El vector fascista en la conspiración contra la República (10/20): De cómo cerrar los ojos a la incómoda evidencia

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En 2013, ya ha llovido desde entonces, un grupo de historiadores nos reunimos alrededor del profesor Francisco Sánchez Pérez con la idea de hacer un libro homenaje al coronel e historiador Gabriel Cardona, fallecido en un lamentable accidente en una Nochevieja anterior. Todos admirábamos su tesis doctoral ('El poder militar en la España contemporánea hasta la guerra civil', Siglo XXI, Madrid, 1983) que marcó un hito en los estudios sobre tan debatido tema y entonces un tanto ayuno de trabajos académicos. Incidentalmente ni el general Dávila Álvarez ni el profesor Gil Pecharromán la mencionan.  

Nuestro modesto homenaje apareció en marzo de 2013 en un libro titulado Los mitos del 18 de julio. Su contenido respondió estrictamente al título. El general Dávila no lo cita. El profesor Gil Pecharromán solo lo hace, si no he leído mal, en dos ocasiones en la bibliografía general y exclusivamente con referencia a dos capítulos, uno del coronel Fernando Puell de la Villa sobre la trama militar de la conspiración y otro del profesor José Luis Ledesma sobre la primavera de 1936. Puedo asegurar que el resto de capítulos, que escribieron el añorado Julio Aróstegui, Eduardo González Calleja, Fernando Hernández Sánchez, Hilari Raguer, Xosé Manuel Núñez Seixas y el propio Sánchez Pérez, son tan interesantes como los mencionados. 

Lamentablemente tengo que mencionar también mi propio nombre. En tal obra escribí sobre la trama internacional del golpe, algo que en mi modesta opinión no carecía de interés. Aproveché la ocasión para dar a conocer un aspecto, hasta entonces absolutamente ignorado en la ya amplísima bibliografía sobre la República y el posterior conflicto. ¡Mussolini había declarado la guerra al régimen republicano el 1º de julio de 1936!

No me limité a enunciar el caso. Lo demostré con papeles, documentos, evidencias escritas y conservadas. También firmadas, como era y es de rigor. Aquel día los conspiradores monárquicos más conspicuos, Pedro Sainz Rodríguez, por así decir el número 3 de Renovación Española, el partido liderado por el futuro “proto-mártir”, y Antonio Goicoechea (uno de los hombres del encuentro con el Duce a finales de marzo de 1934), firmó cuatro contratos con la empresa Società Idrovolante Alta Italia (SIAI). Fueron sobre el suministro de material de guerra (aviones de bombardeo y transporte, cazas, hidroaviones y masas de municionamiento, combustible y repuestos). Como comprenderá el amable lector, no fue para pasearse bajo los azules cielos de España. El primer contrato versó sobre el envío de una docena de aviones Savoia Marchetti 81 y se estipuló que debían suministrarse antes de que terminara el mes de julio. No creo que sea necesario, a estas alturas, señalar con qué propósitos. Los restantes contratos se ejecutarían en agosto. 

El ángel del Señor no había descendido sobre mi humilde persona. La clave la había dado una biografía de Juan March escrita por la distinguida historiadora y exministra de Educación y Ciencia Mercedes Cabrera Calvo-Sotelo. A mí la figura de March siempre me había interesado. En 1979 había publicado, al frente de un equipo de varios economistas, una investigación sobre política comercial exterior en España, 1931-1975, por encargo del Banco Exterior de España y su presidente, D. Fermín Zelada, y mi colega de cátedra Rafael Martínez Cortiña, consejero delegado.

En ella había descubierto (aparte de los pactos secretos con Estados Unidos de aquel superhombre ungido por Dios que fue el generalísimo Francisco Franco) que una de las primeras actuaciones el 1º de abril de 1939, mientras estaba postradito en la cama con un gripazo, había firmado una segunda Ley Reservada de la Jefatura del Estado para reconocer como deudas del mismo los contratos de crédito formalizados durante la guerra con una serie de bancos. Entre ellos figuraban varios obtenidos por mediación de March. Una manera, nada sutil, de “socializar” o “nacionalizar” las deudas obtenidas durante la fratricida contienda. (La primera ley reservada, creadora del denominado Fondo de Retorno, la había firmado también dicho genio de los genios para ayudar a los exportadores españoles a que vendieran algo al exterior). 

Supongo que la artillería gruesa que descargamos sobre los mitos franquistas fue tan potente que desalentó a los lectores. Quizá no nos creyeran. Poco a poco, sin embargo, la obra fue abriéndose paso

Pues bien, al leer la biografía de March de Mercedes Cabrera me llamaron la atención varias referencias al archivo de Pedro Sainz Rodríguez (notas a pie de página 29 y 31, pp. 283s) sobre gestiones en Italia. Yo conocía a quien los había conservado. Le había entrevistado hacia 1974 o 1975 en su domicilio de la Avenida de América. Luego había hecho una referencia a sus memorias en una revista, patrocinada por el PCE, La Calle, que me había pedido su director, César Alonso de los Ríos, en su etapa próxima al PCE. Había leído en inglés el libro de John F. Coverdale sobre la intervención fascista en la guerra civil (publicada en 1975 por Princeton University Press y luego en castellano por Alianza en 1979). Por supuesto conocía también el primer intento serio de un historiador español, Ismael Saz, Mussolini contra la II República, aparecido en Valencia en 1984. Y, de alguna manera, me había destetado con el cuento de hadas de Luis A. Bolín, España: los años vitales. La edición española, simultánea a la inglesa, la había prologado nada menos que otro de los darlings de la política exterior franquista: Fernando María Castiella, ex Cruz de Hierro. 

Así que, a pesar de estar entonces pachucho, cuando un amigo a quien pedí que fuera a ver el archivo me llamó y me dijo que las “gestiones en Italia” se referían a varios contratos, pero fechados el 1º de julio de 1936, se me despertaron todas las alarmas (hasta ahora desconozco cómo no fue este el caso con Mercedes Cabrera) y me planté en la calle madrileña de Alcalá, en la sede de la Fundación Universitaria Española, casi enfrente de la estatua de Espartero, y comprobé que efectivamente había cuatro contratos. Cuento esto no para darme coba sino para ilustrar cómo puede germinar una idea, una inspiración, una preocupación, una sorpresa.

Quince días más tarde, después de un viaje relámpago a Zaragoza, ingresé en estado gravísimo en el Hospital Erasme de Bruselas. El borrador de mi capítulo lo escribí en él, a toda velocidad, por si me ocurría algo irreparable. La editora de la obra, Carmen Esteban, recibió un primer borrador junto con mi ruego de que, en lo posible, retrasara la publicación del libro para que me diera tiempo a mejorar la redacción. Así lo hice y Los mitos del 18 de julio salieron al año siguiente. En el apéndice de mi capítulo reproduje fotográficamente los contratos en italiano y en su traducción al castellano. Transcribí las largas listas de material, repuestos, etc. traducidas gracias a Diego Echauz, hijo de un conocido pintor amigo mío. El apéndice de mi capítulo se extendió de la página 139 a 181. Como es lógico, la bibliografía secundaria estuvo al día. No dejé de lado a ninguno de los autores de los que tenía conocimiento y que hubiesen escrito sobre temas más o menos lejanamente relacionados.  

En contra de mis esperanzas, el libro no tuvo demasiado éxito. Supongo que la artillería gruesa que descargamos sobre los mitos franquistas fue tan potente que desalentó a los lectores. Quizá no nos creyeran. Poco a poco, sin embargo, la obra fue abriéndose paso. Se reimprimió en 2019 y en 2021. Se la menciona de vez en cuando. 

Para mí, lo reconozco, fue una desilusión. En el Erasme bruselense se me había ocurrido pensar que lo que decíamos en general, y en mi caso particular sobre los contratos, daban la vuelta a las versiones consagradas sobre el camino que abrió las puertas a la guerra civil con la ayuda fascista. Precisamente lo que han ocultado el general Dávila Álvarez y el profesor Gil Pecharromán. También el profesor Stanley G. Payne, que se apresuró a despreciar, cual historiador de ambiciones olímpicas, la evidencia a ras del suelo de bichitos despreciables. 

¿Y March? Fue el financiador máximo de los contratos. Quizá fue un error no explotar entonces todo lo que suponía que había habido detrás, pero lo cierto es que caí víctima del “síndrome Franco”. Durante algunos años me dediqué a desbaratar y contrastar algunas de las leyendas que seguían —en realidad, continúan— centrándose en torno suyo. Sin embargo, ello me permitió profundizar en la trastienda del 18 de julio, con lo cual tampoco perdí demasiado tiempo.

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Ángel Viñas es economista e historiador especializado en la Guerra Civil y el franquismo. Su última obra publicada es 'Oro, guerra, diplomacia. La República española en los tiempos de Stalin', Crítica, Barcelona, 2023.

En 2013, ya ha llovido desde entonces, un grupo de historiadores nos reunimos alrededor del profesor Francisco Sánchez Pérez con la idea de hacer un libro homenaje al coronel e historiador Gabriel Cardona, fallecido en un lamentable accidente en una Nochevieja anterior. Todos admirábamos su tesis doctoral ('El poder militar en la España contemporánea hasta la guerra civil', Siglo XXI, Madrid, 1983) que marcó un hito en los estudios sobre tan debatido tema y entonces un tanto ayuno de trabajos académicos. Incidentalmente ni el general Dávila Álvarez ni el profesor Gil Pecharromán la mencionan.  

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