Todos somos ángeles

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Carlos Álvarez Pereira

Lo esencial es invisible, ya lo decía el Principito. En este mismo foro se quejaba Adam Przeworski de que la crisis no engendra ideas nuevas. Es verdad, seguimos anclados en el "cabreo confortable", enfadados y echando la culpa a los demás y nunca a nosotros mismos, ansiando todavía rebobinar la crisis y evitando la salida verdadera, la que ilumina con el corazón lo invisible y practica lo impensable.

El relato oficial sigue pasando por restablecer la capacidad de endeudamiento, así tal vez vuelva en algún momento la financiación a las empresas que tal vez retomen sus inversiones lo cual, más tarde, genere tal vez crecimiento y, todavía más tarde, empleo peor pagado y, mucho más tarde, tal vez se puedan recuperar las prestaciones sociales ahora recortadas.

Este marco que nos ata satisface las necesidades humanas como cuarta o quinta derivada de la rentabilidad financiera o, en otras palabras, aspira a hacer humanamente aceptable lo financieramente atractivo. Nos dice que primero hay que ocuparse de forma egoísta de los asuntos particulares, de hacerse ricos antes de pensar en los pobres, y que sólo la iniciativa privada puede crear riqueza como paso previo a que el Estado piense eventualmente en distribuir una parte de ella.

En las últimas décadas estas ideas dominaron el espectro político con acceso al poder, excitando hábilmente los egoísmos individuales y, mientras hubo apariencia de prosperidad, miramos hacia otro lado aun sabiendo que endeudamiento, consumismo, seudo-liberalizaciones y reducciones salariales sirven para concentrar la riqueza, no para crearla, y que generan burbujas "ad infinitum".

También sabíamos que ese populismo realmente existente escamotea la función estratégica de los bienes comunes como base de la prosperidad, a la vez que relega a segundo plano la verdadera función empresarial, que moviliza y organiza las capacidades y recursos, la tecnológica que transforma procesos, la científica que promueve el conocimiento y la cultural y artística que da sentido a lo que hacemos, funciones todas ellas sin las cuales la sociedad es incapaz de producir progreso.

Pero hoy ya no podemos ignorar que la acumulación financiera necesita en realidad explotar diferenciales de poder, entre países centrales y periféricos, entre razas dominantes y sometidas, entre clases sociales más y menos privilegiadas, entre sexos fuerte y débil, entre monopolios privados y consumidores sin opciones y, con mucho la más importante en los últimos dos siglos, entre civilización y naturaleza. Y que todos esos diferenciales de poder van a desaparecer más pronto que tarde, con el reequilibrio del mundo, la emergencia del poder ciudadano en todas partes y la rebelión del ecosistema cuyo límites de estabilidad hemos sobrepasado.

Acabado pues el simulacro, necesitamos retomar nuestras aspiraciones universales: ser autónomos, querer y ser queridos, practicar nuestras pasiones y ser mejores, estar conectados con otros en redes cada vez más diversas y extensas, participar y ser valorados por los demás, criar hijos sanos y felices. Muchas necesidades reales que no tienen porqué computar en el PIB, del que ya dijo Robert Kennedy que lo mide todo excepto aquello por lo que merece la pena vivir.

En contra de aquella visión egoísta, el progreso consiste en ampliar una y otra vez la frontera dentro de la cual practicamos por defecto la generosidad. Partiendo del círculo más íntimo de una madre con sus hijos, la civilización ha ido extendiendo esa frontera a la tribu, a los que son débiles o están enfermos, a las personas con las que compartimos territorio e idioma, a los que siendo como nosotros viven en otra parte y hablan diferente, a los que no son como nosotros por color de piel o religión o prácticas sexuales, a todos los hijos de todos los pueblos, a las especies animales, al planeta entero.

¿Es ésta una visión angelical de la evolución humana? Por supuesto, está basada en lo más profundo que nuestro ser conoce, pero que negamos públicamente: todos somos ángeles, aunque sea en potencia. Todos practicamos la generosidad en nuestro círculo de confianza y somos felices cuando la recibimos de otros. A todos nos encanta poder ayudar a los demás.

Dejemos pues de disimular y cambiemos nuestros propósitos, produzcamos lo humanamente deseable en armonía con el ecosistema, incluyéndole a este lado de la frontera de la generosidad, cuidando de nuestra existencia como ese regalo que el Sol nos hizo, en palabras de Nicolae Georgescu-Roegen. Y minimicemos nuestras necesidades financieras porque consumen el menos renovable de todos los recursos, el futuro.

¿Propósito vano éste de cambiar nuestros propósitos? Decía Nelson Mandela que lo imposible sólo lo es hasta que te pones a ello. Mucho antes de todo esto las monarquías aristocráticas se transformaron en Estados nacionales y finalmente en los modernos Estados del bienestar. ¿Para cuándo unas verdaderas "empresas del bienestar" que practiquen una genuina RSC sin mirar de reojo la cotización bursátil?

Obviamente necesitaremos cambios culturales profundos, incluido el de aceptar la complejidad como una condición esencial para la vida. Cuando aspiramos a mayor autonomía personal y más interacciones sociales, reproducimos los mecanismos básicos de todos los sistemas complejos, aquellos cuyas propiedades emergentes son los ladrillos mismos de la evolución biológica, y afirmamos que salir de esta crisis requiere más complejidad de la que el dinero, tan volátil como unidimensional, puede proporcionar. Apostamos por que esa complejidad haga emerger redes locales y globales de innumerables entidades públicas, privadas o asociativas, que canalicen espíritus emprendedores y energías individuales en la búsqueda de soluciones para los retos de un desarrollo humano diferente.

Tendremos también que aprender a conectar con nuestras emociones, a canalizarlas en pasiones y a transformar éstas en talentos, un proceso que debería estar al alcance de todos y no solamente de una pequeña minoría. Así tal vez hagamos la vida más sencilla a los ángeles que ya habitan entre nosotros, esas personas discretas y poco reconocidas que piensan en los demás antes que en sí mismas. Y, quién sabe, tal vez consigamos aumentar el porcentaje de ángeles, que empecemos todos a exigirnos más a nosotros mismos y que la sociedad continúe creando instituciones necesarias para la generosidad colectiva y protegiéndolas de los abusos hijos de la frustración y la envidia.

Desarrollar el talento de todos, extender la generosidad, promover el cambio cultural parecen objetivos etéreos y de largo plazo en un contexto que clama por acciones urgentes. Pero nuestra crisis es de civilización, estamos en una bifurcación que durará dos o tres generaciones y que colapsa las escalas temporales: practicar lo impensable es lo más urgente para poder salir de la encrucijada por la rama de arriba.

Por supuesto, nada garantiza que podamos hacer al andar ese camino hacia una felicidad sostenible, pero es nuestra responsabilidad intentar que este nudo de tensiones entre belleza y verdad, belleza de las aspiraciones y verdad de las limitaciones, se deshaga esta vez por el lado de la alegría y no por el de la miseria. Para ello tendremos que salir de nuestro cabreo confortable y superar cada día nuestros miedos, por los que pudiéramos traicionar la causa de los ángeles. Porque, como apuntó el praguense Leo Perutz, ¿no es acaso el verdadero Judas aquél que por miedo no se atreve a amar?

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Carlos Álvarez Pereira es Ingeniero Aeronáutico por la Universidad Politécnica de Madrid y Presidente de la Fundación Innaxis. Tiene una dilatada experiencia emprendedora en el sector de tecnologías de la información, es consejero delegado de Telenium y presidente de la consultora franco-alemana CXP y de la start-up Skybus.

 

Lo esencial es invisible, ya lo decía el Principito. En este mismo foro se quejaba Adam Przeworski de que la crisis no engendra ideas nuevas. Es verdad, seguimos anclados en el "cabreo confortable", enfadados y echando la culpa a los demás y nunca a nosotros mismos, ansiando todavía rebobinar la crisis y evitando la salida verdadera, la que ilumina con el corazón lo invisible y practica lo impensable.

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