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Los tres señores en camello

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Estábamos separando la decoración del árbol de las piezas del belén. Somos los legatarios de la Navidad de dos generaciones en las que nunca se ha tirado nada. Nos toca a nosotros, ahora, diseñar ese pueblito con un Herodes que, por ejemplo, no cabe por la puerta de su castillo. Hijo, pásame, pásame, pásame y no pude nombrarlos. Mi hijo, tres años recién cumplidos, cero bautizos, colegio público, atención educativa alternativa a la religión, no me iba a entender. Pásame los tres señores en camello, cariño.

Mi hijo, un pequeño Félix Rodríguez de la Fuente, identifica perfectamente a un camello, puede responder por lo menos diez preguntas sobre Papá Noel, pero no tiene la menor noción de quiénes son los Reyes Magos. Me mudaría mil veces antes de meter a mi hijo en un concertado religioso y no dudamos un segundo sobre no bautizarlo, pero esto me ha dado cierta pena. Una pena cultural y sentimental, como mi catolicismo. Uno de los recuerdos más queridos de mi infancia es ir moviendo cada día de las Navidades, meticulosamente, los tres camellos de los Reyes para acercarlos al portal y, claro, a la ventana de la casa de mis abuelos puntualmente el 5 de enero al caer la noche.

Poníamos el nacimiento sobre una antigua cocina económica que nosotras ya sólo conocimos como encimera. El montaje no podía comenzar sin el musgo que, una tarde mucho más fría que las de ahora, salía a buscar con mi abuelo en una tapia al otro lado de la carretera. La arena del desierto la cogíamos del jardín húmedo de mi abuela y el río era, por supuesto, una tira de papel Albal contenida por piedras irregulares. A mi abuela la figura de la lavandera le parecía una fotografía de juventud.

La única persona a la que le dolería, aunque no lo dijera, que mi hijo no esté bautizado y no sepa quiénes son los Reyes Magos, ya no está aquí. Su ausencia, que fue la primera, me recordó que si la Navidad es algo es esa mesa camilla con la misma gente

Siempre quise tener un fueguito de esos que alumbran los belenes profesionales, pero a esa altura tecnológica no llegamos nunca y no voy yo ahora a romper esa tradición. Tampoco se me ha pasado por la cabeza dejar de poner el belén ni he dejado nunca de entrar en una iglesia que encontraba por primera vez. Entrar, encender una vela, pedir y agradecer algo. Me criaron dos abuelas de riguroso luto especialmente injusto. Una abuela viuda joven y una abuela que perdió a su hija el día que conoció el mar. Las modestas iglesias de sus pueblos fueron los psicólogos que nadie les ofreció, fueron, también, uno de los lugares donde más tiempo pasamos juntas. No me cabe en un año de columnas lo que rechazo tantísimas acciones de la Iglesia que lleva mayúscula institucional, pero por las iglesias que son el único sitio público que queda abierto en algunos pueblos, por esas siento algo que tiene que ver más con el vínculo maternal que con ninguna fe.

Cuando en la universidad comencé a conocer gente que no pasaba siempre sus navidades alrededor de la misma mesa camilla con las mismas personas con las que estaba todo el año comiendo lo mismo que en todas las celebraciones, sentí cierta envidia. Navidades en Essaouira, comida de Reyes sólo padres e hijos en un restaurante. Sonaba muy bien. La primera vez que pasé obligada las Navidades lejos de esa mesa camilla, me refugié la mañana del 25 en la Catedral de San Mateo de Washington D.C. Sabía la hora de la misa en español –la misa en inglés no me evoca nada, no me sirve– porque hacía unos años mi amiga Berni, excelente pediatra ecuatoriana, me había animado a ir con ella los domingos. Yo entonces iba por acompañarla y por el pad thai que nos comíamos después en un huequito de la calle 14. Un poco como había ido siempre a misa en el pueblo: por acompañar a mis abuelas, por jugar con las niñas y por los calamares del bar. Ese día de Navidad, en un Washington vacío y gélido, fui porque era lo más parecido que había en esa ciudad a mi universo conocido. Fui porque quería casa.

Me criaron en un catolicismo de costumbres, desarmado de ideología y quizás por eso algo ha quedado a salvo. La única persona a la que le dolería un poco, aunque no lo dijera, que mi hijo no esté bautizado y no sepa quiénes son los Reyes Magos, ya no está aquí. Su ausencia, que fue la primera, me recordó que si la Navidad es algo es esa mesa camilla con la misma gente. Que la gente no está para siempre. Que con las muertes van quedando camillas sin brasero y camillas a las que no vuelves nunca. Bautizar a mi hijo, no, pero contarle el cuentito de los Reyes Magos, eso sí lo puedo hacer. Felices fiestas, abracen fuerte a los suyos.

Estábamos separando la decoración del árbol de las piezas del belén. Somos los legatarios de la Navidad de dos generaciones en las que nunca se ha tirado nada. Nos toca a nosotros, ahora, diseñar ese pueblito con un Herodes que, por ejemplo, no cabe por la puerta de su castillo. Hijo, pásame, pásame, pásame y no pude nombrarlos. Mi hijo, tres años recién cumplidos, cero bautizos, colegio público, atención educativa alternativa a la religión, no me iba a entender. Pásame los tres señores en camello, cariño.

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