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Verano español

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Miles de niños ya están instalados en las casas de sus abuelos en el pueblo. Durante al menos un mes, serán seremos sus padres quienes bailen a su son. Sin derecho ya la mayoría a esos veranos anchos de dos meses, estaremos yendo y viniendo a nuestros rigores adultos mientras ellos viven esa mejor vida que conocimos: levantarse con el único destino de ver en pijama los dibujos, salir con la bici, comer tardísimo, echar la siesta en camas compartidas, ir a jugar al río o al patio de alguien; que tengan que llamarte para cenar, cenar bajo las estrellas, irse a dormir tan tarde que haya que ponerse una chaqueta.

El sábado estuve en el Cubipop, un festival casero que es el epítome del verano español. Personas de orígenes variopintos en torno a un cuerpo de agua; cuerpos al aire extendidos y sentados sobre textiles de colores como retazos haciendo un tapiz. Merienda allá a las nueve, porque en el noroeste los días de verano parecen no querer terminar. —Voy al baño, ¿quién quiere otra cerve? —Tenéis que probar la tortilla, es lo más rico. —Yo empiezo por la paloma (ensaladilla servida en una corteza). —¿Dónde está su madre? Tengo que decirle que el gazpacho ha vuelto a quedarle buenísimo.

Alguien dijo que le parecía muy “americano” (sic) —por estadounidense— y yo aseguro que no podría serlo menos. Lo único que tiene el Cubipop de pool party es una pisicina. Lo demás es puro verano español, pura cultura mesetaria, pasa amigo, entra amigo. Éramos gente de todas las edades, también el abuelo y el niño, ejerciendo una manera de estar en el mundo que seguirá viva mientras nos sigamos juntando en nuestros pueblos para compartir charcas y toallas y mesas corridas y parchises y verbenas y noches maravillosas como aquellas.

Somos el sur de Europa, conviene recordarlo. Por ejemplo esta noche, habrá unos amigos cenando en una callecita de Atenas mientras una pareja de portugueses baila agarrao’ en la Ribeira de Porto y unas señoras españolas sacan sus sillas plegables al fresco

Cuando era pequeña, me sorprendía siempre que esos niños de Bilbao y Barcelona, nietos del pueblo, dejaran sus costas para venir a pasar las vacaciones a esta llanura interior. Que renunciaran al entretenimiento de Madrid por nuestro Verano cultural 1998. Que vinieran a encontrar su primera libertad en el sitio del que sus familias antes habían tenido que irse. Yo tenía pueblo todo el año, pero también recuerdo con nitidez esa sensación de ligereza al pasar por casa a coger una manga larga sin perder el sonido de la orquesta. Esa primera noche en que, cumpliendo un rito de paso, es a ti a quien le dejan la llave enorme del portón por detrás de la ventana para cuando vuelvas sola.

Escribo esta columna desde un escritorio con vistas a la parra de mis bisabuelos, al campo ahora ocre, a la Nacional 630, carretera Gijón-Sevilla. En dos párrafos iré a la cochera a darle aire a las bicis, inicio sagrado del verano. Cuando baje el calor, me toca meterme a limpiar la piscina de poliéster a la que subimos en lugar de bajar porque en mi casa sólo se hace lo que podamos hacer todos y mi hermana —el sol de mi hermana — no puede caminar. Ser ya las personas que pintan y limpian la piscina es otro tipo de rito de paso: uno que dice que, al menos, volvimos a tiempo.

Yo seguiré estas semanas manteniendo el transporte público de Tierra del Pan, Zamora, Salamanca, Valladolid y Madrid, pero dejo las alpargatas en esta casa porque de alguna manera, todo lo posible, quiero volver a sentir la anchura de los dos meses de verano español. A mi hijo le deseo que le encante. Que se haga con todos, que digan a su paso “El de Luis, qué salao’ es”. Que nos traiga amigos a merendar y a dormir. Que sepa lo que es darse un primer beso detrás de las escuelas.

A ustedes, que han leído hasta aquí ojalá desde su propio verano español–, les recuerdo lo que cantaba la gran Raffaella Carrà: por si acaso se acaba el mundo, todo el tiempo hay que aprovechar. Lo digo con convencimiento, porque tuve muchas experiencias y he llegado a la conclusión de que en el sur siempre se pasa mejor. Somos el sur de Europa, conviene recordarlo. Por ejemplo esta noche, habrá unos amigos cenando en una callecita de Atenas casi a las doce mientras una pareja de portugueses baila agarrao’ en la Ribeira de Porto y unas señoras españolas sacan sus sillas plegables al fresco. Y todo eso, si me preguntan, es el culmen de la civilización. O al menos del saber vivir.

Miles de niños ya están instalados en las casas de sus abuelos en el pueblo. Durante al menos un mes, serán seremos sus padres quienes bailen a su son. Sin derecho ya la mayoría a esos veranos anchos de dos meses, estaremos yendo y viniendo a nuestros rigores adultos mientras ellos viven esa mejor vida que conocimos: levantarse con el único destino de ver en pijama los dibujos, salir con la bici, comer tardísimo, echar la siesta en camas compartidas, ir a jugar al río o al patio de alguien; que tengan que llamarte para cenar, cenar bajo las estrellas, irse a dormir tan tarde que haya que ponerse una chaqueta.

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