De tanto escuchar la melodía lepenista, Francia ha terminado por tararearla. Por primera vez en cerca de cuarenta años, son más los franceses que consideran que la formación ultraderechista no supone ningún peligro para la democracia. Hasta el momento y desde 1984, las respuestas a la misma encuesta realizada sobre la imagen del partido de Le Pen plasmaban un consenso basado principalmente en dos factores: el miedo a sus ideas y el papel secundario que los franceses le atribuían en la vida política. También esta realidad ha cambiado por primera vez en cuatro décadas: ya son más los franceses que consideran que la extrema derecha podría participar en un gobierno cuando, hasta el momento, decían del partido que su lugar no era otro que la oposición.
Recordaba estos días las palabras de Chirac en el 91, cuando entre carcajadas filosofaba sobre el sufrimiento de la clase trabajadora imaginando el ejemplo de un francés cualquiera que, junto a su esposa, ganaba 15.000 francos. Al llegar a su casa —relataba el bueno de Jacques—, se veían obligados a compartir rellano con unos vecinos muy particulares: "un padre de familia, tres o cuatro esposas y una veintena de críos, que ganan 50.000 francos en prestaciones sociales, naturalmente, sin trabajar". Aplaudían los presentes cuando quien sería presidente de la República cuatro años más tarde, apuntalaba: "Si a eso añadimos el ruido y los olores, el trabajador francés se vuelve loco". Celoso al escuchar en boca de otro pensamientos tan propios, Jean Marie Le Pen diría al oírlo que a la hora de la verdad, los franceses siempre preferirían el original a la copia, que sería en lenguaje indie el equivalente a "nosotros ya odiábamos antes de que estuviera de moda".
El odio es una carrera de fondo. Va cambiando de máscaras y tiene asumida la retaguardia como un mal necesario en su camino al poder. Muleta de conservadores, férrea oposición o tertuliano ultra disfrazando la bilis de libertad
A algunos les basta con desplegar las velas en medio del océano y esperar sentados a que el viento sople a su favor. Le ha ocurrido a Marine Le Pen en el último año, y aunque el proceso de desdiabolización todavía está lejos de culminar, lo cierto es que el odio afronta en Francia un temporal más que favorable. Los disturbios tras la muerte de Nahel Merzouk en Nanterre en el mes de junio, un largo debate sobre la futura ley de inmigración que ha abrazado conceptos acuñados históricamente por la ultraderecha, la omnipresencia del terrorismo yihadista en todas sus formas —juicios mediatizados, retornos de combatientes, aniversarios de ataques que traumatizaron al país, atentados perpetrados o parados in extremis— e incluso el conflicto en Oriente Próximo se han traducido en una mayor preocupación de la población francesa por temas en los que los de Le Pen navegan sin mayor dificultad.
El odio es una carrera de fondo. Va cambiando de máscaras y tiene asumida la retaguardia como un mal necesario en su camino al poder. Muleta de conservadores, férrea oposición o tertuliano ultra disfrazando la bilis de libertad. Si el tradicional frente republicano que habita en el imaginario colectivo galo no ha podido evitar que el odio sea hoy un comensal más en la mesa de cualquier familia francesa, no es de extrañar que quienes en España cambian alegremente el cordón sanitario por la alfombra roja en instituciones fundamentales para la vida de los ciudadanos asistan hoy a la llegada de la extrema derecha en traje de chaqué. Lo realmente extraño es que lo hagan con gesto atónito, como si los vicepresidentes ultraderechistas les hubieran caído del cielo, cuando la contribución a esa normalización se ha llevado a cabo frontalmente, sin grandes remilgos y con la indudable irresponsabilidad que conlleva taparse los ojos y rezar para que el odio sólo haya venido a asomar la patita.
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Alexandra Gil es periodista, especializada en radicalización violenta y extremismos, autora de 'En el vientre de la yihad' (Debate).
De tanto escuchar la melodía lepenista, Francia ha terminado por tararearla. Por primera vez en cerca de cuarenta años, son más los franceses que consideran que la formación ultraderechista no supone ningún peligro para la democracia. Hasta el momento y desde 1984, las respuestas a la misma encuesta realizada sobre la imagen del partido de Le Pen plasmaban un consenso basado principalmente en dos factores: el miedo a sus ideas y el papel secundario que los franceses le atribuían en la vida política. También esta realidad ha cambiado por primera vez en cuatro décadas: ya son más los franceses que consideran que la extrema derecha podría participar en un gobierno cuando, hasta el momento, decían del partido que su lugar no era otro que la oposición.