Hay momentos de los que nunca olvidaremos dónde estábamos. Cuando mataron a Miguel Ángel Blanco, cuando cayeron las Torres Gemelas, cuando explotaron los cercanías de Madrid, aquella noche de viernes con París acribillada... Son sucesos que no pertenecen a nuestra estricta biografía, pero la detienen. Cómo nos enteramos, quién nos lo contó, cuál fue la primera grieta en la normalidad de ese día.
Todos recordaremos dónde estábamos cuando comenzó a arder un edificio de 138 viviendas en Valencia. Cuando los bomberos rescataron a una pareja atrapada durante dos horas en un balcón rodeado de fuego; cuando se supo que una familia con dos hijos pequeños había muerto refugiada en su baño. Algunos dicen que corremos a poner la televisión o la radio y no nos despegamos por morbo. Yo nos tengo en mejor consideración: creo que lo hacemos porque es lo único que podemos hacer. Creo que es una manera de acompañarnos. De estar menos solos tras cada brutal recordatorio de lo que olvidamos para poder vivir: que en un segundo todo puede cambiar, dejar de ser.
Cuando una tragedia interrumpe la rutina y nos pone frente a la fragilidad de la vida, entra en máximo funcionamiento la empatía, lo que en la clasificación temática del periodismo se llama “interés humano”. Nos mantenemos atentos a los directos que repiten las mismas imágenes a la espera de conocer las historias, con la esperanza de que la brutal tragedia encierre un cierto milagro: que la mayoría de los casi 500 vecinos de un edificio de 14 plantas lograran escapar de un fuego voraz y velocísimo.
Algunos dicen que corremos a poner la televisión o la radio y no nos despegamos por morbo. Yo nos tengo en mejor consideración: creo que lo hacemos porque es lo único que podemos hacer. Creo que es una manera de acompañarnos
Los milagros suelen tener nombre. En el incendio de Valencia uno se llama Julián, el portero del edificio que pudo haber salido corriendo por su vida y no lo hizo. Fue tocando puerta por puerta para advertir del fuego y ayudó, junto con otros vecinos, a que pudieran escapar personas con dificultades de movilidad. Cuentan también que hosteleros de la zona comenzaron a llamar a sus habituales, porque sabían que vivían ahí. El fuego se vio antes desde fuera y algunos de los de dentro pudieron salir a tiempo porque alguien les avisó. El milagro tuvo otro nombre: comunidad.
Pasaron apenas diez minutos entre que salieron del edificio y vieron cómo ardían sus casas. Diez minutos entre lamentar haberse quedado sin nada y entre no tener la oportunidad de lamentarlo. Las instituciones y la sociedad, como suele ocurrir en este país solidario, se han volcado en acciones con un mensaje: no estáis solos. Estado del bienestar es exactamente eso. Que después de ti mismo, de tu salud, de tu familia, de tus amigos, de tu casa, de tu trabajo, de tu buena o mala suerte, hay una red más amplia que no te dejará caer. Es incondicional y es para todos.
Ojalá quienes se quejan de pagar impuestos, quienes los esquivan, pusieran la televisión este jueves. Eso que vimos en directo son nuestros impuestos. Y gente extraordinaria que, de todas las profesiones que hay, escoge unas en las que cualquier tarde puede parecerse a ese horror. Un despliegue impresionante y conmovedor de lo que conseguimos juntos con nuestra aportación: unos servicios públicos que están listos, con su capacidad de reacción y su excelencia, para esos momentos cuando todo estalla.
Hay momentos de los que nunca olvidaremos dónde estábamos. Cuando mataron a Miguel Ángel Blanco, cuando cayeron las Torres Gemelas, cuando explotaron los cercanías de Madrid, aquella noche de viernes con París acribillada... Son sucesos que no pertenecen a nuestra estricta biografía, pero la detienen. Cómo nos enteramos, quién nos lo contó, cuál fue la primera grieta en la normalidad de ese día.