El aluvión de informaciones sobre la masiva diáspora ucraniana no puede dejar impasible a nadie: en menos de tres semanas de guerra, casi tres millones de personas han abandonado sus hogares en busca de protección. Impresiona, asimismo, el esfuerzo de solidaridad que se vive en toda Europa, comenzando por los países fronterizos, Polonia, Rumanía o Moldavia, tanto por parte de sus gobiernos como de los ciudadanos. Polonia, otrora reluctante a cualquier pacto europeo que le imponga cuotas, acoge ya a 1,6 millones de refugiados ucranianos; el gobierno húngaro de Orban, cortado por el mismo patrón, ha recibido ya a más de un cuarto de millón. Casi 200.000 se encuentran en Eslovaquia, y más de 100.000 en un país minúsculo y pobre, Moldavia, de apenas dos millones de habitantes. Mientras tanto, la propia UE ha adoptado acuerdos políticos inéditos respecto a los desplazados que huyen de Ucrania.
El punto de inflexión ha sido la Decisión de Ejecución (UE) 2022/382 del Consejo, adoptada el 4 de marzo de 2022. Esta decisión supone activar la aplicación de la Directiva de protección temporal 2001/55/CEE, prevista para casos de afluencia masiva de personas desplazadas. Es la primera vez que se decide así, después de veinte años de su aprobación. La activación obliga a los Estados miembros a concretar el reconocimiento individual de la protección temporal en el caso concreto de las personas desplazadas por el conflicto en Ucrania. Ello permite ofrecer a los ucranios una protección internacional análoga a la del asilo, que consiste ante todo en el principio de no devolución al país de origen a quien solicita tal protección (principio de non refoulement) y, además, posibilita permisos de residencia y trabajo, apoyo financiero y acogida. En aplicación de ese acuerdo, los gobiernos europeos rivalizan hoy en establecer sistemas ágiles y generosos para esos desplazados ucranianos. Por no hablar de los innumerables ejemplos de generosa solidaridad por parte de las instituciones, agentes de la sociedad civil y simples ciudadanos.
Si la respuesta institucional europea ha sido en términos generales generosa y ágil, en el caso del Gobierno español (y de los gobiernos de las CCAA y de un buen número de ayuntamientos) resulta remarcable y se concreta en dos órdenes ministeriales que detallan los acuerdos adoptados en el Consejo de ministros del 8 de marzo de 2022 (cuatro días después de la decisión del Consejo europeo).
La primera, la OM/170/2022, de 9 de marzo de 2022, amplía la protección temporal otorgada en virtud de la Decisión de Ejecución (UE) 2022/382 del Consejo de 4 de marzo de 2022 a personas afectadas por el conflicto de Ucrania que puedan encontrar refugio en España. Supone, por cierto, una interpretación particularmente generosa de la aplicación de la directiva europea de 2001. En primer lugar, España permite acogerse a la norma a aquellos que ya vivían en España y que actualmente están en situación irregular, un supuesto que no estaba expresamente incluido en la decisión del Consejo Europeo. La medida beneficia a un número incierto de ucranios, por la imposibilidad de medir con rigor la irregularidad, pero puede tratarse de entre 10.000 y 18.000 personas. La aplicación que el Gobierno español ha hecho, “considerando que las consecuencias de la guerra afectan a otras muchas personas”, amplía el ámbito subjetivo de aplicación, al extenderlo también a los refugiados que habían obtenido protección internacional en Ucrania, así como a los ciudadanos de terceros países con permisos permanentes de residencia en ese país. La norma también incluye a los familiares directos de estos. La ampliación de los supuestos que pueden acogerse a la directiva europea también beneficiará a aquellos residentes en Ucrania que estaban fuera del país antes de que el pasado 24 de febrero comenzase la invasión rusa. Esto incluye a turistas, estudiantes o ciudadanos en viajes de trabajo. En su decisión, España amplía la protección temporal a aquellos que residían en Ucrania con autorizaciones de residencia temporales y no solo permanentes, incluyendo así, por ejemplo, a estudiantes de terceros países. El resto de residentes ucranios en España, como ya se anunció la semana pasada, tendrán prioridad para renovar con agilidad sus trámites.
La principal incógnita residía en la cuestión de procedimiento, debido a lo dispuesto en el artículo 11 del RD 1235/2003 que aprobó el reglamento de aplicación de la directiva europea de 2001 y que impone que las solicitudes pasen por la Oficina de Asilo y Refugio (OAR), muy sobrecargada en la actualidad (unas 80.000 solicitudes pendientes), lo que supone que la tramitación y resolución de los expedientes de asilo en España sufran desde hace años muy considerables retrasos y dificultades, pese al esfuerzo de este Gobierno por reforzar las plantillas de funcionarios que trabajan en esos temas. Pero el 10 de marzo se publicaba en el BOE una segunda Orden ministerial, la OM 169/2022 del Ministerio de Presidencia que, tras el trabajo conjunto con los ministerios de Inclusión y de Interior, habilitaba una solución de urgencia para aplicar individualmente la directiva de protección temporal y desbloquear las dificultades de procedimiento. Se trata de la presentada como una normativa complementaria del Reglamento de 2003, por la que se desarrolla el procedimiento para el reconocimiento de la protección temporal a personas afectadas por el conflicto en Ucrania.
Esta solución tecnicojurídica para salvar la dificultad que planteaba el mencionado artículo 11 del Reglamento es del mayor interés. De un lado, se arranca de la disposición final primera de esa norma, que habilita a los Ministerios de Inclusión y de Interior para dictar, en el ámbito de sus respectivas competencias, las normas que sean necesarias para la ejecución y desarrollo de lo dispuesto en él. Además, para reforzar el fundamento jurídico de esta normativa complementaria, se invocan los principios de buena regulación previstos en el artículo 129 de la Ley 39/2015 del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, y particularmente a los de necesidad y eficacia, proporcionalidad, eficiencia y seguridad jurídica. En suma, esta Orden Ministerial supone de hecho la creación de una vía urgentísima de acogida, pues hace posible que los desplazados reciban en un plazo de 24 horas la documentación necesaria para trabajar.
Quede claro que, a mi juicio, todos estos esfuerzos merecen, por descontado, un juicio muy positivo. Pero resulta muy llamativa la aparición ahora, con ocasión de la diáspora ucraniana, de una voluntad política que ha sabido echar mano de instrumentos jurídicos y aun de ponerlos en marcha con una agilidad y eficacia inusitadas. Esta nueva y decidida voluntad política ante un caso específico de asylum seekers (demandantes de asilo o protección internacional), los ucranios que buscan protección huyendo de la guerra desatada ferozmente por Putin, exige explicación. Y la exige, además, porque esto sucede cuando nos encontramos en medio de un debate sobre el nuevo y complejo Plan europeo de inmigración y asilo que está en estudio desde 2020 (un conjunto de documentos de considerable dificultad técnica), presidido por la voluntad política del núcleo duro de la UE que insiste en mantener la lógica básica del reglamento de Dublín, esto es, que el Estado miembro en el que pongan pie los aspirantes a obtener asilo se haga cargo de todo lo relativo a ese expediente, sin que pueda trasladarse a un tercer Estado miembro. Una tesis que, como han puesto de manifiesto gobiernos como el de España, es manifiestamente asimétrica e insolidaria. ¿Significa esto un giro en la política europea sobre refugiados o se trata solo de una excepción?
Dicho con más claridad, ¿por qué esta movilización de esfuerzos, esta decidida voluntad política de concretar de forma tan generosa la solidaridad europea, de afrontar ahora sí y con decisión esta crisis de refugiados, a diferencia de cuanto sucedió en dos casos absolutamente similares? Me refiero, claro, a los desplazamientos masivos de personas que huían de la guerra en Siria y Afganistán, para los que el Europarlamento solicitó la activación de esa directiva. Reparemos en que en el caso de Siria se trata de una guerra que dura ya 11 años y que ha provocado que más de 13 millones de personas huyan de sus hogares: casi 7 millones desplazadas a otros puntos de Siria y más de 6 millones han abandonado su país. El fracaso de los intentos que hizo la Comisión en 2015 para asegurar un procedimiento de distribución de cuotas obligatorias de refugiados sirios entre los Estados miembros es un recuerdo lacerante de la ausencia de voluntad política, por no decir de la voluntad política de rechazo, de desentendimiento de la suerte de esos centenares de miles de personas. En cuanto a nuestra respuesta a los afganos ha sido, con todos los respetos, cicatera: no quiero desdeñar el esfuerzo realizado para evacuar y reubicar en la UE —en España se consiguió evacuar a 2.000, de los que 1.650 solicitaron asilo— a aquellos que trabajaban como colaboradores de nuestras embajadas en Kabul. Hay motivos para estar orgullosos de la eficacia y agilidad de esa operación humanitaria, insisto, pero la mayoría de los afganos —de las mujeres y niñas afganas— que sufren graves violaciones de sus derechos por parte del régimen talibán y que buscan como pueden refugio, no encontrarán la voluntad política de la UE. Podríamos añadir, por cierto, el caso de Venezuela, como recordaba la periodista María Martín. El régimen de Maduro ha generado, según los datos del ACNUR, un éxodo de más de 6 millones de personas. España es uno de los tres países de la UE que ha recibido más solicitudes de asilo o protección internacional por parte de esos desplazados venezolanos, más de 118.000 en 2019. El Gobierno español ha acudido a otorgarles una solución excepcional, un permiso de residencia de un año por razones humanitarias, pero, como ha puesto de manifiesto CEAR, el porcentaje de reconocimiento como refugiados es mínimo. Y hay que hacer constar que el entonces Defensor del Pueblo pidió al Gobierno que contemplase la activación de la directiva 2001, pero no se consideró procedente. Por no decir de cuanto sucede en las islas del Egeo, en el Mediterráneo o en Canarias, donde parece naufragar reiteradamente cualquier atisbo de voluntad política europea decente.
Los límites empíricos de la solidaridad. De la solidaridad al interés geopolítico.
Vuelvo a la pregunta que motiva este artículo. Ante la necesidad de explicación para la aparición de esta insólita voluntad política caben varias hipótesis.
Una de las primeras consiste en tratar de entender el motor de solidaridad que aquí se ha manifestado. ¿Por qué esta explosión de solidaridad con los ucranios, que no se queda en proclamas retóricas o vagos sentimientos, sino que se concreta en la disposición a afrontar sacrificios concretos, no sólo por parte de los ciudadanos de a pie que dan muestras de ello con una movilización nunca vista, sino también de las instituciones?
Creo que puede servirnos la referencia a lo que se ha llamado la concepción liberal de solidaridad, propuesta por Richard Rorty en su influyente obra Contingencia, ironía, solidaridad. Rorty se propone desnudar los límites de un universalismo solidario que, en el fondo, se queda las más de las veces en retórica, de acuerdo con el lema que se atribuye a un europeo de profunda convicción social, Jacques Delors: “no podemos cargar con toda la miseria del mundo”. Para Rorty, la retórica universalista de los vínculos con la humanidad, con una esencia humana, muy asequible en la medida en que el propósito de mostrarse solidario con los que viven en el otro extremo del mundo queda satisfecho con gestos que no cuestan nada, no tiene capacidad para concretarse en deberes, en contribuciones concretas. Eso sólo es posible desde un sentido más restringido y más local, que permite percibir con claridad nuestras similitudes en la experiencia del dolor y la humillación de otras personas y así incluirlas en el nosotros. Esto se activa con mayor capacidad cuanto esos sufrimientos los padecen quienes se encuentran más próximos al círculo del nosotros. Posibilita así asumir sacrificios, esfuerzos reales por ellos. El sufrimiento de los ucranios es eso, precisamente, un sufrimiento próximo. También porque los ucranios viven entre nosotros ya, con importantes comunidades en varios estados europeos (en España vive la cuarta por número). Un botón de muestra lo ofrecen las imágenes de reencuentro con los niños y adolescentes ucranianos que, para muchas familias —por ejemplo, en España— son de la familia, porque han vivido ya aquí con su familia de acogida, que los considera suyos.
En realidad, la respuesta de Rorty nos aproxima a la tesis más verosímil, la que han ofrecido la mayoría de los expertos que, siguiendo la navaja de Ockham, es la más sencilla. Los ucranios -a diferencia de los afganos o de los sirios- son de los nuestros. Así lo explica el investigador del CIDOB Francesco Pasetti: “Como hemos visto en medios de comunicación, también por parte de representantes políticos, hay un relato y un juicio moral muy diferente a los que tuvimos tras la crisis de 2015: ahora se trata de nosotros, no de otros, estas personas son nuestros verdaderos refugiados”. Entendámonos: no es sólo ni primordialmente porque sean rubios, con ojos azules y cristianos. También lo son, por ejemplo, buena parte de los rusos. Es que, sin admitirlos como europeos tout court, los vemos próximos a nosotros, los europeos. Y esa proximidad se debe también, aquí y ahora, a un interés geopolítico: a diferencia de los asiáticos o de los africanos y de los rusos que son nuestros enemigos, los ucranianos son vistos ahora como enemigos de nuestro enemigo, el autócrata Putin. Por eso, sin ánimo alguno de ironía, ni menos aún de menoscabo a la terrible condición de refugiado —una situación en absoluto envidiable, que no puede desearse a nadie—, cabe decir que, en este momento y para nosotros, los ucranianos son los refugiados por excelencia.
Tenemos muy claro que ni forman parte de la UE, ni de la OTAN. Los queremos, sí, pero no tanto como, por ejemplo, para imponer una zona de exclusión aérea que abra el riesgo de un enfrentamiento directo
Esta razón entronca con la advertencia proclamada reiteradamente por el Alto Representante Borrell: la agresión de Putin ha actuado como acelerador de una nueva conciencia geopolítica de la UE (al igual que ha supuesto un punto de inflexión en la imagen y en el papel de la OTAN para los europeos). Y ello porque la UE ha dejado claro que la invasión de Ucrania por Putin es una guerra del populismo autoritario contra los valores de la democracia liberal que encarna la UE. Es decir, vemos a los ucranianos como víctimas de una guerra que es nuestra guerra. Sí, es verdad que esa guerra, por ahora y afortunadamente, sólo lo es en los términos de una guerra económica, que incluye la ayuda a la legítima defensa del Estado agredido en términos de ayuda humanitaria y ayuda armamentística a Ucrania, junto a un abanico de fuertes sanciones económicas. Todo ello, en el marco de la legalidad internacional definida por el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas y sin renunciar al papel primordial de la diplomacia. Por eso, asumimos sacrificios en aras de su protección, porque son de los nuestros.
Ahora bien, aun siendo de los nuestros, no son exactamente nosotros. Tenemos muy claro que ni forman parte de la UE, ni de la OTAN. Los queremos, sí, pero no tanto como, por ejemplo, para imponer una zona de exclusión aérea que abra el riesgo de un enfrentamiento directo que, por lo que dicen los dos gallitos —Putin y Biden— (el tercero, China, guarda silencio y probablemente es el que obtendrá más beneficio de este desastre), sería una tercera guerra mundial con recurso a armamento nuclear.
Pero no quiero finalizar sin referirme a otro factor de la aparición de esa voluntad política, que podría describirse como la “paradoja boomerang de los refugiados europeos”, un argumento que está en el núcleo mismo del sistema de protección internacional a las personas que necesitan encontrar refugio.
La paradoja de un sistema jurídico que nació para proteger a los europeos, se convirtió en universal y parece regresar a la preferencia europea.
A propósito de la diáspora ucraniana, se ha hecho referencia a menudo en estos días a otros éxodos europeos. Por ejemplo, los que causaron las guerras en la antigua Yugoslavia durante la década de los años 90, con especial brutalidad en Bosnia y Kosovo. Se calcula que dos millones y medio de personas huyeron de sus hogares como consecuencia de esos conflictos y fueron recibidos por diferentes Estados de la Unión Europea, incluida España.
En realidad, la referencia inicial obliga a remontarse a los desplazamientos masivos de europeos tras la primera y sobre todo la segunda guerra mundial. Lo mismo sucedía con el mandato del ACNUR, que se preveía por sólo tres años, el tiempo necesario para reasentar a esos ciudadanos europeos desplazados de sus hogares.
Precisamente ahí reside la paradoja: el derecho internacional de refugiados cuyo núcleo es la Convención de Ginebra de 1951, y la aparición misma de la Agencia de las Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR) en 1952, una agencia cuyo antecedente fue la Organización Internacional de los Refugiados creada en 1946, se vinculan directamente con el objetivo de proteger a esos europeos que se habían visto obligados a huir de sus hogares. De hecho, la Convención nace con una limitación geográfica (territorio europeo) y temporal (hechos acontecidos antes de 1951). El mandato del ACNUR se limitaba a tres años, los que se entendían necesarios para reasentar a esa diáspora europea. Por eso, más de una vez ha habido quien se ha preguntado si esa Convención y esa Agencia habrían nacido y tendrían los perfiles que tienen hoy si no se hubiera tratado precisamente de atender a una demanda que se veía primordialmente como europea.
Pero lo importante es que, casi de inmediato, apenas quince años después, tanto el Derecho internacional de refugiados como el ACNUR adquirieron un alcance universal. Ello fue posible merced a la adopción del segundo elemento nuclear del Derecho internacional de refugiados, el Protocolo sobre el estatuto de los refugiados, que se adoptó en Nueva York en 1967 y que eliminó el restringido ámbito territorial y temporal de la Convención, permitiendo su proyección universal. Dicho de otro modo: lo que nació a impulsos del drama europeo, se proyecta a todos los refugiados, o, para hablar con mayor propiedad, a todas las personas a las que es necesario ofrecer la protección internacional propia de la condición de refugiados (titulares del derecho de asilo o de la protección internacional subsidiaria). Todos ellos lo son por igual, sea cual fuere el país del que son ciudadanos, sus características étnicas, nacionales, religiosas… con tal de que se acredite que se han visto forzados a abandonarlo por sufrir persecución que les pone en serio peligro, por parte de su propio Estado, o sin que el Estado del que son ciudadanos los proteja. Lo que me interesa destacar es que la Convención de Ginebra no admite refugiados de primera o segunda clase. Como establece su artículo 3, cualquier discriminación por razones geográficas o de otro tipo es contraria al espíritu mismo de ese instrumento jurídico.
Sin embargo, pareciera que en la actual coyuntura se refuerza de nuevo la preferencia europea, como en un efecto boomerang. Y no sólo porque las fuerzas de extrema derecha, en Polonia, Hungría, Alemania, Italia o España clamen por los “verdaderos y buenos refugiados”, los que están libres del estigma de sospecha de ser ejército de reserva del yihadismo, como sostiene Vox. Es que gobiernos tan respetados como el danés practican abiertamente esa discriminación, al adoptar medidas para restringir los derechos de los refugiados sirios —medidas que ha anunciado que no aplicará a los ucranios— y que son totalmente contrarias a la Convención.
La conclusión que cabe sostener es muy clara: de acuerdo con la legalidad internacional, resulta inadmisible una discriminación entre personas a las que se reconozca como refugiados, por el hecho de que pertenezcan a una confesión religiosa, como pretendieron los gobiernos de Polonia y Hungría con motivo de la crisis de refugiados de 2015, vinculada a la evolución de la guerra de Siria (y, en menor medida, a la situación de Afganistán), al tratarse en su mayoría de personas de fe musulmana. Tampoco por razones geográficas. Y precisamente por eso resulta difícil justificar que la activación de la directiva sólo se haya producido a favor de los ucranianos. Para despejar cualquier duda, quiero dejar claro que no discuto que se active la directiva ahora, ante el horror que les obliga a huir. Digo que, a mi juicio, es injustificable desde el punto de vista de la observancia del derecho internacional de refugiados que no se hiciera en su momento, que no se haga ahora lo mismo, respecto a sirios y afganos.
El aluvión de informaciones sobre la masiva diáspora ucraniana no puede dejar impasible a nadie: en menos de tres semanas de guerra, casi tres millones de personas han abandonado sus hogares en busca de protección. Impresiona, asimismo, el esfuerzo de solidaridad que se vive en toda Europa, comenzando por los países fronterizos, Polonia, Rumanía o Moldavia, tanto por parte de sus gobiernos como de los ciudadanos. Polonia, otrora reluctante a cualquier pacto europeo que le imponga cuotas, acoge ya a 1,6 millones de refugiados ucranianos; el gobierno húngaro de Orban, cortado por el mismo patrón, ha recibido ya a más de un cuarto de millón. Casi 200.000 se encuentran en Eslovaquia, y más de 100.000 en un país minúsculo y pobre, Moldavia, de apenas dos millones de habitantes. Mientras tanto, la propia UE ha adoptado acuerdos políticos inéditos respecto a los desplazados que huyen de Ucrania.