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La confianza y el respeto hacia los jueces son elementos imprescindibles para garantizar que el sistema jurisdiccional sea eficaz. La actuación del juez pesa sobre la credibilidad de la institución porque, y esto es fundamental, al juez se le confiere el poder que detenta con el objetivo de hacer justicia cuando aplica la ley y para garantizar los derechos de cada persona de los que pudiera verse privada de manera injusta.
Sin embargo, la confianza y el respeto no se producen por generación espontánea. La toga, las puñetas, el juramento o promesa ante la Biblia o la Constitución no son suficientes para garantizar la legitimidad en el ejercicio del cargo. La confianza y el respeto hay que ganárselos a pulso, día a día. Y la forma de hacerlo es tomar decisiones justas y bien fundamentadas, no sólo en los aspectos técnicos, sino también, y principalmente, en explicaciones convincentes, expresadas en términos tales que la ciudadanía a la que se sirve pueda comprender los motivos de la decisión, y percibir que esta se ajusta a derecho y que es la más adecuada al caso concreto.
Ocurre todo lo contrario cuando se hacen públicas decisiones que hacen dudar a la ciudadanía e incluso, y a la vista está, llevan el debate al seno de la propia judicatura. La reciente sentencia del Tribunal Constitucional por seis reñidos votos contra cinco, con una baja sin cubrir –lo que enrarece la fórmula habitual de aprobar estos dictámenes– ha llevado al desconcierto y a la contradicción al sancionar que el estado de alarma no era la herramienta para afrontar la pandemia, dado que segaba libertades, y que más oportuno hubiera sido el de excepción. Ya he dejado por escrito mi opinión al respecto y creo que cualquiera, sin necesidad de ser jurista, pudo percibir lo desaforado de tal afirmación. Algo no funciona bien en los órganos colegiados del poder judicial cuando las decisiones inapelables provocan incomprensión y son incapaces de convencernos de que con ella se ha corregido una injusticia. Antes bien da la impresión contraria, de que es fruto del capricho y la exégesis vacía de significado, que desatiende tanto la ética como la realidad social en la que tal decisión debe surtir sus efectos.
Simbiosis con el partido
El problema de base es la utilización de la judicatura por parte de la política y, más aún, la simbiosis judicial que se da en determinados casos con los políticos, a los que en ocasiones parecen apoyar con entusiasmo. Los jueces deben servir los intereses de la justicia y de la ciudadanía, no los coincidentes con el partido político que los ha promovido al cargo (Tribunal Constitucional) o que los ha elegido para integrar el órgano de gobierno de los jueces como es el caso del Consejo General del Poder Judicial en el cuoteo respectivo o que los mantiene en su cargo fruto del bloqueo institucional intencionado (o mal intencionado).
El Partido Popular estuvo en 2018 en un tris de facilitar la renovación del Consejo General del Poder Judicial con mandato ampliamente caducado (incluso con nombres que hoy se presentan de nuevo y que ahora rechazan). Pero recordemos que tal acuerdo se frustró, no sabemos si de forma accidental o a propósito, cuando el ínclito portavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, aseguró que en la negociación con el PSOE su formación había hecho "una jugada estupenda", ya que ahora los populares tendrían el control de la Sala Segunda del Tribunal Supremo "desde detrás". Sorprendente concepto de lo que supone velar por la integridad de las instituciones y su recto funcionamiento.
De manera inconstitucional, el PP se ha mantenido en su negativa a renovar el órgano de gobierno del poder judicial alegando diferentes motivos y, a mi parecer, camuflando con excusas y negativas los dos principales asuntos. Uno, el del probable rechazo de las otras partes a algún candidato (cuyo nombre se mantiene en silencio) de los que el propio partido líder de la oposición planteaba tanto para el CGPJ como para otros órganos no menos importantes como el Tribunal Constitucional. Otro, y ahí sí que les ha salido rentable la jugada, por mantener un conjunto de vocales, en su mayoría de talante conservador, que han ido nombrando jueces aquí y allá, en jurisdicciones más modestas y menos –aunque no hay juzgado poco relevante porque sus titulares irán ascendiendo a más altas cumbres– .Y, claro, al Tribunal Supremo que juzga a los aforados, asunto –¡ay!– de la máxima importancia para los de Génova 13, que se ven comprometidos por sus acciones de presunta corrupción, algunas enjuiciándose y otras investigándose todavía. La ley que cortocircuitó los nombramientos del CGPJ cuando se encuentre en funciones, vino a fastidiar el invento, aunque ya se habían aprobado numerosísimas designaciones hasta entonces.
La indignación
Días atrás la Asociación Jueces y Juezas para la Democracia (JJpD) remitió una carta al Comisario de Justicia de la Unión Europea, Didier Reynders, en la que relata perfectamente la situación: "Queremos subrayar, al respecto, que el Partido Popular, que hasta en dos ocasiones pactó con la mayoría parlamentaria la renovación de la actual composición del CGPJ, boicotea sistemáticamente todos los acuerdos y se niega a adoptar otros por intereses electorales y partidistas. Para ello esgrime diversas excusas, que van desde el veto a que participen en la negociación algunos grupos parlamentarios, la presencia como vocales de jueces que condenaron a dicho partido por corrupción, la reforma del sistema de elección y, en la actualidad, unos indultos decididos por el Gobierno". JJpD señala que la "actitud obstruccionista y antidemocrática del Partido Popular" se extiende también "al rechazo de acuerdos para renovar la composición del Tribunal Constitucional, el Tribunal de Cuentas o el Defensor del Pueblo". Así es, lamentablemente.
La desfachatez del principal partido de la oposición es tal que cuando este jueves, el presidente Pedro Sánchez instó al líder del PP a cumplir con sus obligaciones constitucionales con el órgano de gobierno de los jueces caducado hacía ya 968 días, Pablo Casado negó la mayor. Reclamó "que cumpla Sánchez", que sean los jueces los que se elijan entre sí y afirmando nada menos que "los políticos deben sacar sus manos de la Justicia".
El PP denota una desfachatez monumental o quizás no tanto y todo responda a la misma estrategia. Mientras hoy critica sin fundamento la simpatía o filiación política de altos cargos con los partidos de Gobierno, cabe recordar que Carlos Lesmes, actual presidente del CGPJ y por ende el más alto responsable del Tribunal Supremo, fue desde 1996 hasta 2004 director general en sendos gobiernos de José María Aznar. Primero al frente de la Dirección de Objeción de Conciencia y después dirigiendo la relación con las administraciones de Justicia, cargo en el que le sucedió Juan Ignacio Zoido, de profesión magistrado, luego ministro del Interior con Mariano Rajoy, alcalde de Sevilla con el PP y parlamentario europeo con el mismo partido.
Tras su recorrido por la política, Lesmes pasó a ocupar plaza en la Audiencia Nacional, llegando a dirigirla en funciones, para conseguir en 2010 la categoría de magistrado de la Sala III del Supremo. Y en 2012, siendo ministro del ramo el popular Alberto Ruiz Gallardón, Lesmes fue miembro de la Comisión Institucional para asesorar en la elaboración de la propuesta de reforma de Ley Orgánica del Poder Judicial. Un año después accedió a la presidencia del CGPJ. El hecho de que quien ostenta la máxima categoría en la carrera judicial haya servido tan profusamente en gobiernos populares parece no tener relevancia para aquellos que, como Pablo Casado, acusan a otros, a voz en grito, de meter manos en la justicia. Además, sobre este punto el silencio de determinada prensa es sepulcral y omite estos "detalles" sin importancia (claro, para ellos).
Parlamento, sí. ¿Y la ciudadanía?
¿Cómo modificar la fórmula para renovar el CGPJ? Debo decir que el sistema actual de nombramientos por vía parlamentaria me parece correcto, al gozar de legitimidad democrática, pero lo que resulta inaceptable es que la elección de los magistrados del Tribunal Supremo obedezca a intereses partidistas, de quienes pretenden extender el sistema de cuotas a un órgano en el que el mérito, la ética, la solvencia profesional y la independencia deberían ser los únicos valores presentes, por lo que hay que introducir correctivos en la fórmula.
Una opción sería revisar el modelo y establecer un núcleo elegido por jueces que se ocuparan estrictamente de las cuestiones estatutarias judiciales. El resto de los asuntos podría hacerlo otro órgano, con la legitimidad de una elección parlamentaria. Siempre mediante un método que permita un mínimo de seguridad y valoración de mérito.
La posibilidad de que solo los jueces elijan a los jueces para gobernarse no es sensata porque se sustituiría la supeditación a la voluntad general representada en el Parlamento por la dependencia gremial y endogámica. Si tal elección se realizara por un sistema regido en serio por criterios de mérito y capacidad con un baremo previo, tendría otras perspectivas. Pero no nos limitemos a este órgano de gobierno y no jurisdiccional. Se trata de mejorar la independencia del Tribunal Constitucional (TC), del Tribunal de Cuentas, del Tribunal Supremo (TS) o incluso del Defensor del Pueblo. Los miembros del TC y del CGPJ son elegidos por las Cortes, pero hay que aplicar los correctores adecuados para evitar el secuestro de la independencia judicial.
En este proceso debería también intervenir la ciudadanía. No creo que debamos llegar tan lejos como Estados Unidos, donde los jueces son elegidos en votación popular, pero podría participar de algún modo, pues la facultad de hacer justicia proviene de ella, se ejerce en su nombre y los destinatarios son ciudadanas y ciudadanos concretos. En todo caso, hay que garantizar la independencia respecto del Poder Ejecutivo, de los partidos políticos y también de las asociaciones profesionales.
En suma, la justicia reside en el pueblo, no en los jueces que son simples administradores de esta. No debemos olvidarlo nunca. La sociedad debería tener la posibilidad de aportar su opinión sobre los candidatos a desempeñar la labor de gobierno de los jueces y magistrados, para el mejor fin de aplicarlo con eficacia, eficiencia, transparencia e independencia. El sistema que hoy tenemos es absolutamente mejorable y en esta mejora necesitamos que intervengan menos los partidos políticos y se implique más la sociedad.
La confianza y el respeto hacia los jueces son elementos imprescindibles para garantizar que el sistema jurisdiccional sea eficaz. La actuación del juez pesa sobre la credibilidad de la institución porque, y esto es fundamental, al juez se le confiere el poder que detenta con el objetivo de hacer justicia cuando aplica la ley y para garantizar los derechos de cada persona de los que pudiera verse privada de manera injusta.
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