Tres cosas hay en la vida: salud, educación y dinero para sustentarlas

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El cerebro de una economista generalmente funciona en términos de coste de oportunidad (ese concepto básico que nos enfrenta a aquello a lo que renunciamos como individuos o como sociedad cuando tomamos una determinada decisión, cuando elegimos un camino de los varios disponibles), y de maximización de la función de utilidad, o sea, de aquello que nos genera mayor satisfacción o bienestar; cierto que circunscrito a nuestra faceta como consumidores, pero trasladable a nuestra condición de ciudadanos. 

Parafraseando el famoso bolero, y con la pirámide de Maslow en mente, las tres cosas que hay [que perseguir] en la vida, porque generan un mayor nivel de satisfacción y bienestar conforme nuestras sociedades progresan, son la salud, la educación y el dinero para garantizarlas. Por ese orden. Así lo desvela el Índice de Desarrollo Humano (IDH), una convención internacional como la del Producto Interior Bruto (PIB), por mencionar quizá la hegemónica que, inspirado por el economista, premio Nobel en 1998 y premio Princesa de Asturias en 2021 Amartya Sen, puso en práctica el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en 1990.

Salud entendida no como ausencia de enfermedad, sino como un estado de bienestar físico, mental, emocional y social, que hoy en día es además inalcanzable si el lugar donde vivimos, el planeta Tierra, no goza también de buena salud. Y salud medida como la esperanza de vida al nacer, que en España, en la última edición del IDH para 2023/24 publicada en el mes de marzo, se sitúa en 83,9 años.   

La educación se mide por los años esperados de escolaridad (los que un niño o niña en edad de ingresar a la escuela puede esperar recibir si persisten los patrones de matriculación específicos por edad durante toda su vida), y los años promedio de escolaridad (el promedio de años reales de educación recibidos por personas de 25 años o más), que en España se sitúan en 17,8 y 10,6 años, respectivamente. Aquí tenemos una importante brecha entre lo que podríamos y lo que conseguimos alcanzar en términos de educación.

Y el dinero para sustentar esa salud y esa educación que garantizan el desarrollo humano y el progreso de las sociedades se mide por la renta nacional bruta per cápita con paridad del poder de compra (conversión que intenta igualar el poder adquisitivo de diferentes monedas eliminando las diferencias en los niveles de precios entre países), que en el último Informe ascendía en España a unos 40.000 dólares de 2017.

La “paradoja democrática” es una tendencia emergente y global que combina un apoyo declarado y generalizado a la democracia como principio básico de convivencia, pero también apoya liderazgos tóxicos que ofrecen “tranquilidad mental” a oyentes frustrados con propuestas de pseudo-soluciones insostenibles a problemas complejos

Con todo ello, España se sitúa en la posición 27 de un total de 193 países y territorios. Pero como cualquier ejercicio de sistematización de realidades complejas, el IDH no es perfecto y necesita incorporar matices. Así, en 2010, al IDH original se sumó el índice de desarrollo humano ajustado por desigualdad, el IHDI, una imagen más fiel de la foto que nos representa y por el que en España caemos la friolera de 12 posiciones en el ranking global. A este IHDI pronto le siguieron el Índice de Desarrollo de Género (IDG) y el Índice de Desigualdad de Género (IDG), en el que España escala 12 posiciones hasta la 15; y el Índice de Desarrollo Humano ajustado por la Presión Planetaria (IDHP), esto es, ajustado por el nivel de emisiones de dióxido de carbono y la huella ecológica per cápita, y que nos sitúa en el top 5 de países a nivel mundial.

La última actualización del IDH en la que se recogen estos datos, titulada Romper el bloqueo: Reimaginar la cooperación en un mundo polarizado, alerta de la dificultad que se constata, a nivel global, en la capacidad de comprensión de la población de las crecientes presiones a las que está sometido hoy el mundo en el que vivimos (la irrupción de la inteligencia artificial sin contrapesos, la amenaza ya en ciernes de un cambio climático desbocado, los cambios en los patrones demográficos asociados a la longevidad, y los conflictos armados, por mencionar unas cuantas). Presiones todas ellas complejas, y que se traducen en un sentimiento de fracaso generalizado y de falta de capacidades para la actuación colectiva. Sentimientos plagados de sesgos que retroalimentan la incertidumbre, la inseguridad y la polarización en un contexto de crecientes desigualdades y de búsqueda de respuestas sencillas y comprensibles. Todo esto junto se traduce en lo que el Informe acuña como “paradoja democrática”, una tendencia emergente y global que combina un apoyo declarado y generalizado a la democracia como principio básico de convivencia, pero también apoya liderazgos tóxicos que ofrecen “tranquilidad mental” a oyentes frustrados con propuestas de pseudo-soluciones insostenibles a problemas complejos, con respuestas miopes y segregadoras que apelan a emociones básicas, y que amenazan los cimientos de esos principios y valores democráticos que siguen siendo, y esperemos que nunca dejen de serlo, los preferidos por la mayoría.

El cerebro de una economista generalmente funciona en términos de coste de oportunidad (ese concepto básico que nos enfrenta a aquello a lo que renunciamos como individuos o como sociedad cuando tomamos una determinada decisión, cuando elegimos un camino de los varios disponibles), y de maximización de la función de utilidad, o sea, de aquello que nos genera mayor satisfacción o bienestar; cierto que circunscrito a nuestra faceta como consumidores, pero trasladable a nuestra condición de ciudadanos. 

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