Dice la sabiduría popular –y hasta la sabiduría a secas– que cuando alguien se siente inseguro tiende a defenderse y justificarse hasta cuando no se lo piden. Lo que vale para las gentes, puede que valga también para las naciones y las culturas, y es constatable en el nuevo espíritu de apuntalamiento argumental a favor de Occidente que ha fatigado las imprentas europeas y americanas los últimos decenios. La tinta que ha corrido a raíz de la publicación del afamado libro de Huntington sobre el choque de civilizaciones, por ejemplo, sería suficiente para, de derramarse en alguna playa, ocasionar una catástrofe ecológica de proporciones bíblicas. Peces, pájaros y focas morirían si no de sofoco, al menos de aburrimiento, pues mucho de lo escrito no sobrepasa el nivel de la opinión, la tertulia o el oportunismo político. Pero este es solo un caso y puede argüirse que su principal empuje no es tanto un sentimiento de inferioridad frente a otras civilizaciones, cuanto de alarma frente a la inevitable expansión del mundo post-colonial y el gradual desmorone del mundo unipolar que dejó la caída del comunismo soviético.
Otros ejemplos son, sin embargo, más explícitos en su afán defensivo y justificador de la civilización occidental, llevado a cabo con ostentación académica, argumentos de diverso calado y sospechosas inferencias conclusivas. Pienso en libros como el de Niall Ferguson, Civilization: The West and the Rest o el de Roger Scruton, The West and the Rest: Globalization and the Terrorist Threat, signados por una buena calidad literaria, así como una inmensa petulancia cultural. Ambos parten de la premisa de la intrínseca superioridad de la civilización occidental, o al menos de su triunfo tecnológico, científico y económico, y exponen las que a su ver son las razones de dicha superioridad. Scruton es más filosófico y nostálgico, quizá resignado al lento declive de Occidente, pero a Ferguson le agitan el temor de la decadencia, el avance imparable de China y de Asia y la necesidad de identificar cuáles son los elementos de nuestra civilización que la hicieron victoriosa en su momento, con el fin de revitalizarlos sin ambages y evitar el declive. Ferguson elige nombrar dichos elementos civilizatorios, de manera un tanto ridícula, como killer apps, a tono con el espíritu digital de la época. A decir verdad, no son tan digitales como parecen, en el sentido de tratarse en el fondo de viejas ideas en odres nuevos, algo que reconocerá quienquiera que se asome a su lectura: la ética protestante, la competencia, la propiedad privada, la medicina moderna, la ciencia matematizada, el consumismo. Lo que es nuevo es la urgencia con que se presentan. Si antes la civilización occidental no necesitaba demasiados subterfugios o alambiques argumentales para afirmar y propalar su superioridad –los colonizados debían ser tratados como niños y las espaldas del hombre blanco cargaban con la responsabilidad civilizatoria– hoy por hoy son otras las estrategias al uso, y una de ellas es valerse del prestigio académico, la abundancia de datos y la astucia argumentativa para sobrecoger al oponente.
¿Pero quién es el oponente? ¿Los chinos, los indios, los africanos? A veces, no cabe duda, pero chinos, indios o africanos están más preocupados en sobrevivir y crecer económicamente que en leer a Ferguson o a Huntington y, en todo caso, solo una élite intelectual está en condiciones de leer estas sutilezas argumentales y lo más probable es que interpreten su libro como otro intento de Occidente de probar su superioridad, algo que antes se hacía con cañones y hoy no queda más remedio que hacer con libros que pocos leen o instituciones que pocos respetan, como las Naciones Unidas. El resto trabaja como mula, se reproduce y se desarrolla, si puede. ¿Tal vez el Islam militante y fundamentalista? Éste es mejor candidato a llenar el casillero opositor, dada su virulencia actual y relevancia mediática, y el hecho de que el fundamentalismo islámico mismo se genera y gestiona en directa oposición a la corrupta civilización de los cruzados. Pero bien visto el cotarro, el oponente de estas justificaciones pro-occidentales, en la mayoría de los casos, es el mismo Occidente, pues en el seno de la propia cultura occidental anida su más severo enemigo: el espíritu crítico y la libre circulación de ideas, y métodos ideológicos y de resistencia que los propios orientales han asimilado, tal como demuestran libros como el de Ian Buruma, Occidentalism y otros.
Occidente, argumentan quienes lo defienden, ha llevado demasiado lejos su espíritu crítico, hasta minar sus propios fundamentos y rendirse al impulso cuasi bárbaro del resto del mundo. Décadas de socialismo, multi-culturalismo, neurótica introspección y laxitud general han sembrado de duda su clase intelectual y política, y debilitado su temple y su moral. Lo que se necesita es una robusta afirmación de los valores que hicieron grande a Occidente, como la libertad, el secularismo, la democracia, el libre mercado. Basta de quejarse (uno casi puede sentir el susurro detrás que añade “afeminadamente”) de la propia cultura. Orgullo en la propia tradición es necesario, si no se quiere sucumbir a la energía cruda de Oriente, al fascismo islámico, al capitalismo dictatorial de China. Basta de la tiranía de la culpa, para decirlo con el título de un libro de Pascal Bruckner que también arguye por una reevaluación positiva de Europa y por poner punto final al remordimiento que la paraliza y enferma. En toda esta polémica, sin embargo, faltan en buena medida dos cosas: preguntarle al resto qué es lo que piensa (o solo fijarse en excepciones a la carta que se acomodan a las necesidades polémicas), y una perspectiva histórica verdaderamente global. Esto no se logra con simple rigor académico, sino con la eliminación de prejuicios y la conciencia de su operación en uno u otro lado de la dudosa línea demarcatoria del Occidente y el resto. Ferguson y sus secuaces saben mucho de historia, huelga decirlo, pero ¿se han tomado el trabajo de analizar con debida objetividad la trayectoria de alguien como Al Afghani?¿Han visitado las páginas debidas al chino Liang Qichao?
De estos promotores de la resistencia oriental y asiática frente a las intromisiones y opresiones de los poderes occidentales es posible enterarse con la lectura del nutrido libro del autor indio Pankaj Mishra, From the ruins of empire:… , por mencionar un libro reciente que ha llamado la atención de la prensa anglosajona (hasta donde me llega el conocimiento, no lo he visto mencionado en la prensa española, ni sé de traducción alguna, pero hay otros libros suyos editados en castellano y catalán). Importan menos los detalles que la memoria, pues de lo que se trata es de entender cómo es que se gestaron los movimientos de oposición a Occidente que espolean en buena medida las alarmadas respuestas de los intelectuales occidentales de hoy en día. La relación del resto con Occidente es ambivalente, por supuesto, ya que hubo tendencias políticas que impulsaron la occidentalización de oriente y Asia, a fin de promover el progreso y equilibrar la disparidad económica y tecnológica. Al Afghani, por ejemplo, fue uno de aquellos intelectuales que atribuyó al despotismo y al aislamiento cultural el retraso del imperio otomano o los países del Asia con relación a Occidente, y propuso hasta el cansancio la modernización, incluso de la religión y los estamentos políticos. Pero los poderes de Occidente se encargaron de callarlo y radicalizarlo, haciendo uso de su inmoderada influencia sobre los déspotas orientales que apoyaban para su medro.
El resto del mundo no se mantuvo en situación de desventaja político-económica solo por carecer de killer apps (que los tenía) adecuados, sino porque el maravilloso Occidente se encargó de alinearlos en situación de desventaja a cañonazos, como en la guerra del opio que impuso la adicción a millones de chinos, lo quisieran o no, algo que recuerdan vivamente hasta ahora en China, o como en El Motín Indio (o primera guerra de independencia, como prefieren llamarla en el país), tras la cual se ató a los amotinados a cañones para despedazarlos y se masacró a mujeres y niños en represalia. Así vista, la tentativa de justificar la superioridad de Occidente basándose en supuestos elementos culturales ausentes en el resto del mundo es espuria, cuando no mendaz. No es del todo falsa, por supuesto, como corresponde a estas interpretaciones, pero la permeabilidad de ideas y tecnologías hubiera sido mayor de haberlo permitido Occidente mismo. Y muchas de las ideas occidentales fueron de todas formas adoptadas, como el nacionalismo o la resistencia revolucionaria. El discurso colonial ha debido mudar de su tenor paternalista y civilizatorio, a defensor de la democracia y la libertad. El resultado, no obstante, es el mismo: Occidente es mejor y punto. Lo que ha cambiado es que no es posible controlar al resto como antaño, y el resto no está tan dispuesto a dejarse amilanar.
Una de las formas en que la inseguridad occidental se expresa, además de la cruzada intelectual, es en la política migratoria. Europa se ha convertido en un fuerte al que solo acceden quienes merecen hacerlo, al parecer. Si antes se trajo a peones invitados para que reconstruyeran Europa –con la esperanza de que se hicieran humo una vez hecho el trabajo, algo que, huelga decirlo, no ocurrió, de lo que atestiguan las minorías marroquíes, turcas o argelinas–, ahora se prefiere a los más listillos, con tal de que pasen las pruebas de selección. Cuando realmente me di cuenta de que la inseguridad occidental estaba tocando fondo fue al comprobar que incluso Holanda, uno de los países más liberales y hospitalarios de Europa hasta no hace mucho, se había vuelto timorata, xenófoba y hasta estúpida en su política de inmigración. Es el único país de Europa que exige al prospectivo migrante a su país rendir un examen de idioma y cultura en el país de origen antes de darle el visado que le permita reunirse con su familia o pareja. Para hacerlo, vende (en euros que se multiplican por varios dígitos en el país de origen) un paquete de preparación que incluye un DVD informativo que, de no ser supuestamente serio, podría participar en cualquier concurso de comedia negra. En el mismo salen emigrantes que dicen, con rostro compungido, que de haberlo pensado mejor no habrían venido a Holanda jamás. El clima es horrible, la comida, sosa, y la gente, fría y distante.
En otras palabras, piénselo de nuevo y gracias por su dinero. El nivel de lengua que exigen dice ser A1 en el marco de referencia europeo, pero es en verdad A2 o B1. El examen lo deben hacer todos, educados o no, con lo que ingenieros, profesores universitarios o doctores deben responder a preguntas como: ¿si llueve, es mojado o seco? Hay también un examen de conocimiento de la sociedad holandesa, que contiene preguntas como: ¿qué aprende usted en clase de lengua holandesa?, o ¿en Holanda, hay muchas o pocas bicicletas? A esto se añade el poco amable hecho de que el examen ha de ser hecho por teléfono y con una computadora como interlocutor, y solo puede hacerse en la embajada, lo que supone para muchos tener que viajar miles de kilómetros para un examen de una hora. No es de extrañarse que esta política se considere exitosa, esto es, que menos extranjeros quieran venir a Holanda. No vaya a ser que llueva seco sobre mojado.
Como fuera, la nueva corriente de reafirmación de los valores occidentales es comprensible, pero juega también en las manos de políticos como el inefable Wilders de Holanda, quien preguntó abiertamente a sus correligionarios si querían más o menos marroquíes en el país, a lo que sus extasiados seguidores respondieron que menos, menos, menos, al unísono. Quizá las categorías de Occidente y Oriente, de Occidente y el resto, no tengan ya sentido en un mundo global, quizá todavía sean funcionales hasta cierto punto. Lo que no tiene sentido es enmascarar discursos coloniales y temores xenófobos en ilusiones académicas o ínfulas democráticas, y menos aún preguntar si hay bicicletas en Holanda. Al final, terminarán haciéndolas en China o India, y sin necesidad de bombardear Rotterdam.
Dice la sabiduría popular –y hasta la sabiduría a secas– que cuando alguien se siente inseguro tiende a defenderse y justificarse hasta cuando no se lo piden. Lo que vale para las gentes, puede que valga también para las naciones y las culturas, y es constatable en el nuevo espíritu de apuntalamiento argumental a favor de Occidente que ha fatigado las imprentas europeas y americanas los últimos decenios. La tinta que ha corrido a raíz de la publicación del afamado libro de Huntington sobre el choque de civilizaciones, por ejemplo, sería suficiente para, de derramarse en alguna playa, ocasionar una catástrofe ecológica de proporciones bíblicas. Peces, pájaros y focas morirían si no de sofoco, al menos de aburrimiento, pues mucho de lo escrito no sobrepasa el nivel de la opinión, la tertulia o el oportunismo político. Pero este es solo un caso y puede argüirse que su principal empuje no es tanto un sentimiento de inferioridad frente a otras civilizaciones, cuanto de alarma frente a la inevitable expansión del mundo post-colonial y el gradual desmorone del mundo unipolar que dejó la caída del comunismo soviético.