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Al final, con un 55,3% del voto, la campaña del Better Together ('Mejor juntos') contra la independencia escocesa se ha alzado con una victoria clara en el referéndum del 18 de septiembre. El margen de victoria, de diez puntos, excede los pronósticos de las encuestas que se realizaron en los días previos al referéndum, que daban, por término medio, una victoria del “no” por seis puntos.
Tanto el referéndum escocés como el prolongado proceso político anterior han sido un modelo de ejercicio democrático. El contraste con la respuesta del Gobierno español al desafío del nacionalismo catalán no puede ser más pronunciado. Repasemos los acontecimientos. El Partido Nacional Escocés (SNP, en sus siglas en inglés) triunfó en las elecciones regionales del 5 de mayo de 2011, obteniendo una contundente mayoría de 69 escaños (de un total de129) y consolidándose la figura del líder del SNP, Alex Salmond, que fue elegido primer ministro escocés. Una de las promesas fundamentales del programa del PNE consistía en la convocatoria de un referéndum sobre la independencia de Escocia.
El primer ministro británico, David Cameron, supo entender la fuerza del apoyo popular al SNP y al referéndum, pero para sus adentros estaba convencido de que el apoyo real a la independencia era considerablemente menor. Por eso, se apresuró a reconocer la legitimidad de las demandas del SNP. De hecho, las negociaciones entre los dos líderes, Cameron y Salmond, fueron sorprendentemente rápidas y cordiales, lo que condujo al Acuerdo de Edimburgo del 15 de octubre de 2012. Resultó especialmente sorprendente que Cameron permitiera a Salmond formular la pregunta, “¿Debería ser Escocia un país independiente?”, así como establecer la fecha de la votación. Posteriormente, la campaña ha resultado impresionante, tanto por el número tan elevado de personas que se han movilizado, muchas de ellas normalmente abstencionistas, como por la forma pacífica y cívica en la que se ha desarrollado todo el proceso.
Los dos debates entre Salmond, a favor del “sí”, y Alastair Darling, líder de la campaña del “no” y antiguo ministro de Finanzas del último gobierno laborista, generaron unas audiencias enormes y muy atentas a los argumentos. La participación en el referéndum ha sido altísima, el 84,6%, una cifra que supera todos los registros electorales anteriores de Escocia. Compárese por ejemplo esta tasa de participación con la del referéndum del 11 de septiembre de 1997, en la que los votantes escoceses decidieron a favor de la constitución de un parlamento escocés, que fue tan sólo del 60,1%.
¿Qué problemas ha resuelto el referéndum en la práctica? La única consecuencia realmente clara es que la cuestión de la independencia desaparecerá de la agenda política durante un tiempo considerable. Desde el principio Salmond (sabiamente) declaró que el referéndum era una “ocasión única en la vida” que se le presentaba a los votantes. De esta manera, excluyó de raíz la posibilidad de una situación como la de Quebec, con repetición del referéndum y una movilización constante en torno a la independencia. Ante el resultado tan contundente del 18 de septiembre, sería deshonesto, además de contraproducente para los intereses del nacionalismo escocés, olvidarse de este principio y volver a presionar para que se celebre un nuevo referéndum. No hay la más mínima posibilidad de que el SNP vaya a seguir esa vía.
Ahora bien, aparte de que el asunto de la independencia vaya a quedar en el olvido, los conflictos subyacentes a la división entre el “sí” y el “no”, que son los que han venido marcando la relación entre Escocia y el resto del Reino Unido desde el crecimiento del SNP a finales de los años sesenta del siglo pasado, y desde las primeras medidas de descentralización (devolution) del gobierno laborista de James Callaghan en los últimos setenta, no han quedado resueltos en absoluto. Tras el referéndum, Escocia aparece fuertemente dividida: aunque un margen de victoria de 10 puntos es inapelable, no deja de ser cierto que el 45% de los votantes estaban a favor de un cambio fundamental en el statu quo político. No está claro en qué medida ni de qué forma las fuerzas independentistas y unionistas serán capaces de superar esa división.
Para entender las razones que llevaron a los escoceses a votar como lo hicieron, serán necesarias encuestas detalladas. Es bastante probable, en cualquier caso, que las consideraciones puramente políticas e ideológicas (apoyo a la unión o a la independencia política) hayan tenido un gran peso. Pero no debe perderse de vista que buena parte de la división se ha producido a propósito de las consecuencias económicas de la posible independencia de Escocia. Es justamente en el debate económico donde muchos votantes sin fuertes convicciones ideológicas (probablemente la mayoría de la población) se han visto sometidos a un fuego cruzado de argumentos y contrargumentos.
El SNP defendió que una Escocia independiente no solo sería mejor desde el punto de vista económico, sino que además sería una sociedad más justa, con mayores recursos para defender el Estado del bienestar (especialmente el Servicio Nacional de Salud) frente a las medidas privatizadoras que está llevando a cabo el Gobierno conservador de Londres. Los partidarios de la unión, por su parte, se mofaron de esos razonamientos, señalando que Escocia ya es hoy día la tercera región más rica del Reino Unido: cada escocés recibe 1.200 libras anuales de gasto gubernamental más que el ciudadano medio del país (siendo esta diferencia consecuencia de las medidas de descentralización que aprobaron los laboristas a finales de los setenta). Los analistas de izquierdas también han cuestionado el progresismo del programa del SNP, que en buena medida se basa en recortes al impuesto de sociedades para atraer inversión extranjera (lo que supondría competir a la baja con otros países más bien que construir una sociedad justa).
También fue muy debatida la cuestión de la moneda. Salmond sostuvo, con buenas razones, que una unión monetaria tras la independencia era un buen arreglo, sobre todo teniendo en cuenta el nivel tan elevado de intercambio comercial entre Escocia y el resto del Reino Unido. Por lo demás, dicha unión habría permitido a Escocia hacerse cargo de la parte de la deuda pública total que en justicia le corresponde. En contra de esta posición, los líderes conservador y laborista en Westminster replicaron que la experiencia de la Eurozona demuestra los riesgos de tener una unión monetaria sin unión política, descartando la unión de la moneda en caso de independencia. Salmond, en respuesta, declaró que Escocia seguiría usando la libra, de la misma manera en la que, por ejemplo, Panamá usa el dólar. Los críticos unionistas alegaron a su vez que el banco central británico (que lleva el desgraciado nombre de “Banco de Inglaterra”) no podría seguir actuando como prestamista de última instancia para los bancos escoceses, cuyos pasivos son en la actualidad doce veces mayores que la producción económica de Escocia.
La campaña del “sí” también argumentó, parece que con bastante éxito, que la independencia permitiría a Escocia detener los recortes del gasto, tremendamente impopulares, que está llevando a cabo el Gobierno nacional. En contraste, la campaña del “no” insistió en que la deuda de una Escocia independiente sería tan enorme que no podrían optar entre austeridad y expansión, sino tan sólo entre austeridad impuesta por Londres frente a austeridad impuesta por Edimburgo. No hubo acuerdo ni siquiera cuando la campaña del “sí” recurrió a las reservas petrolíferas del Mar del Norte para acabar con la austeridad: según algunas fuentes, dichas reservas ascienden a 24.000 millones de barriles, mientras de acuerdo con otras, las reservas no alcanzan los 15.000 millones (una discrepancia tan profunda que resulta difícil de entender).
Durante este intenso intercambio de argumentos y cifras, la campaña a favor de la independencia fue ganando fuerza, aunque no consiguió superar al “no”. Cuando se firmó el Acuerdo de Edimburgo en 2012, las encuestas mostraban un apoyo a la independencia en torno a un tercio de los entrevistados. Desde entonces, y especialmente cuando se inició la campaña oficial del referéndum, la diferencia entre el “sí” y el “no” se estrechó mucho. A excepción de las encuestas del último día, la mayoría de las encuestas realizadas antes daba una ventaja de solo dos o tres punto al “no”, y una encuesta daba una ligera ventaja al “sí”.
Esta encuesta un tanto solitaria supuso una conmoción en Londres. El 16 de septiembre, Cameron, el líder laborista, Ed Miliband, y el líder Liberal-Demócrata, Nick Clegg, publicaron un documento en el Daily Record, uno de los principales periódicos de Escocia, prometiendo “poderes nuevos muy extensos” al Parlamento escocés si Escocia rechazaba la independencia. No está claro hasta qué punto estas concesiones han podido influir en la victoria del “no”. No obstante, el coste de las promesas puede ser bastante alto para los dos principales partidos.
Para los laboristas, que en la actualidad poseen 41 de los 59 escaños escoceses que hay en Westminster, el proceso de descentralización (que ahora se acelerará) no ha servido hasta el momento para frenar la pérdida de apoyo electoral en Escocia, que viene de largo; parece incluso que las concesiones permiten a los nacionalistas aumentar su control sobre el gobierno. Recuperar el terreno perdido ante los nacionalistas será muy difícil para el laborismo: no deja de ser llamativo que en Glasgow, la tercera ciudad más poblada del Reino Unido y el bastión laborista por excelencia, el independentismo ha ganado por un 53,5% frente a un 46,5%.
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Los conservadores también se enfrentan a duros dilemas. Por un lado, las nuevas medidas de autonomía probablemente sean el reflejo de una mayoría sustancial de votantes escoceses a favor de la solución llamada Devo-Max, solución que, no sin ironía, el propio Cameron eliminó como una de las posibles respuestas del referéndum. Por otro lado, algunos significados dirigentes conservadores ya expresaron su total oposición, incluso antes de celebrarse el referéndum, a las promesas de Cameron; en opinión de los críticos, resulta injusto que, en estas circunstancias, los diputados escoceses puedan votar sobre asuntos no escoceses en Westminster. También han apuntado que las concesiones a Edimburgo provocarán nuevas demandas de mayor autonomía de otras partes del Reino Unido, entras las que se cuenta la propia Inglaterra.
En esta situación de incertidumbre, hay algo que sin embargo está claro: dependerá de la capacidad y voluntad de los dos grandes partidos británicos de llevar a término sus promesas de mayor autonomía que el 44,7% de la población que apoyó la independencia el 18 de septiembre sea el máximo histórico del nacionalismo escocés o, por el contrario, se convierta en la base para un nuevo impulso independentista dentro de una generación. ____________________________________________
Andrew Richards es investigador senior en el Centro de Estudios Avanzados en Ciencias Sociales del Instituto Juan March. Doctor por la Universidad de Princeton, es autor del libro Miners on Strike (Berg, 1996). En la actualidad está escribiendo una biografía de Salvador Allende.
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