolación, como la de tantos demócratas alrededor del mundo, ante la reacción de Estados Unidos tras los atentados del 11S invadiendo Afganistán, con las consecuentes acciones bélicas de sobra conocidas. En dicha ocasión anotaba la falta de reacción de países como Francia y expresaba además mi estupor ante la propia reacción de España, un país en el que sufríamos entonces el terrorismo desde hacía más de treinta años, pero en vez de una guerra sin cuartel contra un enemigo escurridizo clamábamos por la legalidad y el estado de derecho para hacerle frente. Añadía también que no podía entender esta actitud nuestra de ponernos el casco militar y decidir ayudar "sin límite a un hipotético bombardero de la nada, a una masacre de la miseria…"
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