Vivía yo durante la pandemia en un apartamento frente a una familia colombiana que se arrojó felizmente al deber diario de poner a todo trapo Resisitiré en versión bachata. Al cabo de dos semanas ya aborrecía esa canción, pero las ganas de bailar e imaginar un desenlace mínimamente feliz para aquella pesadilla siempre me empujaban a asomarme a la ventana y lanzarle al DJ del bloque una mirada cómplice de agradecimiento. Cuando el vecino cerraba el chiringuito y guardaba su altavoz, el silencio era gélido y recuerdo que, con el paso del tiempo, la post-canción se convirtió para mí en el peor momento del día.
Aquello era muy rojo y amarillo todo el tiempo y sonaban bocinas futboleras. Con lo que odio el ruido y el fútbol, mi experimento estaba abocado al fracaso, pero hice caso a mi vecino colombiano y 'resistí'
Tardaron poco en aparecer las cacerolas, porque en España hay siempre gente más libre que tú que se empeña en pensar que viven subidos a un caballo y su vida es una gesta por una libertad que nadie toca. Pronto entendí que para sobrevivir a la polarización de la que tanto tiempo llevan tiñéndolo todo, necesitaría el sarcasmo. Así que me puse como deber diario pasear por la plaza de Chamberí a las horas de aquellas concentraciones que no tardaron en montar, porque siempre he pensado que para criticar un argumento primero tienes que tratar de entenderlo. Aquello era muy rojo y amarillo todo el tiempo y sonaban bocinas futboleras. Con lo que odio el ruido y el fútbol, mi experimento estaba abocado al fracaso, pero hice caso a mi vecino colombiano y resistí. Había proclamas aproximativas y mensajes binarios. Lo de siempre: o yo o el caos, en todas las declinaciones posibles. El caos estaba en los hospitales, en las muertes lentas, en las residencias, en los hogares que enfermaban y enterraban. Pero por encima de todo, al parecer, ese era el momento de luchar por un yo mancillado, por una libertad individual que algunos siempre ponen por encima de eso que otros osamos llamar sociedad.
Mi misión fracasó. No entendí el mundo que veía, pero al menos me sirvió para comprender que éste había llegado para quedarse, o que quizá nunca se había ido del todo, y que el sarcasmo sería mi único aliado si quería seguir viviendo en ese barrio.
El pasado domingo recordé esas hazañas y, escarmentada, decidí no descubrir de qué forma se retorcía la palabra libertad esta vez. Opté por emular a Love Of Lesbian y pasar un día en el parque.
Sin esperarlo, que es como ocurren las mejores y las peores cosas en la vida, escuché un ARRIBA ESPAÑA en una voz sorprendentemente aguda. Me di la vuelta y descubrí a un pequeño ser, de no más de 4 años de edad, ondeando una rojigualda que doblaba su estatura y que apenas conseguía sostener solo. Imitaba el movimiento del padre, que miraba con los ojos saltones y la boca entreabierta a su réplica en miniatura. Mismo peinado, misma camisa, mismos zapatos y calcetines. No llegué a definir lo que vi en la mirada del padre, pero no sé si lo llamaría orgullo. Era como si alguien le hubiera tocado un nervio que tensaba cada músculo de su cara. El pequeño era una prolongación de su ira contra vaya usted a saber qué, un espejo en el que proyectarlo. Por el ansia de su mirada y el vaivén virulento de la bandera, pensé en Saturno devorando a su hijo y encontré (y mira que ese día no lo iba buscando), el sarcasmo que necesitaba para entender aquello.
Miré a mi hijo, y vi que ondeaba un dinosaurio azul mientras gritaba ‘’aeta’’, que es como él dice galleta. Resonó a mis espaldas una carcajada adulta que enardeció repentinamente a su hijo, que en respuesta ondeó su bandera con más fuerza. Seguí mi camino al parque y me acordé de mi vecino colombiano. Jamás le vi ondear banderas por la ventana desde la que cada día nos regalaba un trozo de esperanza, pero no me cabe duda de que había más España en aquel gesto diario que en toda aquella gesta de la masa enfurecida.
Ya a lo lejos, antes de perder de vista a Saturno, volví a mirarle y pensé –sin ánimo de coartar la libertad a quien más y mejor cree defenderla–, que no hubiera sido una mala idea que aquel señor hubiera optado también por pasar aquella tarde en el parque.
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Alexandra Gil es periodista, especializada en radicalización violenta y extremismos, autora de 'En el vientre de la yihad' (Debate).
Vivía yo durante la pandemia en un apartamento frente a una familia colombiana que se arrojó felizmente al deber diario de poner a todo trapo Resisitiré en versión bachata. Al cabo de dos semanas ya aborrecía esa canción, pero las ganas de bailar e imaginar un desenlace mínimamente feliz para aquella pesadilla siempre me empujaban a asomarme a la ventana y lanzarle al DJ del bloque una mirada cómplice de agradecimiento. Cuando el vecino cerraba el chiringuito y guardaba su altavoz, el silencio era gélido y recuerdo que, con el paso del tiempo, la post-canción se convirtió para mí en el peor momento del día.