Seamos realistas, pidamos lo imposible

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Yo conocí un mundo en el que el progreso parecía imparable. Fui testigo de cómo cayeron las más feroces dictaduras latinoamericanas y la democracia se extendía por los cinco continentes. Millones de pacifistas se manifestaban para exigir el fin de las pocas guerras que quedaban perdidas por el mundo. Los hallazgos científicos avanzaban de forma imparable y las enfermedades más temibles dejaron de ser necesariamente letales. Teníamos la sensación de que la incipiente creación de riqueza iba destinada a repartirse de un modo más equitativo entre los sectores desfavorecidos. No se ponía en duda que el mundo se estaba reorganizando y la paz se mantenía con leves sobresaltos. Eran creencias muy arraigadas, al menos, entre la mayoría de los españoles de mi generación. Fuimos unos optimistas irredentos. 

Hace tiempo que la historia se cansó de progresar. Las peores expectativas del final del milenio se han visto cumplidas. Desde el ataque terrorista del 11-S la humanidad ha iniciado una regresión en cadena. Umberto Eco ya lo advirtió en un libro visionario, “A paso de cangrejo”, donde analizaba los peligros latentes al iniciarse el siglo XXI: el muro de Berlín fue derribado y desapareció la guerra fría, pero, a cambio, entramos en guerras calientes; el terrorismo islamista nos retrotrajo a las cruzadas y el Vaticano demonizaba asuntos sociales y avances científicos. Hay momentos en los que se cierran las puertas que durante mucho tiempo dejamos abiertas para que circulasen libremente las ideas. Olvidamos parte de lo aprendido y en vez de avanzar parece que, como el cangrejo, desandamos el camino. 

La desigualdad creciente entre ricos y pobres generada por este sistema económico y el cambio climático producen desplazamientos masivos de personas afectadas por el hambre y los desastres naturales

La involución no solo afecta a los conflictos territoriales, las guerras de religión, el auge de los populismos o el Estado de bienestar. La desigualdad creciente entre ricos y pobres generada por este sistema económico y el cambio climático producen desplazamientos masivos de personas afectadas por el hambre y los desastres naturales. Hace más de dos siglos, Adam Smith dijo que ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable. Difícil hablar de bienestar global sin un mejor reparto de los grandes logros que ha conseguido la humanidad en las últimas décadas. ¿Cuántos pobres se necesitan para mantener a un rico? En palabras de El Roto, la lucha de clases es un arcaísmo, ya no existen clases, lo único que hay es una acumulación infinita y mecánica del dinero y un trabajo deshumanizado y alienado que nos empobrece y nos destruye. Y no cito a otros autores más catastrofistas para que el lector no se desanime y llegue al final de estas líneas.  

Como remate de la regresión, se produce la mayor catástrofe ecológica, la guerra de Rusia contra Ucrania cuyo final se aleja y se convierte en argumento para decretar, a la manera grandilocuente de Macron, el “fin de la abundancia” y pedir “esfuerzos y sacrificios” a los ciudadanos. Han hecho bien los sindicatos en recordar al presidente francés que ese final llegó hace tiempo para los millones de desempleados y trabajadores precarios que malviven con un salario mínimo y, sobre todo, para las mujeres, que siguen siendo víctimas de modas retrógradas, amenazas integristas y violencia machista. La miseria tiene color y género. La esclavitud sigue vigente en muchos talleres textiles de los países del sur y en los más desarrollados se han perdido los derechos laborales. En una ciudad de Colorado (EEUU), para no quedarse sin mano de obra, permiten a los trabajadores locales dormir en los coches, porque no pueden pagarse un alquiler. Habrán oído hablar de la Gran Dimisión, la renuncia de muchos ciudadanos a trabajar en pésimas condiciones de vida. El fenómeno se está generalizando de tal modo que puede poner en riesgo el sistema productivo de los Estados Unidos. Y nos quejamos en España de que falta mano de obra en la hostelería. 

Ahora sí, Macron está en lo cierto cuando dice que frente a tales desafíos no se puede esperar y hay que gobernar sobre la marcha para proteger a los que más lo necesitan. Utilicemos las previsiones catastrofistas para activar los sistemas de alerta. Estamos tan amedrentados que nos urge, más que nunca, pedir que se realicen algunas utopías. Como reclamaban en mayo del 68: seamos realistas, pidamos lo imposible. Por eso, si algo agradezco a mi Gobierno es que haya puesto pie en pared en un intento de contener la regresión que se nos viene encima con una serie de leyes y medidas que la oposición conservadora se empeña en desacreditar.  

Para terminar con optimismo, unos cuantos ejemplos utópicos que recientemente se han hecho realidad. En primer lugar, el salario mínimo interprofesional y la reforma laboral que, contra todo pronóstico, está dando buenos resultados. 

La importantísima ley que reconoce el derecho de toda persona a la igualdad de trato, gracias a la cual nadie podrá ser discriminado por razón de nacimiento, origen racial o étnico, sexo, religión, convicción u opinión, edad, discapacidad, orientación o identidad sexual, expresión de género, enfermedad o condición de salud, estado serológico o predisposición genética a sufrir patologías y trastornos, lengua, situación socioeconómica, o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. 

El impuesto a las energéticas y a las entidades financieras, extraordinario y temporal, que ya está en vigor en más de una docena de países europeos. La norma incluye sanciones a las compañías que transfieran los costes a los clientes. Decisión que la mayoría de los ciudadanos aplaude con las orejas. No hace falta señalar que las grandes corporaciones se han beneficiado a lo grande en esta crisis por la subida de los precios. 

Y gracias a la reivindicación de las mujeres, la ley de garantía integral de libertad sexual, conocida como la 'ley del sí es sí'. A partir de ahora, el consentimiento configurará el delito y no la resistencia de la víctima, la sumisión química será agravante, el acoso callejero será delito leve, estará penalizada la extorsión sexual o pornografía no consentida y la educación sexual será obligatoria. Las que mejor entienden el alcance de esta ley son las víctimas de la violencia machista. Llegar hasta aquí no ha sido fácil, pero solo es el principio. Habrá que continuar para impedir que el futuro sea tan negro como lo pintan.

Yo conocí un mundo en el que el progreso parecía imparable. Fui testigo de cómo cayeron las más feroces dictaduras latinoamericanas y la democracia se extendía por los cinco continentes. Millones de pacifistas se manifestaban para exigir el fin de las pocas guerras que quedaban perdidas por el mundo. Los hallazgos científicos avanzaban de forma imparable y las enfermedades más temibles dejaron de ser necesariamente letales. Teníamos la sensación de que la incipiente creación de riqueza iba destinada a repartirse de un modo más equitativo entre los sectores desfavorecidos. No se ponía en duda que el mundo se estaba reorganizando y la paz se mantenía con leves sobresaltos. Eran creencias muy arraigadas, al menos, entre la mayoría de los españoles de mi generación. Fuimos unos optimistas irredentos. 

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