¿Habrá aprendido el Partido Popular a perder el poder?

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Braulio Gómez

El PSOE ha perdido el poder en unas elecciones generales dos veces, en 1996 y 2011; el Partido Popular tan solo una, en 2004. La democracia requiere, entre otras cosas, que los que pierden las elecciones acaten el veredicto de las urnas, dando legitimidad a la victoria electoral de sus oponentes políticos y poniéndose las pilas para intentar ganar las siguientes elecciones. El PSOE, todo hay que decirlo, ha sido un perdedor ejemplar. Si agitamos la hemeroteca, no encontraremos rastros de declaraciones deslegitimadoras de las victorias del Partido Popular. Felipe González a lo más que llegó fue a no mencionar la influencia que tuvieron la corrupción y los crímenes de Estado en su dulce derrota electoral en 1996 y Alfredo Pérez Rubalcaba prefirió hacer daño a su propio partido que a la democracia tras las elecciones de 2011, culpando implícitamente a José Luís Rodríguez Zapatero de la derrota electoral y demorando tres años la asunción de su responsabilidad política por la derrota con su dimisión. En cambio, el Partido Popular dejó un sello de mal perdedor tras las elecciones del 14-M de 2004, puso en duda el resultado electoral, difamó al ganador y, lo que es peor, insultó a los ciudadanos por su forma de votar.

Cuatro meses después de las elecciones del 14-M, Eduardo Zaplana, siendo portavoz parlamentario del Partido Popular, seguía sosteniendo que Mariano Rajoy perdió las elecciones en 2004 por “un atentado teledirigido simplemente para hacernos perder las elecciones”. El entonces presidente de la Xunta, Manuel Fraga, mantenía que las elecciones generales de 2004 habían sido trucadas y que los gallegos tenían la ocasión de restaurar la mayoría natural popular en las inmediatas elecciones autonómicas. Senadores del Partido Popular llamaban directamente golpista al presidente José Luís Rodríguez Zapatero, comparándole con Tejero o con el general Pavía. Algunos diputados fueron todavía más lejos manifestando que el verdadero presidente que había salido de las elecciones era Bin Laden. El diputado Jaime Ignacio del Burgo, utilizando como tribuna de excepción el periódico del ahora modernísimo y liberal Pedro J. Ramírez, repetía y repetía sin rubor y sin perder el escaño que el atentado era una conspiración interior para alterar el resultado de la democracia española. Vamos, un golpe de estado alambicado dependiente de la incertidumbre electoral.

No traigo ninguna de las múltiples declaraciones que José María Aznar hizo al respecto porque se las pueden imaginar perfectamente y acertar. Conviene recordar que los estudios sobre el efecto del atentado del 11-M en el resultado electoral reflejan que solo cambió el sentido de su voto al 3,5% de los ciudadanos y que uno de los motivos más relevantes del cambio no fue el atentado en sí, sino la desastrosa gestión que hizo el Gobierno popular en los días siguientes al atentado. Dos días después de las elecciones de 2004, nuestro actual presidente, Mariano Rajoy, saludaba sonriente desde el balcón de la calle Génova a unos 3000 simpatizantes del Partido Popular que se habían concentrado en la calle exigiendo la dimisión (sic) de José Luis Rodriguez Zapatero y pidiendo a gritos que Aznar siguiera siendo presidente. El exalcalde de Madrid Jose María Alvárez del Manzano llegó a decir que los que cambiaron su voto durante los días posteriores al atentado eran colaboradores y cómplices con el terrorismo.

De mal perdedor preventivo es también intentar cambiar reglas y buenas prácticas democráticas para dejar todo atado y bien atado en el caso de una posible derrota electoral. Las cuentas de 2016 han sido aprobadas por el Partido Popular con enmiendas a la totalidad presentadas por todos los partidos de la oposición. Es la primera vez en nuestra historia democrática que un partido intenta colocar la implementación de sus políticas preferidas fuera de la incertidumbre electoral y del cambio de Gobierno que podría producirse tras las inminentes elecciones generales. En la misma línea preventiva se enmarca la reciente propuesta de reforma de una institución contramayoritaria como el Tribunal Constitucional para ampliar su poder político con la intención de utilizarlo en defensa de las posiciones políticas del Partido Popular independientemente de quien gane o pierda las próximas elecciones. Por otro lado, las declaraciones antidemocráticas de Esperanza Aguirre en Madrid o la mala educación de Rita Barberá tras perder la Alcaldía de Valencia no son una buena señal de lo que puede hacer el Partido Popular si una coalición de perdedores, el mantra favorito del PP, consigue un acuerdo parlamentario para dejar a los conservadores sin el Gobierno nacional, algo que no se puede descartar en estos momentos si nos atenemos a las predicciones electorales de la mayoría de las casas demoscópicas y a los pactos que ya han puesto en marcha los partidos de izquierda en distintos municipios y comunidades autónomas.

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La democracia actual es más frágil que en 2004, con un mayor descontento hacia su funcionamiento, un mayor descrédito y desconfianza hacia las instituciones y un odio ampliamente extendido hacia su clase política. La deslegitimación de los resultados electorales o de la normalidad que representa la “coalición de perdedores” en el marco de nuestra democracia parlamentaria resulta mucho más peligrosa ahora que entonces. Insultar en estos momentos a los ciudadanos por el sentido de su voto, anulando su capacidad o negando la racionalidad de su comportamiento, dinamitaría todos los puentes que se necesitan para la ineludible reconstrucción de nuestro marco de convivencia política que necesitará de un amplio consenso en el que tendrán que estar por fuerza los ganadores y los perdedores de las próximas elecciones generales.

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Braulio Gómez es investigador en Ciencia Política en la Universidad de Deusto. Es autor del libro 'O controlo político dos procesos constituientes' (Impresa de Ciencias Sociais, 2010), coautor de 'La calidad de la democracia en España' (Ariel, 2011) y de 'La encuesta deliberativa' (CIS, 2009). Es el director del 'Regional Manifestos Project'

El PSOE ha perdido el poder en unas elecciones generales dos veces, en 1996 y 2011; el Partido Popular tan solo una, en 2004. La democracia requiere, entre otras cosas, que los que pierden las elecciones acaten el veredicto de las urnas, dando legitimidad a la victoria electoral de sus oponentes políticos y poniéndose las pilas para intentar ganar las siguientes elecciones. El PSOE, todo hay que decirlo, ha sido un perdedor ejemplar. Si agitamos la hemeroteca, no encontraremos rastros de declaraciones deslegitimadoras de las victorias del Partido Popular. Felipe González a lo más que llegó fue a no mencionar la influencia que tuvieron la corrupción y los crímenes de Estado en su dulce derrota electoral en 1996 y Alfredo Pérez Rubalcaba prefirió hacer daño a su propio partido que a la democracia tras las elecciones de 2011, culpando implícitamente a José Luís Rodríguez Zapatero de la derrota electoral y demorando tres años la asunción de su responsabilidad política por la derrota con su dimisión. En cambio, el Partido Popular dejó un sello de mal perdedor tras las elecciones del 14-M de 2004, puso en duda el resultado electoral, difamó al ganador y, lo que es peor, insultó a los ciudadanos por su forma de votar.

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