Mensajes de odio

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Al comenzar otro año más con pésimos augurios (esta vez se trata nada menos que de una amenaza bélica), intento preservar mi estado de ánimo con una mirada muy selectiva. Cuando leo, escucho o veo, procuro dar prioridad a lo que no me perturba. Busco denodadamente expertos que me tranquilicen respecto a las intenciones de Vladimir Putin y me den argumentos para creer que, a pesar del despliegue de tropas, a Rusia no le interesa una guerra; y que las amenazas de Joe Biden y Boris Jhonson son una simple maniobra de distracción para elevar la moral de sus ciudadanos. Putin es un enorme peligro internacional; los otros dos son efímeros. No tengo el menor aprecio por ninguno de ellos. Solo quiero encontrar signos de desescalada. Confío en que se imponga la cordura. Huyo, como de la peste, de las opiniones catastrofistas, que, por cierto, son mayoría.   

Soy consciente de que mi actitud es francamente minoritaria. Con el argumento de que no funciona, casi nadie comparte mi estrategia del cordón sanitario. No me refiero solo a la política, sino a la mugre que nos invade. Los medios, en general, son partidarios de dar a conocer cualquier perversidad, por muy tóxica que parezca. Me parece correcto, pero sin excesos. Lejos de mí defender la censura, pero tampoco hay necesidad de sensacionalismos y que en las redes sociales, e incluso en el panorama informativo, se dé prioridad a los fanáticos, xenófobos, racistas, homófobos, misóginos y patanes de toda condición. Gente ignorante y mostrenca que grita, miente, insulta, calumnia, amenaza, se cree en posesión de la verdad y busca permanentemente la bronca con quienes se cruzan en su camino. Unos y otros, emisores y receptores, se retroalimentan. Si dependiera de mí, ignoraría los mensajes que envenenan.

Unos más que otros, tenemos esa tendencia a favorecer, interpretar y consultar solo la información que confirma las propias creencias. Los sociólogos lo llaman sesgo de confirmación

Unos más que otros, tenemos esa tendencia a favorecer, interpretar y consultar solo la información que confirma las propias creencias. Los sociólogos lo llaman sesgo de confirmación. Dicho de otro modo, tener una percepción limitada de la realidad para alimentar los propios prejuicios es lo que se entiende por ponerse orejeras. Los negacionistas se caracterizan por rechazar cualquier realidad que les resulte incómoda porque les contradice, aunque esté demostrada empíricamente. Empezaron por oponerse a la evidencia histórica del holocausto y continuaron por negar el cambio climático, que la Tierra es esférica o la existencia del VIH o el covid-19 y, por supuesto, están contra la vacunación. Rechazan cualquier verificación porque, según ellos, los científicos están comprados. Serían inofensivos si no trataran de imponer sus teorías conspiranoicas al resto de la humanidad. Para lograrlo no dudan en propagar quimeras, mentiras y mensajes apocalípticos a través de las redes. Lo peor es que tienen un público asegurado.

Caolan Robertson, un ex "youtuber" de la ultraderecha, arrepentido de contribuir a propagar el odio a través de sus vídeos, ha contado cómo los producía. Explica con detalle un montaje donde un dirigente ultraderechista fue agredido por un hombre negro a la salida de una estación de tren. Tergiversó lo que realmente había sucedido y lo manipuló para utilizarlo, como tantos otros, con el objetivo de reforzar los sentimientos de odio contra los inmigrantes. Un portavoz de YouTube aseguró que en la compañía se habían hecho “cambios importantes en la forma de recomendar videos y evitar la propagación de información falsa y contenido de odio”.

Inquieta saber que existía (no sé si sigue existiendo) un canal de YouTube para jóvenes supremacistas blancos, dirigido por una niña de 14 años con un millón de seguidores. Una periodista estadounidense se ha jugado el tipo para descubrir alarmantes detalles de ese submundo. Se trata de Talia Lavin, judía residente en Brooklyn, de izquierdas y bisexual, que se ha inventado una personalidad falsa para infiltrarse en las redes de supremacistas blancos, extremistas cristianos, nazis y neofascistas, que se expanden por Internet. Y se cuelan en las redes sibilinamente porque, en teoría, alguno de dichos grupos ha sido prohibido en Facebook, Instagram, Twitter y YouTube. En concreto los fanáticos Proud Boys, declarados islamófobos, antisemitas, misóginos, transfóbicos, antiinmigrantes y partidarios del uso de la violencia, han sido considerados terroristas por parte del Gobierno canadiense, desde que se demostró que varios de sus miembros planificaron y participaron en el asalto al Capitolio de los Estados Unidos. Pues, a pesar de las prohibiciones, siguen infiltrados en las redes captando adeptos y lanzando mensajes para meter cizaña. 

La periodista Lavin, colaboradora de The New Republic, The New Yorker y el Washington Post, experta en asuntos relacionados con la extrema derecha, se hizo pasar por una de sus seguidoras en una web de citas, para denunciar su ideología supremacista blanca, los bulos que difunden, sus lugares de reunión, las tácticas de reclutamiento que utilizan y la amenaza que suponen para la política democrática. A través de plataformas encriptadas, difunden manifiestos que incitan a la violencia de género y racista, con especial inquina contra mezquitas y sinagogas. Las mujeres, para dichos grupos, deben estar al servicio de los hombres, les exigen practicar la monogamia y consideran a las feministas como una peste. También organizan y filtran campañas de difamación contra determinados personajes. Estas son solo una parte del submundo que la periodista neoyorquina ha investigado y denuncia en La cultura del odio: Un periplo por la dark web de la supremacía blanca, recién editado por Capitán Swing Libros.

¿Cómo defendernos frente al odio rabioso que pone en riesgo la paz social y el sistema democrático? Parafraseando una vez más al filósofo Marina, necesitamos crear anticuerpos para rechazar a tanto elemento patógeno. Actuamos ingenuamente, a pecho descubierto, frente a un ejército de manipuladores insaciables. Somos incapaces de gestionar las nuevas formas de violencia que se ejercen con impunidad. Confundimos, con frecuencia, la información con la propaganda. Veo en todos los noticiarios comparecer ante sus simpatizantes a un Donald Trump, tan peligrosamente seguro de sí mismo, que vuelve a la carga y amenaza con presentarse a las elecciones de 2024 y, si las gana, conceder amnistías a los participantes en el asalto al Capitolio. Mi afán por mantenerme a salvo y evitar disgustos es casi una misión imposible.

Al comenzar otro año más con pésimos augurios (esta vez se trata nada menos que de una amenaza bélica), intento preservar mi estado de ánimo con una mirada muy selectiva. Cuando leo, escucho o veo, procuro dar prioridad a lo que no me perturba. Busco denodadamente expertos que me tranquilicen respecto a las intenciones de Vladimir Putin y me den argumentos para creer que, a pesar del despliegue de tropas, a Rusia no le interesa una guerra; y que las amenazas de Joe Biden y Boris Jhonson son una simple maniobra de distracción para elevar la moral de sus ciudadanos. Putin es un enorme peligro internacional; los otros dos son efímeros. No tengo el menor aprecio por ninguno de ellos. Solo quiero encontrar signos de desescalada. Confío en que se imponga la cordura. Huyo, como de la peste, de las opiniones catastrofistas, que, por cierto, son mayoría.   

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