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Antifascismo, no a la falsa libertad de Ayuso, recuperar lo público para la vuelta a la normalidad: los discursos de parte importante de la izquierda tienden con frecuencia a abrevar en los marcos de la negación y la nostalgia de un pasado virtual: no, anti, echar, recuperar, volver. Por necesarios o lógicos que resulten, estos marcos no hacen sino reforzar, o eso intentaré argumentar a continuación, uno de los síntomas fundamentales de la debilidad de las izquierdas, al menos desde la profunda crisis que las afecta tras la inflexión, en los años 70 y 80 del pasado siglo, que da lugar a la hegemonía neoliberal: la negatividad y la nostalgia como espejos invertidos de la ausencia de horizontes.
Como si tras la negación de lo actual, en su otro lado simétrico pero inverso, nos encontráramos ya con la forma y el contenido de un orden social justo, con alguna suerte de verdad política o con la naturalidad misma de lo que transitoriamente estaría siendo eclipsado, es decir, negado. Decir “no” puede, qué duda cabe, ser necesario, pero no alumbra una alternativa como no desvela, tampoco, una verdad política oculta o un modelo de justicia social ya dado. La negación no habilita cursos de acción ni, sobre todo, dibuja un horizonte. Y, mucho me temo, sin horizonte no se gana.
Entiéndase bien, el riesgo de que Ayuso gobierne con la extrema derecha de Vox existe y es aterrador, o de que no gobierne con ella porque asuma parte central de su imaginario, el suficiente como para mantenerla contenida, encapsulada porque integrada. Y ese riesgo no menor hace plausible el recurso discursivo del antifascismo. Es, con todo, un marco de pura negatividad: frente a un riesgo futuro, la respuesta no es otro futuro, sino un pasado. Y, si me apuran, un pasado demasiado preñado de derrotas.
Frente a la pandemia pasa algo similar: estamos, claro, en contra de la economía política neocolonial y libertaria de Ayuso, de bares abiertos tanto para el disfrute de jóvenes franceses o españoles como para el mantenimiento precario de un sector a su vez precarizado. Sabemos, sí, que son más eficaces ayudas directas a la hostelería que mantenerla abierta sin restricciones suficientes, incrementando los contagios, la saturación de las UCI y la ralentización a largo plazo del conjunto del aparato productivo. Sabemos que necesitamos más sanitarios y mejor pagados, unos servicios públicos reforzados y no privatizados. Sí, sabemos todo eso, pero, de nuevo, el afecto político que mueve el discurso de la prudencia y la vuelta a la normalidad y a lo público opera en una relativa ausencia de horizonte: frente a Ayuso, frente a la pandemia, frente al neoliberalismo liberticida, se acaba dibujando una vuelta a los viejos tiempos de seguridad y confianza del Estado del bienestar. ¿Deseables? Hoy y dado lo que ha llovido, sin duda, pero seguramente insuficientes.
Y una situación parecida ocurre con el mantra de la libertad. Frente a la libertad de Ayuso, ¿basta con recordar la muy republicana o socialista libertad material? ¿Con insistir en que sin condiciones materiales para el ejercicio de la libertad no hay libertad posible? ¿Con que la libertad o es igualitaria o es privilegio? No, no creo que baste, por necesario e incluso imprescindible que sea recordar y actualizar estas premisas. Es posible que falte, de entrada, darle un contenido positivo o, más bien, una imagen, a la libertad que se disputa y defiende, para no quedar atrapados en la mera negación de la muy liberal negatividad de la libertad de Ayuso. Negar la negación no es seguramente suficiente, conviene, creo, alumbrar el saldo positivo que de este ejercicio resulta y permitir así imaginarlo como un futuro ya presente. Como un horizonte.
Esa imagen, ese horizonte quizá no tenga que responder, punto por punto, al modelo alternativo que se propone frente al capitalismo inmobiliario y rentista madrileño, ni a sus formas puramente negativas de libertad. No se trata, quizá, de disponer de un programa detallado de cómo sería, de cómo haríamos, de qué medidas y cuántas, por bienvenidas que sean todas estas promesas, sino de permitir hacer imaginable y por tanto anclada en el deseo, esa imagen propuesta. Salir, pues y como decía antes, del pathos en el que entramos las izquierdas y por el que tendemos a creer, de forma habitualmente inconsciente, que debajo o detrás de los discursos y las prácticas del adversario está la realidad, e incluso la verdad, de unas justas y necesarias relaciones sociales, económicas o comunitarias. Que tras los intereses egoístas del modo de regulación madrileño hay ya una alternativa tan necesaria como lógica, dictada por unos intereses objetivos y contrarios de la población, que traducirían sin mediación alguna una suerte de realidad natural de lo que siempre debió ser pero el adversario negó. Y que bastaría, pues, con negar esa negación, invertirla o derruirla como si se tratara de un tigre de papel, para que resurja de la oscuridad de los intereses económicos, las redes clientelares y las interesadas batallas culturales, identitarias o nacionales su simétrica pero opuesta realidad: la verdad de nuestra alternativa o, si lo prefieren, la alternativa de verdad. Sabemos que esto no sucede nunca, lo otro que opera como alternativa no surge de la mera negación sino de la construcción y la articulación, y estas siempre deben irrumpir antes en la imaginación y en el deseo que en la realidad.
Pero para dar la batalla en el campo del deseo, en el de la imaginación y el afecto, hay que atreverse, creo, a embarcarse en una contienda que, antes que programática e ideológica, es hegemónica. Y me explico: se trata, antes y por encima de todo, de hacerse cargo (reconocer y aceptar) los deseos, aspiraciones y afectos mayoritarios de la ciudadanía. No negarlos, no ignorarlos, no moralizarlos y condenarlos. Hacerse cargo de ellos, sí, reconociendo que si la derecha tiende a ganar es, quizá, porque sabe articularlos en una dirección que no podemos compartir, pero tampoco ignorar: ser propietario o heredar una propiedad, ser autónomo o llegar a serlo, emborracharse en bares abiertos en una ciudad libre y abierta, no preocuparte demasiado por el vecino, querer elegir colegio, barrio o médico, o pensar en que algún día podrás elegirlos como podrás, quizá, elegirte, hacerte a ti mismo, reinventarte. Sí, son los mantras del neoliberalismo, pero están asentados en deseos, no en falsas conciencias. De forma que, con esos deseos y aspiraciones, hay que procurar hacer dos cosas, de crucial importancia pero que apuntan a direcciones contrarias.
Por un lado, entender, como decía, que si el rival es hegemónico, si su discurso sobre la libertad, por ejemplo, se ajusta más a los deseos mayoritarios de la sociedad que el que tú propones, no es solamente porque haya convencido o manipulado a su base social, o porque consiga dejar en casa el día de las elecciones a una mayoría social ya existente (habría que preguntarse por qué consigue dejarla en casa, por qué la derecha no le da miedo o le provoca un rechazo suficiente), sino porque ha sido capaz de responder y conectar con aspiraciones o deseos de forma más eficaz que tú (y aquí va siendo hora de aceptar que el declive tanto de los partidos socialdemócratas como de la debilidad de los que se situaban tradicionalmente a su izquierda tiene mucho que ver con que, al menos desde los años 70, le hablan a un sujeto, a unas identidades y desde unas imágenes del mundo que, como señalara Stuart Hall al analizar la paralela crisis de la izquierda y el surgimiento del thatcherismo, no movilizan, no ganan la batalla cultural decisiva por representar las ideas de libertad o emancipación). Esta debilidad de las izquierdas tiene que ver, en resumen, con el hecho doloroso de que el neoliberalismo no es solamente una transformación económica operada desde arriba sino, también y en paralelo, una derrota por incomparecencia de la izquierda ante nuevos deseos, aspiraciones, afectos: los que de forma contradictoria se expresaron en los distintos mayos del 68 y las varias contraculturas nacidas en los años 70 y 80, y para los que las izquierdas tuvieron poca capacidad de respuesta. No, no ganó el posmodernismo como aliado del neoliberalismo, o no lo hizo sin más, perdieron las viejas izquierdas una batalla que apenas llegaron a dar.
Pero, por otro lado, la lucha hegemónica se mueve siempre en el filo de un doble precipicio: el de aceptar sin más esas nuevas morfologías del deseo para acabar afirmándolas y reproduciéndolas acríticamente (aquí el giro socialdemócrata hacia el neoliberalismo progresista no deja de ser un recuerdo vivo y doloroso) o el de proponerles una alternativa frontal y directa que te convierte inmediatamente en una opción marginal, contra-hegemónica cuando no marciana o, peor, aquejada por la clásica doble moral izquierdista, la que dice una cosa pero practica en privado otra, la que habla de la clase obrera pero una vez que ha salido del rigor laboral y existencial de sus garras y de sus barrios: nunca dejará de sorprenderme la capacidad que tienen algunos columnistas, escritores o dirigentes políticos de ensalzar a la clase obrera y la vida en los barrios del sur desde posiciones sociales que no solo dan cuenta de que ellos han conseguido salir de esos trabajos y de esos barrios, sino de que hacen lo posible por no volver a ellos. Y la sorpresa no menor de que esta paradoja no les conduzca a un mínimo y suficiente auto-diagnóstico: qué deseo anida en esa salida o fuga de clase y cuáles han sido las condiciones materiales que la han hecho individualmente posible. No vaya a ser que descubran que su deseo de fuga no es ajeno, bien al contrario, al motor libidinal del neoliberalismo, y a cómo se apoyó en las condiciones materiales que brindaban los gobiernos socialdemócratas y sus más o menos amplios Estados del bienestar para operar el “milagro” –como lo denomina Didier Eribon en Retorno a Reims– de la movilidad social ascendente para unos pocos.
Si la socialdemocracia se ha movido estos años entre la mera mímesis reproductiva de los deseos neoliberales y el recuerdo nostálgico de los buenos viejos tiempos, parece que los partidos a la izquierda de la socialdemocracia han tendido a quedar atrapados (salvo durante el paréntesis populista de la nueva política) en la representación, tan necesaria como minoritaria, de una parte de la sociedad (golpeada, precaria, explotada) pero sin la capacidad de dibujar un atisbo de todo (de articular las necesidades y deseos de esa minoría con los del resto de sectores sociales). Y esto con el riesgo de quedar relegados a la representación de una minoría que, por otra parte, igual no quería tanto que la representaran ni ensalzaran como que le dieran un horizonte a la tensión que la constituye: la de afirmarse como una identidad que, al mismo tiempo, aspira a emanciparse de ella.
Es esta tensión, y la dificultad de las izquierdas para hacerse cargo de ella, la que considero elemento fundamental en la victoria neoliberal. La tensión entre afirmación y emancipación, entre afirmarse como clase obrera, como vecino de los barrios del sur, como trabajador o trabajadora golpeados o explotados (pero, también, como mujer, como sujeto LGTBI, como persona racializada, como toda identidad) en una lucha por la mejora de sus condiciones de vida y por el orgullo de ser frente a los que te desprecian, discriminan o explotan, pero que, al mismo y contradictorio tiempo, se presenta y siente como una lucha que tiene como horizonte emanciparse, trascender o simplemente dejar atrás esa identidad. Afirmarse y negarse al mismo tiempo. Esta tensión es, creo, constitutiva de la historia misma del movimiento obrero y de los movimientos sociales (una lucha de clases, sí, pero con la esperanza de acabar con las clases, una afirmación de la identidad, sí, pero siempre en búsqueda de trascenderla, desestabilizarla o, incluso, acabar con la condición misma de esa identidad para explorar otras, para abrir otros horizontes y otras formas de vida). Y, aunque sería largo de exponer y explicar aquí, el neoliberalismo triunfa porque proporciona una respuesta, todo lo individualizada y perversa que se quiera, a este deseo de emancipación (convertido en deseo de fuga) frente a la incapacidad de las izquierdas, en los albores de los 70 y 80, para hacerse cargo de este deseo.
La disputa hegemónica con el neoliberalismo pasa, creo y como decía antes, no tanto por negarlo sin más sino por darle una respuesta política a los deseos complejos de los que se alimenta. Y, como propone la lectura contemporánea de Marx que hace Fredric Jameson y recordaba Germán Cano hace unos días, por hacerlo entendiendo que: “Lo que Marx quería era encontrar qué había de progresista en esos nuevos síntomas del alto capitalismo que estaba describiendo. Me parece que es algo así lo que deberíamos intentar hacer. Lo que estoy tratando de decir es que creo que resulta muy sencillo mirar atrás con nostalgia por los viejos tiempos del sujeto fuerte, cuando quizá lo que deberíamos hacer es experimentar con otras formas de pensar”. Otras formas de pensar y una lectura de las posibilidades progresistas que brinda el mismo desarrollo del capitalismo, no solo negar estas posibilidades para seguir pensando como siempre.
No oculto mi simpatía hacia Más Madrid, fundada en amistades y complicidades pero que tienen como anclaje el intento de habitar ese espacio complejo que, en el capitalismo tardío, se abre entre la afirmación de las identidades y el deseo de emanciparse de ellas. Y creo, como ellos, que esa tensión pasa hoy, de forma prioritaria, por desplazar el discurso reivindicativo que hace del trabajo el elemento nuclear de nuestras aspiraciones, al del tiempo: de la reivindicación centrada en el solo trabajo a imaginar vidas más allá de él; de la nostalgia por las identidades laborales perdidas a la apuesta por las conquistadas; de las 40h a las 32h; de la imagen de la seguridad perdida de un empleo estable a una apropiación de izquierdas del deseo de autonomía, flexibilidad e independencia; de la propiedad inmobiliaria como fetiche del deseo encarnado por el neoliberalismo a una disputa de ese deseo –en lugar de su simple negación– pero referido, esta vez, a la propiedad de sí, de nuestros tiempos de vida que necesitarán, claro, de la redistribución de la riqueza y de nuevas formas de fiscalidad que permitan rentas básicas de ciudadanía que liberen los tiempos del trabajo y abran los horizontes de vida; y de la articulación de estas reivindicaciones con las demandas ecologistas, municipalistas y feministas (modelos de ciudad, de movilidad, de desarrollo, de conciliación y de reparto y ampliación de un tiempo de vida libre). Que dibujen un horizonte capaz de hacerse cargo tanto de las nuevas morfologías del deseo como de las ambivalentes posibilidades para la emancipación que brindan las transformaciones del capitalismo tardío.
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Solo encarnando una forma de deseo alternativa, pero que se haga cargo e incorpore, para darle sin duda otra respuesta, al deseo que alimenta la retórica y la materialidad neoliberal, podremos ganar a las derechas. La mera confrontación negativa, la sola contraposición resistencialista, el deseo nostálgico o melancólico, fruto de la reconstrucción retrospectiva más que de alguna forma de recuerdo de emancipación, de la vuelta a una normalidad o seguridad perdidas, nos harán, me temo, seguir perdiendo.
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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Jorge LagoLengua de Trapo.
Antifascismo, no a la falsa libertad de Ayuso, recuperar lo público para la vuelta a la normalidad: los discursos de parte importante de la izquierda tienden con frecuencia a abrevar en los marcos de la negación y la nostalgia de un pasado virtual: no, anti, echar, recuperar, volver. Por necesarios o lógicos que resulten, estos marcos no hacen sino reforzar, o eso intentaré argumentar a continuación, uno de los síntomas fundamentales de la debilidad de las izquierdas, al menos desde la profunda crisis que las afecta tras la inflexión, en los años 70 y 80 del pasado siglo, que da lugar a la hegemonía neoliberal: la negatividad y la nostalgia como espejos invertidos de la ausencia de horizontes.
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