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Sobre el recurso político a la mentira y al engaño

A lo largo de muchos meses, el escritor y periodista Guillem Martínez explicó a quien quiso leerle que lo del procés había sido una martingala, una trolaprocés. Sus crónicas están recogidas en el libro 57 días en Piolín. Procesando el procés: el Caso, la Cosa, la Trila. La tesis es que los políticos secesionistas jamás tuvieron el propósito de crear una república catalana. Todo fue, como reconoció con descarnado cinismo la señora Ponsatí, "un farol". No sé si entre los muchos lectores del gran Martínez se encontraban los magistrados del Supremo y en particular el magistrado Luciano Varela, a quien se atribuye el mayor peso en la acogida que se hace en la sentencia sobre los encausados en el procés a esa interpretación. La diferencia es ésta: ahí donde el perspicaz periodista y escritor veía una gran farsa, cuyos elementos cómicos subrayaba como poco más que una torpe broma, el Tribunal Supremo señala lo que nuestro Martínez trata en cambio como pecata minuta: la grave responsabilidad, no sólo política (lideres políticos que engañan conscientemente y a mansalva, para utilizar a los ciudadanos así engañados como ariete en sus negociaciones con el Gobierno de Madrid) sino con duras consecuencias jurídicas, al calificar las conductas de los procesados como sedición. Pero, por cierto, si todo era intencionadamente una estratagema, ¿se debe subsumir en el tipo penal de sedición?

No soy un ingenuo. Sé del habitual recurso en el ámbito político a falacias, medias verdades, engaños y promesas, concebidas para no cumplirlas. Pero aquí hablamos de un caso especial de mentira y simulación, que parece más próximo al clásico "engaño al pueblo por su propio bien". En efecto, mucho antes que las fake news, antes del hallazgo de Goebbels e incluso del "realismo" de Maquiavelo, la historia de las ideas registra ese recurso a lo que se conoce como noble mentira, la justificación del engaño al pueblo por parte de los gobernantes que, como el médico que engaña al enfermo para que trague su medicina, han de montar teatro para conseguir persuadir a los renuentes sobre los efectos benéficos de la purga. Así lo dejó escrito Platón en este bien conocido paso de República (III, 389b-c): "Si es adecuado que algunos hombres mientan, éstos serán los que gobiernan el Estado, y que frente a sus enemigos o frente a los ciudadanos mientan para beneficio del Estado; a todos los demás les estará vedado. Y si un particular miente a los gobernantes, diremos que su falta es igual mayor que la del enfermo al médico o que la del atleta a su adiestrador cuando no les dicen la verdad respecto de las afecciones de su propio cuerpo; o que la del marinero que no dice al piloto la verdad acerca de la nave y su tripulación ni cuáles su condición o la de sus compañeros".

 

La mentira y el engaño como recurso del príncipe, incluso del buen príncipe, fueron tema habitual de los consejeros de príncipes, como Mazarino, Saavedra o Gracián, que abrirán paso a las brillantes metáforas del barroco. Fue Kant, como es sabido, quien, en diálogo con Constant, negó categóricamente la existencia de un derecho a mentir, en ningún caso. Y ello pese a que su protector, Federico II, hiciera alarde de lo que constituye el leitmotiv del despotismo ilustrado. Así, aconsejado por Voltaire, llegaría a convocar en 1778 un concurso de ensayo sobre la justificación del engaño al pueblo por su propio bien, a través de la Academia de Ciencias de Prusia que, en un alarde de ecuanimidad, estableció un premio entre quienes respondieran afirmativamente y otro para los que sostuvieran lo contrario (me permito remitir a la edición de esos textos que preparé en 1991 para el Centro de Estudios Constitucionales).

 

El debate sobre el recurso a la mentira y el engaño en política reúne, como hemos mencionado, amplísima bibliografía. Cabe añadir el ensayo de 1712 de Arbuthnot habitualmente atribuido a Swift, El arte de la mentira política y, desde luego, el muy conocido ensayo de Bentham Sofismas anárquicos. Tratado de los sofismas políticos (1831). Pero quizá, para nuestros contemporáneos, el punto de inflexión lo constituye Orwell, a quien se atribuye aquello de "el lenguaje político está diseñado para que las mentiras parezcan verdades, el asesinato una acción respetable y para dar al viento apariencia de solidez". Es Orwell, en efecto,  quien, en su Homenaje a Cataluña describió el recurso a la mentira como arma de guerra y quien creó la distopía de 1984, caracterizada por el "habla/escribe" y el recurso sistemático a la mentira.

 

Nada nuevo, pues. Lo sorprendente es que quienes conscientemente crean el engaño, y utilizan a los ciudadanos de buena fe, así engañados, como carne de cañón, como munición para su enfrentamiento con el Estado, en apoyo del propósito secesionista, sean considerados como héroes, como modelo y ejemplo de comportamiento, parangonados a algunas de las figuras más nobles de la resistencia política y la desobediencia pacíficas, de Gandhi y Tolstoi a Rose Parks o Martin Luther King. Sesudos y respetados colegas, para más inri "científicos sociales" —sociólogos y politólogos— que se muestran críticos de modo habitual y justificadamente con las torpezas, engaños y omisiones del Gobierno central, de Rajoy a Zoido, pasando por Sáenz de Santamaría, escriben comprensivos y aún elogiosos sobre los políticos catalanes presos, aduciendo que cuentan con importante respaldo democrático, porque pueden exhibir el apoyo inequívoco de más de dos millones de ciudadanos. Echo en falta en semejantes análisis precisamente que no otorguen valor alguno al papel del sistemático y organizado engaño que estos dirigentes pusieron en juego para obtener la adhesión de tantos ciudadanos, a los que "ilusionaron", y sorprendieron en su buena fe, al hacerles creer que la república estaba a la vuelta de la esquina.

En cualquier caso, ¿cómo es posible que, pese a la evidencia del engaño, incluso confesa, estos políticos sigan recibiendo el apoyo masivo de una parte relevante de los ciudadanos de Cataluña y no hayan sido arrojados al famoso cubo al que se echó al tramposo señor Mas y del que está a punto de salir de nuevo? El primer argumento es que en un contexto de ausencia de grandes propuestas con capacidad de movilización, los dirigentes secesionistas ofrecieron un proyecto político capaz de ilusionar a una parte de la población, el de la República catalana. Se colmaba así una segunda condición de éxito: proporcionar líderes ejemplares, incluso épicos.

 

Hay una tercera hipótesis, hilo recurrente en los trabajos sobre la obediencia política, que —sin ningún ánimo de ofensa—, formulo en los términos en los que la expuso el caballero de La Boétie: el apoyo en cuestión es el resultado también del hábito, o, mejor de la voluntad de obedecer (la voluntad de ser siervo, escribió más crudamente el amigo de Montaigne), reforzado por el ansia de seguridad, la que ofrece el calor de la patria frente al invierno de la globalización. Es esta, por cierto, como saben los filósofos del Derecho, la tesis que sostienen los realistas jurídicos (Ross) frente a los que ellos denuncian como idealistas, como Kelsen, que apelan a la noción de la validez de la norma (de nuestra creencia en la validez de los mandatos). Sí: esa adhesión obediente resultaría del hábito de obediencia a nuestros líderes, reforzado o facilitado por el miedo a la sanción y, ¿por qué no?, por el halo que confiere a esos mandatos ser nuestros mandatos, los de nuestra tribu, frente a la espúrea pretensión de gobernarnos por mandatos ajenos, los de los españoles.

 

Todo esto es bien sabido, como lo es el papel que juegan la lengua, la narrativa y la religión en el refuerzo de la creencia de que lo mejor es obedecer a "nuestro señor", aunque nos esquilme igual que el señor de fuera. Nadie ignora el papel desempeñado por los Grimm, por Schiller y por Wagner en la creación del imaginario que acompañaba al proyecto imperial prusiano concebido por Bismarck. Y permítanme que subraye el papel desempeñado por el catolicismo nacionalcatalán, desde las montañas de Montserrat hasta las redes sociales de parroquias, catecumenados y el movimiento escultista. No me parece casualidad la abundante exhibición y aun apelación a su fe, a su condición de buenos fieles cristianos, que han aducido una y otra vez una parte de estos líderes del engaño a lo largo del proceso. Como si ser creyente les inmunizara frente a comportamientos delictivos: el razonamiento es que si son buenos cristianos y además catalanes (ya saben, un pueblo por naturaleza pacífico, democrático, bondadoso y trabajador) no pueden ser malos políticos y menos aún haber cometido delitos. Y es que la distinción entre pecado y delito no parece ser el fuerte de una parte de ellos, como hemos podido comprobar en el ominoso silencio de buena parte de estas autoridades ante graves delitos cometidos en el corazón de su iglesia. Porque ¿han oído ustedes que los señores Junqueras, Rull o Turull, Sánchez y Cuixart, el molt honorable señor Torra (asiduo a celebraciones religiosas en la montaña sagrada), o las defensoras de la democracia y los derechos frente al "reino bananero borbónico", las diputadas Borras y Noguera, se hayan pronunciado de forma clara e inequívoca en condena de las fechorías practicadas por monjes de Montserrat, con la complicidad de los abades, contra criaturas indefensas? Hasta donde yo sé, no. Parece que prefieren echar tierra. Que no se hable. Porque la Iglesia catalana, la suya, "no se toca".

 

En definitiva, se trata de un rasgo del modo de hacer política que parece crecer sin tasa en nuestros días: la política emocional. Todo el juego en el tablero se ha cargado, en mayor medida, en esos componentes épicos, sentimentales, en lo que los antropólogos llaman los marcadores primarios. Dicho en otros términos: aquí no se trata de razones, sino de eslóganes que halagan nuestras emociones y pasiones, reiterados y difundidos masivamente gracias por cierto, entre otras cosas, a una televisión pública puesta al servicio del proyecto nacional con grave desdoro de la pluralidad. Y eso, aunque tales emociones choquen con toda evidencia racional, como sucede con el "España nos roba", desmontado punto por punto en un librito de Borrell. Eso explica también que por más que un análisis racional de cuanto aquí ha sucedido debería llevar a la censura de los simuladores y a su apartamiento sine die de la vida pública, se les ensalce y su castigo a penas de prisión (duras, desde luego) se viva como una frustración colectiva sin par en la historia universal, una venganza contra el pueblo todo y un enorme desprecio a la identidad catalana.

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En todo caso, la explicación última de que dos millones largos de catalanes sigan otorgando su confianza a quienes les engañaron y a quienes continúan engañándolos hoy en un juego esquizofrénico que de día les incita a la desobediencia y de noche les envía a los Mossos en conjunción con la policía nacional, es, evidentemente, que esos ciudadanos catalanes quieren a toda costa la independencia y lo demás les parece "menos importante". El deseo de independencia, por descontado, es tan legítimo como el de permanecer en España. Lo que sucede es que estos políticos presos, como Puigdemont, Torra y tuttiquanti, les han inducido hasta ahora a plantearlo por una vía que conduce al cul de sac y a la frustracióncul de sac, ya que la imposición unilateral de un referéndum resulta inaceptable en el marco democrático en el que vivimos, de acuerdo con la interpretación ampliamente mayoritaria de ese marco, la Constitución. La modernidad, advertía Weber, exige salir de la mentalidad de encantamiento del mundo. Aceptar el principio de realidad y abandonar las ensoñaciones de héroes y dragones. Aceptar las reglas de juego y tratar de convencer al otro de la pertinencia y oportunidad de nuestras razones e intereses. Es esto, o vivir recurrentemente en la confrontación. En un contexto de emergencias como la climática, seguir desgastándose sin final en el juego de patriotas es suicida. ______________

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia. También ha sido senador del PSOE en la última legislatura.  Javier de Lucas

 

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