La personalización de la política y la consiguiente centralidad de los liderazgos es una de las características que hoy comparten todas las democracias del mundo. Los liderazgos son tan antiguos como la propia política. Lo que es más reciente es que los líderes políticos —todos, tanto los grandes y duraderos como los cutres y efímeros— constituyan el tema preferido de la conversación política. Desde finales de los años 90, en los medios, en las calles y después en las redes hemos sustituido la conversación sobre las políticas por otra mucho más liviana sobre los políticos. Hablamos más sobre cómo nos caen y menos de lo que proponen; hablamos más de cómo se llevan y menos de lo que aprueban; hablamos más de la pinta que tienen y menos de las medidas que están planeando; hablamos más de sus familias, sus vacaciones o sus perros que de las consecuencias de su gestión.
En 2001, Silvio Berlusconi refundó el sentido del liderazgo poniendo fin a toda la tradición del siglo XX desarrollada, primero en Europa y, después, en el norte y el sur de América. Buzoneando todo el país con Una Storia Italiana abrió paso a una nueva forma de personalización de la política que, al estilo Hola, presentaba su biografía ante el electorado como un producto de entretenimiento, carente de cualquier épica moralizante al estilo Perón o JFK. Casi de forma simultánea al nacimiento de Il Cavaliere como líder fundador del politaiment, 7.500 kilómetros al oeste de Roma, las prácticas sexuales del presidente Clinton se encargaron de hacer el resto. Desde entonces, la deriva se ha vuelto planetaria y hoy constituye el pan de cada día. Lo sabemos todas: lo saben los periodistas, lo sabe la ciudadanía y, por supuesto, lo saben las y los políticos cuya apariencia, gestualidad y estilo de vida son escrutadas a todas horas, en todas partes, por todo el mundo. Hace algo más de diez años, algunos investigadores británicos se tomaron la molestia de intentar cuantificar el fenómeno y, aunque sea tentativamente, lo lograron. Analizando las noticias publicadas en The Times sobre el primer ministro, constataron que en 1945 las informaciones relativas a su vida privada representaban apenas un 1% de las informaciones publicadas sobre él. Cinco décadas después, durante el último mandato de Tony Blair, esa proporción había crecido hasta el 8% y la tendencia se mantuvo al alza con la apertura de la etapa Cameron (A.I. Langer, 2012). Esto en The Times.
Pero ojo: una cosa es hablar y otra cosa distinta votar. Que la conversación política se centre cada día más en los líderes, su estilo de vida o su ropa no quiere decir que nuestro voto sea una derivada lineal de nuestra opinión sobre esos líderes, sus vidas o su ropa. Si somos completamente sinceras, la pregunta ‘cuánto influye el liderazgo en el voto’ sólo tiene una respuesta: depende. Y vaya por delante que no lo digo por galeguidade sino por honestidad metodológica.
En las últimas semanas se ha instalado en la conversación mediática española la valoración media de algunos líderes políticos y sus eventuales consecuencias. Es un ruido que comenzó en las cabeceras de la prensa reaccionaria a finales del mes de julio, cuando el barómetro del CIS situó la nota media de la vicepresidenta Díaz por encima de la del presidente Sánchez. Ambos estaban suspensos, pero Díaz con una décima más que el presidente y, sobre todo, un punto largo más que su predecesor. Con todo, la intensificación del tema no llegó hasta septiembre, cuando arrancando el curso político Yolanda Díaz anunció que ponía en marcha una gira por España de “escucha activa” al objeto de conocer “qué respira la gente” antes de tomar la decisión de liderar la candidatura del espacio electoral de Unidas Podemos y sus vecinos en unas lejanas elecciones generales.
Tres semanas después, un Iván Redondo decidido a explicarle a España que su salida de Moncloa no había sido idea suya, señaló públicamente a Yolanda Díaz como la mejor candidata de la izquierda española y apostó reiteradamente por ella como futura presidenta del gobierno. En boca de quien ha sido hasta el mes de julio jefe de gabinete del actual presidente, esta afirmación no podía ser accidental ni menos aún pasar desapercibida. La cosa se dijo a conciencia, con Lo de Évole mediante, y la consiguiente tourné de entrevistas en el circuito matutino en el que se construye la agenda político-mediática semanal: Onda Cero, Espejo Público, etc. Vamos, que Iván Redondo se encargó de que se le oyera mucho y bien. Y así fue.
El penúltimo hito se produjo el pasado fin de semana en Valencia, con el encuentro de Yolanda Díaz, Ada Colau, Mónica Oltra, Mónica García y Fátima Hacmed Hossain. En boca de la vicepresidenta Oltra, se trató de un encuentro de “líderes políticas que trascienden sus siglas y que han generado una corriente social muy fuerte.” Mientras los medios insistían en interpretar el acto como la base sobre la que construir una nueva plataforma electoral liderada por Yolanda Díaz, las lideresas reiteraban que la cita era estrictamente lo que parecía: un encuentro para empatizar. Mi impresión es que, sea una cosa o la otra, lo cierto es que esto empezó en verano con la vicepresidenta superando la valoración media del presidente y, apenas tres meses después, estamos hablando de la creación de una plataforma electoral en torno al liderazgo de Yolanda Díaz en unas elecciones generales que ni están ni se las espera. Con independencia de la potencial eficacia de la propuesta, hay un problema de fondo en la cadena de inferencias que no debería obviarse: la diferencia entre la valoración de los líderes y la intención de voto.
El margen con el que la valoración media de Yolanda Díaz supera la de Pedro Sánchez hoy es casi el mismo con el que la valoración media de Alfredo Pérez Rubalcaba (4.5) superaba la valoración media de Mariano Rajoy (4.4) en los prolegómenos de las elecciones generales de 2011. Y seguro que no hace falta recordar que en aquellos comicios el PP cosechó el segundo mayor éxito electoral de toda la historia de la democracia y M. Rajoy fue investido presidente con el respaldo de sus 186 diputados (CIS ES2915. Encuesta pre-electoral. Octubre 2011). En 2015 y 2016 los desajustes entre la valoración de los líderes y los resultados electorales de los partidos fueron aún más acusados. En ambas ocasiones, Albert Rivera y Alberto Garzón encabezaban la lista de políticos mejor valorados. A. Rivera logró incluso cosechar un aprobado como nota media. Sin embargo, seguro que tanto el líder de Ciudadanos como el de IU hubieran preferido el suspenso del ganador si con él hubieran obtenido el mismo número de diputados que el PP. O incluso la mitad. En nuestra historia abundan los momentos en los que el líder mejor valorado y el líder del partido ganador no coinciden, pero sólo M. Rajoy ha logrado hacer de este desajuste un arte. En 2015 y 2016, M. Rajoy ganó ambas elecciones siendo el líder peor valorado de todo el elenco nacional, que ya es difícil. Dame de comer y llámame parvo. Por el contrario, en esas mismas elecciones, los líderes mejor valorados fueron con los que cosecharon peores resultados.
En 2019 las cosas cambiaron un poco. Pero sólo un poco. En ambos comicios, el líder mejor valorado y el número uno del partido más votado se reencontraron. Pedro Sánchez fue el mejor valorado en abril y octubre. Es verdad que los candidatos suelen mejorar su valoración tras ser investidos presidentes, como les ocurrió a F. González, J. M. Aznar o J. L. Rodríguez Zapatero. Pero esto es sólo una tendencia. Las puntuaciones medias de M. Rajoy a lo largo de sus mandatos demuestran hasta qué punto en este asunto todo es pantanoso. Con todo, probablemente lo más llamativo es que, de nuevo, los líderes que comparativamente obtuvieron las mejores puntuaciones fueron también quienes cosecharon resultados electorales más pobres: A. Garzón y A. Rivera.
¿Qué nos pasa? ¿Por qué no votamos a los líderes que más nos gustan? No hace falta ser un gran analista para darse cuenta de las razones por las que se producen estos desajustes entre la puntuación de los líderes y los porcentajes de voto de sus respectivos partidos. Basta con repasar mentalmente el tipo de cálculo sobre el que se construye una media aritmética, revisar los criterios con los que puntuamos a los líderes y hacer introspección durante unos segundos.
Empecemos por el principio. La media aritmética es un cálculo muy básico, pero quizá convenga repasar sus bases. La media es el resultado de dividir el total de las puntuaciones que las personas entrevistadas han expresado entre el número de personas que han respondido a la pregunta. La media es, por consiguiente, un valor agregado y abstracto. Es agregado porque resulta de la agregación de las respuestas de todas las personas entrevistadas y abstracto porque ninguna de las personas entrevistadas ha puntuado a un líder con la nota media, salvo por casualidad. Repasemos ahora los mecanismos emocionales o racionales que desplegamos cuando valoramos a un líder en escala de 1 a 10. Gracias a los estudios cualitativos (y a la introspección), sabemos que las personas tendemos a atribuir puntuaciones más extremas (positivas o negativas) a aquellos líderes que nos caen mejor o peor, pero no sólo. Tendemos a consignar 1s o 10s a los líderes que consideramos tienen mayor capacidad para incidir positiva o negativamente en el rumbo político del país. Así, con frecuencia, los líderes fuertes cosechan notas medias muy bajas porque son valorados con muchos 10s por los suyos (que difícilmente serán más del 20% de la población) y con muchos 1s por los votantes de otros partidos o los abstencionistas (que rondarán el 80% de la población). Así, con toda probabilidad su nota media será baja, pero ese indicador nos dice muy poco sobre las expectativas electorales de la formación que lidera. En un sentido inverso, tendemos a consignar puntuaciones intermedias (4s, 5s, 6s) a aquellos líderes que toleramos porque los consideramos inocuos para la dinámica política, aunque nunca pensemos votarles. ¿Ocurre así en todos los casos? No. ¿Ocurre así con mucha frecuencia? Sí. Y conviene no perder esta dimensión cualitativa porque sin ella el listado de líderes españoles mejor y peor valorados a lo largo de los últimos 30 años resulta sencillamente incomprensible.
Creo profundamente en la fuerza de los liderazgos, de los grandes liderazgos. Pero conviene no confundir el liderazgo con la personalización de la política, fenómenos completamente distintos en un sentido político e histórico. Y desde este punto de vista, echando un vistazo a la historia, es fácil ver cómo los grandes liderazgos lo han sido por su capacidad para representar a las grandes mayorías, más que por su capacidad para gustar a todo el mundo. A menudo, quizá por convicción democrática, quizá por condescendencia, expresamos nuestra tolerancia a lo que consideramos relativamente inocuo con puntuaciones intermedias; a la contra, censuramos con notas deficientes lo que nos resulta amenazante y premiamos con sobresalientes lo que nos representa. Y, lamentablemente, hoy tenemos en España pocos sobresalientes. Porque una cosa es lo que nos gusta y otra lo que nos representa.
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Carolina Bescansa es profesora de Sociología y Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid.
La personalización de la política y la consiguiente centralidad de los liderazgos es una de las características que hoy comparten todas las democracias del mundo. Los liderazgos son tan antiguos como la propia política. Lo que es más reciente es que los líderes políticos —todos, tanto los grandes y duraderos como los cutres y efímeros— constituyan el tema preferido de la conversación política. Desde finales de los años 90, en los medios, en las calles y después en las redes hemos sustituido la conversación sobre las políticas por otra mucho más liviana sobre los políticos. Hablamos más sobre cómo nos caen y menos de lo que proponen; hablamos más de cómo se llevan y menos de lo que aprueban; hablamos más de la pinta que tienen y menos de las medidas que están planeando; hablamos más de sus familias, sus vacaciones o sus perros que de las consecuencias de su gestión.